Las avenidas y calles que rodean a los edificios del gobierno federal están vedadas a peatones y vehículos, la Guardia Nacional cerró los puentes que conectan a Washington D.C. con el estado de Virginia y en dichas infraestructuras que pasan arriba del río Potomac colocó retenes.
Las armas de alto poder en los hombros de miles de soldados de la Guardia Nacional, vehículos militares blindados y equipos tácticos de la policía y agencias federales vigilando con binoculares desde azoteas en edificios, intimidan y hacen pensar en una zona de guerra como Bagdad.
La fiesta de la democracia estadunidense con Biden como actor principal en el Capitolio, no será atestiguada por decenas de miles de personas. El acto y las celebraciones que conlleva, en gran parte debido a las restricciones por covid-19, enteramente se trasmitirá de manera virtual.
Los templetes y balcones blindados en los que se encontrará Biden y la vicepresidenta Kamala Harris acompañados de sus familiares, atañen al tufo de insurrección un pensamiento de inseguridad y miedo a las turbas de fanáticos discípulos del discurso de odio de Donald Trump.
Ni en momentos álgidos de la guerra contra el terrorismo internacional como la que libró el Pentágono contra el saudí Osama bin-Laden antes de ser eliminado y después de los ataques de 11 de septiembre de 2001, la capital de Estados Unidos se enfundó el uniforme de batalla.
El enemigo insurrecto al que se prepara para repeler la democracia estadunidense son fanáticos y seguidores de Trump, ciudadanos de Estados Unidos armados con todas las de la ley, a quienes ahora su propio gobierno bautiza como terroristas domésticos.
Nadie apuesta ni quiere el enfrentamiento armado, menos en la asunción de Biden a la presidencia, no obstante, Trump que estará en su mansión de Florida este 20 de enero para mirar desde lejos lo que ocurra en Washington, ya inoculó con su veneno a los “terroristas domésticos”.