Se conoce como odio a la antipatía, aversión o sentimiento intenso de repulsa hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea. El que odia es hostil, resentido, rencoroso y concentra un sentimiento de profunda enemistad y rechazo que lo lleva a desear el mal hacia una persona. La intensa sensación de desagrado que es el odio consume a quien la experimenta.

El odio, en esa línea, genera aversión, sentimientos de destrucción, destrucción del equilibrio armónico y puede conducir a la autodestrucción. El odio, dicho en palabras de la sabiduría popular, envenena el alma y arruina mental, emocional y físicamente, en muchos casos, a quien lo experimenta.

Si en la convivencia social odiar no es justificable desde el punto de vista racional porque atenta contra la posibilidad de diálogo y la generación de acuerdos que hacen posible la convivencia civilizada, en política, donde entran en juego consideraciones ideológicas, fanatismos y la cerrazón doctrinaria fundada las más de las veces en obtusas visiones adosadas de ignorancia del militante, la aversión al rival, al adversario –que es visto como enemigo a aniquilar- y el querer derogar todo lo que se le relacione puede llevar a situaciones de violencia, a enfrentamientos o magnicidios. La historia está llena de episodios que lo ilustran desde la más remota antigüedad. 

Toda esta reflexión, no por sabida menos importante, la hago a propósito de lo que todos vimos y atestiguamos en el cúmulo de información generada en los días recientes en que el presidente Andrés Manuel López Obrador estuvo fuera de escena tras una complicación de salud –recaída en el Covid 19 junto con problemas de presión que lo llevaron a un desmayo en un evento en Mérida, el pasado domingo. 

Circunstancia que, aunada al silencio oficial sobre lo que pasó o los falsos desmentidos que hiciera el vocero presidencial Jesús Ramírez al inicio de la crisis, desató una verdadera ola de especulaciones y dichos sin sustento entre columnistas y periodistas, pero sobre todo en redes sociales -el campo de batalla de los bandos en pugna- sobre el diagnóstico real del quebranto de salud del presidente: que si había sufrido un infarto, un derrame cerebral, que estaba grave en terapia intensiva, entre muchas especulaciones donde destacaban los augurios funestos, las burlas, chistes, memes y una violencia verbal expresada con una virulencia que no habíamos visto en fechas recientes, ni siquiera en las dos ocasiones anteriores en que el mandatario tuvo Covid y debió resguardarse por indicaciones médicas. 

Es claro que en nuestro país hemos llegado a una situación extrema de polarización y confrontaciones inéditas que tiene su clara expresión en los mensajes en las redes y en los chats en teléfonos celulares donde la pobreza del debate público se hace presente y se desnuda la catadura moral de mucha gente. 

Porque festinar la posible muerte del presidente es evidenciar pobreza de miras y para muchos, morenistas o no, es señal clara de la derrota moral de sus adversarios políticos, así como la falta de figuras, proyectos y alternativas para competir políticamente, de las que adolece la oposición política partidista. 

Si su mayor alegría reside en ver el mal o la desgracia ajenos, aliviados estamos. 

Es tal la falta de visión de los “conjurados” que no miden que, si López Obrador muere, la oposición tan desvalida y extraviada como está no tiene nada qué hacer en las próximas contiendas electorales frente a Morena. La gente siempre está con las víctimas. Recuérdese el crimen de Colosio que hizo que el PRI ganara en 1994 y alargara un sexenio más su presencia en la presidencia de México. 

“Los veo muy solos, muy vacíos, con mucho odio”, dijo el presidente López Obrador al referirse a quienes lo daban por muerto y reaparecer en un video donde habló de su estado de salud. Y no le falta razón: a sus adversarios el odio les obnubila y lejos de construir discursos y propuestas de interés general se han dedicado durante 5 años a fomentar una opinión prejuiciosa, estigmatizante y destructiva de su odiado rival político, quien, dicho sea de paso, ha dedicado también su tiempo en el poder presidencial a alimentar esa confrontación con los que socarronamente llama los conservadores, neoliberales o corruptos del pasado. 

Unos quieren que se muera y el otro se mofa de su incompetencia. 

Es el retrato del México de hoy. Un México donde campea la violencia verbal y el odio está instalado en la vida pública. 

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