Por dr. Humberto Silva

El 1 de septiembre de 1890 el General Porfirio Díaz, Presidente de la República, en informe de actividades presidenciales pronunció esta frase “la Construcción del Hospital General de México es una acción imperativa para hacer evidente en nuestro medio, los progresos de la ciencia y el estado de cultura en que se encuentra la capital”. Inolvidable hospital, inició actividades el 6 de febrero de 1905.

El Dr. Eduardo Liceaga promovió su construcción y se inició en 1896 sobre 170 mil metros cuadrados en la colonia Hidalgo, para que “quedara lejos del Centro de la Capital”. El modelo para la construcción fue el del Ing. Follet que se utilizaba en Francia, así se había edificado el hospital de Mont Pellier de París.

Constaba de treinta y ocho pabellones independientes incombustibles, impermeables, sin cielo raso, con piso de cemento para facilitar higiene de una y dos plantas, tenían cupo para 30 camas, se encontraban separados por jardines, aparte quirófanos, consulta externa, administración, sala de conferencias, cocina y dos capillas.

En septiembre 2 de 1960 conocí este histórico hospital junto con un grupo de jalapeños que habíamos cursado los dos primeros años en la Facultad de Medicina Miguel Alemán del Puerto de Veracruz, llegamos a la UNAM a tercer año. De febrero a agosto fuimos a clases en las aulas de la escuela de medicina de Ciudad Universitaria, al Centro Médico la Raza IMSS. Hospital Juárez, Maternidad Espinoza de Reyes y aquel septiembre pisamos por primera vez el suelo del hospital que sería inolvidable.

Su fachada señorial, hecha con cantera de Chiluca, lucía un bello reloj con campana de sonido profundo, musical. El 26 de abril de 1960, el presidente Adolfo López Mateos designó como director al Dr. Clemente Robles, que enfrentó serios conflictos administrativos, falta de agua, deterioro físico y desánimo del personal, que más de cinco décadas de mala administración, habían engendrado.

Los alumnos que asistíamos diariamente de las 7 a 14 hs. vivimos aquella época de crisis, pero por ello mismo no solo aprendimos medicina sino también el compañerismo, la solidaridad y en forma especial a desarrollar la intuición clínica.E

En las sesiones médicas, el Dr. Jorge Flores Espinoza hacía alarde de intuición clínica al interpretar los síntomas y signos, un clínico innato, precursor de la medicina interna, disertaba sus clases en una aula con auditorio semilunar, sólo había 20 alumnos, como se acostumbraba. Invitaba a algún enfermo del pabellón de medicina y designaba a algún alumno a que lo interrogara, a otro que lo explorara, después daba unos minutos para que cualquiera del auditorio preguntara al enfermo a los alumnos que atendían el caso.

Finalmente, indicaba a alguno de los dos “clínicos en ciernes” emitieran el diagnóstico en orden de importancia y en “¿en qué basaba su veredicto?”, cada clase era una delicia, el Dr. Flores Espinoza jamás regañaba y menos ofendía a los alumnos, sino que con gran sentido del humor corregía, hacía parangones simpáticos. Al finalizar alguno de los alumnos emitía el diagnóstico obtenido después de cinco minutos de deliberación. El maestro escuchaba con seriedad académica, a veces salpicada por sonrisa irónica o casi imperceptible movimiento de negación con la cabeza.

Él daba los diagnósticos certeros y arengaba a los alumnos a estudiar y corregir los errores detectados durante la participación de, los ya abrumados, alumnos que habían participado con el enfermo, ante toda la audiencia. Las magistrales conferencias del Dr. Ruy Pérez Tamayo en el pabellón anatomo-patólogo, erudito en la cultura general, maestro de todos los patólogos de México que a un lado del cadáver discernía sobre el diagnóstico final ¡Qué belleza, qué paciencia, ¡cuánta sencillez en su trato! Las clases de Endocrinología y de Electrolitos del Dr. Juan José Paullada, eran magistrales en toda la extensión del concepto.

Las conferencias magistrales en varias sesiones generales de Don Jesús Kumate en 1964 que entonces tenía cuarenta años, uno de los médicos mas distinguidos en el mundo, versando con erudición sobre Infectología. El Dr. Don Octavio Rivero, a la postre Rector de la UNAM, nos deleitaba con su erudición al interpretar las placas de tórax.

En las mañanas nos embobamos con las clases objetivas de Don Fernando Latapi y Amado Saúl, los padres de la Dermatología mexicana que solo daban clases en su “Centro Dermatológico Pascua” ubicado en la calle Dr. García Diego No. 21 esquina con Dr. Barragán. Hoy ubicado en Dr. Vertiz núm. 464.

Las clases de Cardiología en el pabellón 5, ante el enfermo y absortos ante el Dr. Guillermo Bosque Pichardo totalmente calvo y corpulento a quien veíamos auscultar cuidadosamente el pecho de los pacientes y hacer onomatopeyas con la boca, de los sonidos que escuchaba del corazón del enfermo. Nos impresionaba cómo diagnosticaba la enfermedad cardíaca, armado solo con su estetoscopio.

El 4 de octubrede 2023 se cumplieron sesenta y un años que el grupo piloto número 503, presentamos examen final de cardiología. Ahí estaban los Dres. Ignacio Chávez, símbolo mundial de la medicina, Don Guillermo Bosque, Agustín Alvarado “fiera para el electrocardiograma”, fue una mañana fresca y soleada, que no olvido. Aprecio tanto haber conocido a aquellas personalidades, parte de la historia de México, maestros gentiles, afables y modestos, como todo el ser que brilla. Gran época de la medicina en México

El sismo de septiembre del 85 destruyó el Hospital general, cuando el diagnóstico era un reto que se obtenía con conocimiento, vocación y paciencia, cuando la tomografía, ultrasonido, resonancia magnética, tomografía computarizada por emision de positrones, laboratorios sofisticados, no eran ni el más imposible sueño.

Los seres humanos que hemos sido testigos de la evolución de la ciencia, no olvidemos y enseñemos que la mente del médico y el cuerpo del enfermo, son el binomio magistral para descubrir la causa de la enfermedad y, algo que hoy se olvida, el médico debe ser amigo del paciente antes que su doctor y así tratarlo siempre.

Un sueño irrealizable que me gusta acariciar, es volver a un día de 1960, y estar en una clase de aquellos maestros, pero debo conformarme solo con el placer de recordar con reverencial cariño a aquel girón de la historia de la medicina en México, que la vida me permitió disfrutar.

 

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