20 años atrás, nacía una estrella. Roger Federer vencía a Pete Sampras en un gran partido, celebrado en la Catedral del Tenis. En ese momento, el estadunidense era amo y señor del césped. Junto con Agassi, se encontraban en el ocaso de su carrera, pero de alguna manera seguían dominando en los eventos más relevantes del tenis mundial. En aquella época no existía el concepto de “Next Gen”, pero el deporte blanco estaba listo para recibir a quien sería, durante las siguiente dos décadas, su figura más relevante.

Cuando se habla de Roger Federer, no solo se habla de trofeos, logros y récords, sino también de impacto social, liderazgo, admiración, carisma y un sinfín de virtudes. El suizo marcó un antes y después en el tenis. Cautivó a millones con su estilo, elegancia y simpatía. Más allá de todos los éxitos obtenidos como deportista, se ganó el corazón de la inmensa mayoría de los aficionados del tenis. No existe persona que no se deleite al verlo jugar o no se asombre por su porte y clase dentro de la pista. Tiene el respeto y admiración de absolutamente todos, no solo los tenistas. Hay cosas que simplemente van más allá de los títulos. Eso es Roger Federer: una figura imposible de cuantificar, pues un ícono y símbolo como él está más allá de lo tangible.

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