Hoy, en mi retiro profesional, inicié una caminata por el sendero que parte de mi hoy, para encaminarme con destino al pasado de mi vida profesional. Obtengo las referencias, no solo de mi bagaje memorial, sino también de “Darío”, mi diario personal, libraco que es mi tesoro y me acompaña como confidente desde 1956.

Los médicos de la generación 1958-1963 de la UNAM iniciaron experiencia nosocomial en el Hospital Colonia de los Ferrocarriles Nacionales de México, en la entonces tranquila calle Villalongín, colonia Cuauhtémoc, como internos de pregrado, entre ellos quien esto escribe, con 24 años de edad, oriundo de una ciudad provinciana con aroma a hierba húmeda y niebla vespertina, a la que evocaba con nostalgia mientras me encaminaba al amanecer rumbo al hospital donde iniciaba mi verdadero aprendizaje de mi bendita profesión. Llegaba en un viejo tranvía con frenos de aire que hacía más ruido que la velocidad que alcanzaba, era otro México.

Al llegar la primera impresión, en el vestíbulo los bellos vitrales creados por el artista duranguense Fermín Revueltas (1902-1935). Viví inmerso en ambiente limpio, batas blancas albeando en los pasillos, ulular de sirenas irreverentes al llegar las ambulancias, rostros de angustia pálidos enmarcados por blancas sábanas, ojos de gente humilde clamando ayuda, con esperanza emergiendo de sus ojos en una gota de lágrima.

Hospital Colonia dejó en nuestro recuerdo imágenes estelares de la vida de quienes tuvimos la fortuna de vivir en aquel recinto donde aprendimos, reímos y lloramos en largas noches de guardias, confortadas por la alegría de servir al doliente, que se se multiplicaba con el correr de las horas, día tras día.

En las páginas de “Darío”, mi diario íntimo, vuelvo a leer esa reseña de mi vida y disfruto lo que escribí hace cincuenta y nueve años. El 2 de marzo de 1963, al recibir la guardia, una conmoción profunda e inolvidable invadió mi corazón, porque fue el primer paciente que quedaba a mi cargo total, durante toda una noche de guardia.

En la habitación 204 yacía un enorme hombre ocupando largo y ancho de la cama, 1.89 metros y pesaba 140 kilos, la corpulencia se debía a anasarca, impresionante retención de agua corporal, no orinaba desde hacía días. Se llamaba Estanislao, 65 años y diabético de muchos años, mal controlado y por daño secundario de sus riñones había llegado a la insuficiencia renal terminal. Fue una noche negra para mí, pero inolvidable.

Los nefrólogos maestros prescribieron diuréticos habituales en la época: tiazidas, acetazolamida; nada lograron, el paciente no orinaba. Decidieron utilizar diuréticos mercuriales, los más poderosos de aquella época y su toxicidad renal era bien conocida.

Previa a la administración de este medicamento, el paciente debía “cargarse” de sodio mediante transfusión de soluciones de cloruro de sodio endovenosas. No hubo respuesta y se hinchó más. Una mañana le fue presentado el caso a Don José Ponce de León, cardiólogo eminente, sugirió un recurso paliativo para brindar confort al enfermo.

En piernas, muslos, glúteos, abdomen y espalda lumbar, bajo anestesia local se insertaron gruesos “popotes” de plástico con extremo en bisel, en el tejido subcutáneo. Entre varias personas sentaron a Estanislao, en medio de una gran tina de lámina.

Los tubos drenaron suero a unas 60 gotas por minuto, en 48 horas de suplicio, a aquel hombre semisedado, azorado y cada instante más cansado. Gotearon 9 litros de suero rico en proteínas que el paciente perdía y se desnutría más, se hincharía otra vez, pero por ahora respiraba mejor aunque era inhumano reintentar el penoso procedimiento.

Días después, por las perforaciones que dejaron los “popotes”, escurría una gota cada cierto tiempo, pues no cicatrizaban por la fragilidad de su atrófica piel. El enfermo falleció una semana después.

Con aquellos eventos de la medicina de nuestro México se iniciaba la segunda mitad del siglo que se fue y hoy es historia y parte de nuestra vida.

Han pasado 59 años, actualmente la medicina cuenta con diuréticos “de asa”, en referencia a la parte anatómica del riñón donde actúan, son poderosos y bien dosificados controlan la retención de líquidos tempranamente. En las fases avanzadas de la enfermedad renal contamos con los procedimientos de diálisis peritoneal y extracorpórea, con los que la extracción de agua corporal es fácil y efectiva. Recursos casi desconocidos en aquel entonces en nuestro país.

Aquella mañana cuando conocí a mi amigo Estanislao fue el día que cumplía 45 días de ser interno de aquel hospital inolvidable, su suplicio lo viví de cerca cuando mi ejercicio de médico era una retadora promesa del futuro.

Páginas de la vida de un médico testigo de los albores del progreso, tiempos que nos dieron la oportunidad de ser parte de la historia.

hsilva_mendoza@hotmail.com

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