Pedro Manuel Chavarría Xicoténcatl

El tema parece fuera de lugar. Se podría decir que todos sabemos lo que es la realidad, que es lo que vemos, lo que está ahí. Pero no es tan sencillo. Podemos partir de que hay “algo” ahí “fuera” y que lo podemos captar mediante los órganos de los sentidos, pero ya sabemos que estos son limitados. Para empezar no todos vemos lo mismo, aun cuando enfrentados con un mismo objeto, por simple o complejo que sea. Este es un tema filosófico de larga data y Bertrand Russell lo planteó de manera magistral en su libro “Los problemas de la filosofía”. En pocos renglones nos convence de que no vemos las cosas como son. Un pintor dibuja una mesa de forma diferente a como es en verdad: plasma el lado frontal con diferente medida al posterior, y nos dirá que así es como se ve, aunque en realidad tiene esos esos lados iguales.

Cuando introducimos un popote en un vaso de agua, este se ve quebrado y sabemos que no lo está, pero así se ve. Entonces hay una discordancia entre el objeto y nuestra percepción de él. Ya esto nos quita buena parte de la confianza que podemos tener en nuestra idea de la realidad, pues resulta que no vemos lo que hay; los objetos que vemos son construcciones nuestras. La luz permite que el ojo capte reflejos del objeto, pero en realidad no al objeto mismo. La luz que rebota en la cosa impacta en la retina y genera “datos” que son transmitidos al cerebro en forma de impulsos eléctricos y este los interpreta. No es el ojo el que ve, sino que el cerebro interpreta esos datos retinianos y nosotros trabajamos con ellos como si fueran el objeto.

Es innegable que hay gran fidelidad entre el objeto y la imagen que nos formamos de él, sin embargo hay un largo trecho entre alta fidelidad y absoluta correlación. Teóricamente dos ojos humanos conectados al mismo tipo de cerebro debían permitir la formación de imágenes idénticas, y sin embargo, no es así, daltónicos no captan el color igual que el resto de las personas y miopes e hipermétropes no enfocan en el mismo plano. Cerebros entrenados captan una muy amplia variedad de detalles en comparación a quienes no han pasado por el adiestramiento, como podemos comprobar al enfrentarnos a un diagrama de un aparato electrónico, o como podemos constatar al preguntarle a una persona frente a un sofisticado equipo de cómputo, o frente a una fotografía de un gran telescopio enfocado al cielo nocturno. La experiencia nos permite ver más, pero esto es solo un aspecto menor. Más allá de los defectos del globo ocular o de los adiestramientos para reconocer patrones quedan asuntos difíciles de resolver.

Los instrumentos ópticos, y ahora opto-electrónicos, nos amplían el panorama, como lo demostró Galileo hace ya siglos. En realidad ni vemos las estrellas, ni su imagen en fotografías podemos confiar que sea vigente. Los telescopios captan la luz y la manipulan para generar una imagen, que es lo que vemos. Pero esa imagen no podemos estar seguros que refleje al objeto en el momento presente. La luz captada por el instrumento partió de esa fuente mucho tiempo atrás, acaso miles o millones de años. La estrella que creemos ver pudo haber desaparecido ya y nosotros nos enteraríamos dentro de miles de años, si estuviéramos para saberlo. En realidad los telescopios son máquinas del tiempo: nos permiten ver el pasado. Pero igual nuestros ojos, pues el sol que vemos todos los días es en realidad una imagen retrasada, igual que todo lo que vemos, pues por cercano que sea el objeto, la luz tardará, así sean fracciones de segundo, en llegar a formar una imagen en nuestro cerebro. Entonces no queda claro que veamos el presente, la “realidad” nos llegaría retrasada, una imagen de lo que alguna vez fuera, muy reciente o muy remota, pero el retraso es inevitable.

Aún hay más escollos. El objeto del cual nos llega la luz reflejada no tenemos claro qué es. Aceptamos que la materia está hecha de átomos que se agrupan formando moléculas, que a su vez forman cuerpos de diferentes tamaños, desde un grano de arena hasta una estrella y más. Pero no ha quedado claro qué es un átomo. El nombre no refleja fielmente su naturaleza, pues es divisible, contra lo que su nombre afirma. Sabemos que el átomo se divide en núcleo y electrones. En el núcleo hallamos protones y neutrones y dentro de estos, quarks. Estos últimos solo se han detectado en tríos, que forman a los protones y neutrones. Pero entonces ¿qué vemos: cuerpos masivos, moléculas, átomos, neutrones, protones, quarks…? ¿Cuál es la realidad?

Gigantescas máquinas aceleran partículas atómicas y las hacen chocar para fragmentarlas y luego estudiar los restos, pero en realidad estudiamos trayectorias de turbulencias en cámaras de niebla y complejos análisis matemáticos nos permiten sacar conclusiones acerca de las partículas que pensamos están ahí y generan esos trayectos nebulosos. No podemos ver las tales partículas, son también un constructo extraído a partir de inferencias matemáticas, que ya pocas veces concuerdan con nuestra intuición. El asunto se complica cuando nos dicen que la unidad última de la materia y de la realidad es la “cuerda”, una entidad infinitamente pequeña que vibra en un espacio de diez dimensiones. Solo podemos graficar tres: largo, ancho y alto; la dimensión espacial ya no la podemos agregar en un dibujo. ¿Cómo haríamos para incluir diez dimensiones? El modelo matemático describe una realidad que no podemos representar en imágenes lineales. La intuición nos dice que no es posible dibujar más de tres ejes y el análisis matemático, abstracto, nos dice otra cosa.

Siempre hemos tenido problemas con esto de la intuición. Vemos girar al sol alrededor de nuestro planeta y después de muchas discusiones y condenas resultó que no: es la Tierra la que gira alrededor del sol. Nuestra intuición estaba equivocada. No solo veíamos girar al sol, sino que era lógico que lo hiciera, puesto que al ser la máxima creación de Dios, como afirmaban las escrituras, debíamos estar en el centro del Universo. Pero no había ángeles que movieran los cuerpos celestes, ni la materia de las alturas era diferente a la terrenal. Hasta que Galileo usó un telescopio pudimos evidenciar el fallo de nuestra intuición como herramienta para captar la realidad. Pero más retos llegarían y nos dejarían indefensos.

Siempre pensamos que la materia ocupa un lugar en el espacio, por lo que todos los cuerpos debían estar en un sitio y no podrían dos partículas compartir el mismo punto, ni estar en dos lugares a la vez. Y resultó que sí. Cuando tratamos con partículas subatómicas la “realidad” es diferente. Una partícula sí puede estar en dos lugares al mismo tiempo, y puede comportarse como partícula, pero también como onda. ¿A veces partícula y a veces onda? ¿Cuál es entonces la realidad? ¿La que vivimos cotidianamente entre cuerpos macroscópicos, o la que viven las partículas sub-atómicas? ¿La de las partículas o la de las ondas? ¿El universo está hecho de partículas, como nos parece día con día? ¿O el universo es una serie de ondulaciones de algo que no entendemos? La intuición ya no puede guiarnos a descubrir la “realidad”, que ahora resulta algo muy extraño.

Con Newton creímos que habíamos entendido la forma en que se mueven los cuerpos, sin embargo, no habrían de pasar ni 300 años cuando descubrimos que la “Ley de gravitación universal” planteada por tan insigne hombre, tenía limitaciones. Einstein precisó estas ideas. Cuando se trata de cuerpos masivos, como manzanas o planetas, es posible hacer predicciones respecto a su posición y velocidad si se cumplen algunos requisitos. Pero al tratar con partículas subatómicas que se mueven a velocidades cercanas a la de la luz, la situación cambia. No es que Newton estuviera equivocado, Einstein describió un sistema más completo que englobaba al de Newton. La mecánica cuántica, que describe justamente el comportamiento de tales partículas a semejantes velocidades, planteó ecuaciones muy complicadas, que al parecer muy pocos llegan a comprender, si es que realmente alguien lo hace.

El asunto es que las ecuaciones de la mecánica cuántica son tan complicadas que tienen muchísimas posibles soluciones y nadie sabe bien cuáles son las más adecuadas para describir la “Realidad”. Se optó por una solución aparentemente arbitraria: la interpretación de Copenhague, en la que el factor decisivo es nada menos que la mente humana. Cuando hay un observador, poseedor de tal mente, el sistema se comporta de manera diferente a cuando no es observado. Es decir, las partículas subatómicas se comportan ya sea como partículas o como ondulaciones electromagnéticas según el instrumento con el que las observe una persona. Se lanza, por ejemplo, un haz de fotones, se les hace atravesar por una pared con dos rendijas y luego impactan sobre una pantalla. Si se cambia el instrumento de observación los fotones cambian de partículas a ondas, o al contrario.

Estos resultados provocaron graves conflictos, pues no se puede explicar con claridad cómo es posible que el observador interfiera con el resultado del experimento. La influencia de la mente humana modifica la “realidad”, de donde se desprende que no hay tal realidad externa a nosotros y que nuestras observaciones, y el observador, son parte del sistema mismo. Al observar, el observador se observa también a sí mismo. Y esto no es una postura imaginaria o ideal de los científicos, convertidos en filósofos, sino que está implicada en las ecuaciones matemáticas de la mecánica cuántica. En realidad el asunto es bastante complejo y ya se ha dicho que aparentemente nadie lo entiende. ¿Entonces cómo llegamos a ello?

Durante nuestra evolución en el pensamiento y nuestro abordaje de la “Realidad” hemos pasado por varias etapas, que podríamos resumir de manera muy apretada agrupándolas en varias ideas clave. La primera es que la razón sola nos permite descubrirla, de modo que la religión judeo-cristiana, y Aristóteles, prescribieron cómo era la realidad y de ahí brotó la teoría geocéntrica del universo. Como somos la máxima creación de Dios, debemos estar en el centro del Universo y todo debe girar alrededor de muestro planeta. A unos siglos de distancia, Galileo, con su telescopio presentó otro panorama. Ahora la observación dictaba cómo era la realidad. La descripción adquiría el papel preponderante. Sin embargo, apareció la necesidad de medir para tener una descripción más precisa, de modo que se fue imponiendo la matematización, es decir, la matemática describe, por medio de la medición.

Algunos fenómenos naturales son difíciles de medir, como la caída libre, pues los objetos se precipitan muy rápido y no da tiempo de cuantificar de manera confiable. Galileo apeló a manipular la realidad para poder medirla e inventó una estrategia muy simple, pero muy poderosa: el plano inclinado. Ahora los cuerpos tardan más en caer y se puede medir mejor. Aparece la experimentación como factor central en la exploración de la realidad. Pero algunos fenómenos son imposibles de manipular, como los movimientos planetarios. Entonces la matemática permite modelar la realidad: en lugar de trabajar con el fenómeno mismo, apelamos a descripciones y modelos matemáticos y damos por buenos sus resultados, así que la matemática adquiere un nuevo papel: prescribe cómo debe ser la realidad.

Si las ecuaciones arrojan resultados congruentes, así debe ser la realidad, aunque no hayamos tenido observaciones que lo corroboren. Así pasó con el bosón de Higgs y con los agujeros negros, por ejemplo. Se predijeron con mucha antelación mediante modelos matemáticos y tardamos mucho tiempo en tener evidencias empíricas. Ahora nos enfrentamos a otro reto formidable: el multiverso, que contiene innumerables universos paralelos, en uno de los cuales estamos, y no podemos tener evidencia empírica de ningún otro. ¿Son parte de la realidad? Las matemáticas dicen que sí. Solo falta encontrarlos. No están en nuestra realidad porque no tenemos la tecnología que extienda nuestros sentidos para percibirlos, pero tienen que estar ahí, en alguna parte.

Algo similar pasa con la materia y la energía oscura. No las podemos percibir directamente, por lo que podríamos pensar que no son reales, no tenemos manera de captarlas porque no interactúan con la luz, pero las podemos calcular a través de mediciones indirectas, de donde concluimos que están ahí. Si el modelo matemático es correcto, y todo parece indicar que lo es, tienen que estar ahí. La realidad es más que lo que podemos percibir. Al voltear al cielo en la noche, si hay oscuridad suficiente, nos abruma la cantidad de objetos brillantes que tomamos por estrellas. No todas lo son, hay planetas, satélites y algunos puntos luminosos en realidad son galaxias, que pueden contener cien mil millones de estrellas. Y toda esa inmensidad que captan nuestros ojos, y los más poderosos telescopios, no es más que un 5% de todo lo que se calcula que hay, hasta donde podemos entender por el momento. ¿Qué es entonces la realidad? ¿Lo que capto, con ojos, telescopios, microscopios, o aceleradores de partículas, o lo que deduzco que debe haber?

Por último, ya le metemos mano a la realidad. Nuestras computadoras ya hacen posibles (¿reales?) términos como “realidad virtual, aumentada e hiper-realidad”. Con los dispositivos adecuados ya podemos ver objetos que no están naturalmente ahí, pero los hemos insertado. Ya tenemos productos comerciales acoplados a videojuegos. Pero no solo podemos ver, ya podemos “tocar” objetos que en realidad no existen. Guantes y visores brindan sensaciones que tomamos por reales, sin que estén allí. En el aire podemos intervenir quirúrgicamente a una “persona virtual” y adquirir habilidades que luego se podrían aplicar en pacientes físicos. No solo profundizamos en el concepto de realidad a través de modelos y análisis matemáticos, sino que la manipulamos para que nos muestre lo que queremos y minimizar riesgos inherentes al adiestramiento, como nos dejan ver claramente los simuladores de vuelo. La telepresencia nos permite llegar a lugares y situaciones antes imposibles: exploración planetaria, ya una realidad en Marte y otras más que seguramente irán surgiendo.

Así, la “Realidad” resulta mucho más difícil de definir que lo que alguna vez pensamos, nos ubica tanto en nuestra insignificancia, como en nuestro poderío para explorar profundamente lo que nos rodea. Y por otra parte, nos atrevemos a recrearla y crearla como parte de nuestra aventura en este mundo, tal como ya estamos haciendo con la evolución de los seres vivos, incluidos nosotros mismos. Al intervenir sobre la naturaleza hemos roto la barrera inicial del respeto por ella y nos ubicamos ante una formidable posibilidad: ¿podemos modificar la realidad? ¿Debemos? ¿Tenemos otra salida…?

Como somos parte del universo, hechos de la misma materia que estrellas y planetas, de algún modo somos el universo mismo, tal parece que representamos una importante sofisticación de eso que llamamos “El Universo”. Quizá haya otros seres o entidades más sofisticadas aún, es decir, El Universo puede haber evolucionado más complejamente en otros sitios. No lo sabemos, pero todo parece indicar que sí. ¿Por qué habría tal inmensidad para nosotros solos? Somos una región del Universo, una parte de él. En realidad no “somos”, El Universo “es”. Es tan sofisticado que se ha encarnado como “nosotros”. Es muy probable que haya todo un orden y jerarquía universal que apenas sospechamos y al cual quizá nos integremos algún día. ¿Lo conoceremos todo alguna vez? ¿O tendremos que vivir como hasta ahora, limitados en nuestra comprensión del todo, de la realidad de la cual somos parte? Somos una migaja de la totalidad, pero al menos tenemos la capacidad de entender eso. La ciencia trabaja arduamente para desentrañar el fondo. Y las religiones hace siglos que nos dicen cómo es la realidad…

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