Por Pedro Manuel Chavarría Xicoténcatl

“El universo es todo lo que hay”. Carl Sagan dijo además: es todo lo que habido y lo que habrá. Esta es una postura científica derivada de la astronomía. Podría argumentarse que hay más que eso. Desde el punto de vista matemático se plantea la existencia de otros universos además del nuestro, que juntos forman el multiverso. Parece que aún no tenemos evidencias empíricas al respecto. Desde el punto de vista religioso se podría argumentar que hay un Ser Supremo, creador del universo, o del multiverso si se quiere. No es posible tener evidencias empíricas. Desde el punto de vista de las ciencias computacionales se argumenta ahora en favor del metaverso, pero esto corresponde a una creación nuestra. Tampoco sabemos si vivimos en un universo simulado en una gran computadora, como el caso de Matrix. Así que nos quedaremos en este escrito con la idea de Sagan.

El universo es todo lo que hay. Actualmente tenemos una idea aproximada de lo que parece significar esto, de su tamaño y de su complejidad, lo que en realidad hace muy difícil una cabal comprensión. El universo es un ente muy complicado para entender. La gran dificultad estriba primero en su origen. Si partimos un poco más adelante del inicio, apenas fracciones de segundo, ya es posible describir con muy aceptable precisión cómo se ha desarrollado, pero nótese que hemos cambiado el enfoque: pasamos de su origen, es decir, la causa, a su desarrollo –cómo- Son dos cosas muy diferentes. En el origen nos topamos con dos problemas fabulosos: por qué y de dónde viene su materia prima.

No podemos pensar que en un principio había embriones de estrellas, planetas, carbono y seres vivos esperando desarrollarse, como alguna vez se pensó del homúnculus. ¿Qué había antes de llamarse universo y de dónde salió esta cosa primigenia? Ya nos damos cuenta que somos muy malos para todo lo que tiene que ver con los orígenes. Cuando tenemos una base podemos avanzar, pero remontarnos al origen de algo resulta realmente complicado. En el caso del origen del universo decimos que se produjo en el big bang. ¡Perfecto! Nada más díganme qué fue lo que hizo “bang”; si además me dicen de dónde salió y por qué hizo bang, podría entender un poco mejor, Pero esas preguntas no las sabemos contestar. No le pidamos a la ciencia que responda, porque no puede, no es tan poderosa. La ciencia necesita una mínima base para responder cómo. Es decir, la ciencia explica cambios, no orígenes.

Igual si le preguntamos a Darwin de dónde y cómo se originó el primer ser vivo, nos contestará que su teoría se aplica a partir de la existencia de seres vivos, y entonces sí podrá aplicar sus ideas de cambios paulatinos al azar y de la sobrevivencia de los organismos mejor adaptados al medio. Pero esto no se aplica al primer ser vivo. Darwin no explica el origen de los seres vivos –causa-, sino tan solo cómo se modifican. La teoría de la evolución aplica a seres vivos ya existentes, no al origen de estos. Por eso, en algún momento la escuela positivista dijo que la ciencia nada tenía que ver con las causas, sino con las relaciones entre variables, es decir, si una variable se modifica qué pasa con otra, en singular.

Por esto mismo, los descubrimientos científicos que apoyan hipótesis nunca las demuestran. Siempre será posible que la verdadera causa sea otra, por más experimentos que parezcan demostrar algo. En ciencias naturales las hipótesis que responden adecuadamente preguntas, se van estableciendo, pero nunca llegan a demostrarse. Es decir, la ciencia que trata con relaciones entre hechos -fáctica- no da nunca certeza, tan solo probabilidad. Si queremos certeza tendremos que cambiar de ciencias y pasar a las que tratan con relaciones entre ideas –ciencias formales: lógica y matemática- que sí dan la anhelada certeza, aunque al elevado precio de no tratar con hechos, que es algo que nos importa mucho a los humanos, pues nos permite sobrevivir, o al menos vivir mejor. Si entendemos la relación entre dos hechos podemos valernos de ello para provocar el cambio en uno de ellos haciendo cambiar al otro. Al primero le hemos llamado causa y al segundo consecuencia. Obramos sobre las causas para provocar o evitar las consecuencias, según nos convenga.

Esto de la relación entre causa y consecuencia es un problema muy viejo, con varios siglos de discusión. Se supone que un fenómeno provoca otro. Al que va primero le llamamos causa, o antecedente, y al que resulta le llamamos efecto, consecuencia o consecuente. Pero allá por 1600 Hume nos hizo ver que el nexo entre causa y consecuencia es creado por nosotros como resultado de la costumbre de ver esa asociación y orden temporal. No hay evidencia de un nexo que obligue a un fenómeno por haberse presentado antes otro. Para colmo, a veces no es posible dilucidar cuál es la causa y cuál la consecuencia entre dos fenómenos que ocurren muy cercanos entre sí. Ni tampoco percibimos fácilmente la relación causa-consecuencia si entre ambas transcurre mucho tiempo. Y desde el punto de vista matemático bien puede presentarse primero la consecuencia y luego la causa.

Tal parece que nuestras mejores herramientas no son tan poderosas como creíamos. Nos tenemos que contentar con probabilidad, eso sí: muy alta, hasta del 95% y con eso tomar decisiones de vida o muerte. Por eso a veces los cohetes estallan a poco de haber despegado y otras naves espaciales y algunos aviones nunca llegan a su destino, con pérdidas enormes en vidas y recursos materiales. Tratamos de anticipar desenlaces, pero no hay garantías, aunque pongamos en juego nuestros mejores recursos. Esto ha resultado más que evidente en la lucha contra la pandemia actual, y aunque seguimos recomendando las vacunas, no estamos muy seguros de los resultados. No tenemos nada mejor que aconsejar.

De una u otra forma la investigación científica nos ha traído hasta donde estamos y nos permite vivir de la mejor manera posible y ya jugar con la idea de extender nuestra esperanza de vida más allá de los 100 años para una gran parte de la población. La certeza de la muerte comienza a mostrar grietas y algunos autores plantean que la muerte no es más que otra enfermedad que se puede combatir y postergar mucho tiempo. No sabemos qué tan deseable sea esto, pero se ha vuelto un objetivo de investigación y campo para aplicar recursos tecnológicos. Nada tenemos seguro, pero todo lo intentamos.

Así que nos enfrentamos a dos posibilidades derivadas de la complejidad: el universo es muy complejo, pero lo podemos entender cada vez mejor, o el universo es más complejo de lo que podemos entender. En el primer caso tenemos un aliciente, pues esperamos llegar a entenderlo todo. En el segundo caso estamos en la condición del caballo que sigue caminando con la esperanza de alcanzar una zanahoria que pende de una vara atada por delante del carro. En este caso nunca lo sabremos y nos seguiremos esforzando sin remedio ni fin. Este es el precio que hemos de pagar por tener un cerebro con pretensiones.

Por lo pronto hemos podido concluir varias cosas: 1) en la base hay algo imple –el átomo de los griegos- que parece corresponder a un pequeñísimo paquete de energía materializada. 2) lo simple se combina de múltiples formas para constituir lo complejo. 3) existen estructuras inertes complejas, pero son superadas por otro nivel de organización: la vida. 4) Tenemos tres variedades de lo complejo: lo muy grande (el universo entero), lo muy pequeño (el átomo verdadero –la cuerda-) y lo muy muy complejo, es decir la organización de los sistemas nerviosos que generan un estado de conciencia.

No sabemos bien dónde ubicar el estado de conciencia. Todos los demás niveles están relacionados: lo muy pequeño genera lo muy grande y complejo, como la vida, pero el estado de conciencia no sabemos cómo se genera, de modo que podría ser resultado de sistemas vivos avanzados, o como algunos autores proponen: es una propiedad básica del universo que no puede ser reductible, como el átomo, la carga eléctrica y otras que no se pueden explicar en términos de componentes más simples. Tenemos un estado de conciencia, pero no sabemos de dónde sale. Hemos disecado minuciosamente los cerebros y no encontramos su asiento.

Algunos autores propusieron que el cerebro es como una computadora y el estado de conciencia habría de ser resultado de su funcionamiento, pero no hemos encontrado de cuál parte. Otros autores, como Penrose y Hameroff, el primero matemático y físico y el segundo anestesiólogo, creen que no, que un sistema intracelular de las neuronas, los microtúbulos pueden albergar un electrón y este, a nivel cuántico explicar de alguna manera el estado de conciencia. Tenemos aproximadamente cien mil millones de neuronas en nuestro cerebro, lo cual ya arroja potencialmente una cantidad astronómica de variaciones posibles, pero ahora calculemos que una sola neurona aloja una malla prolija de microtúbulos y que la conjunción de todos los electrones atrapados allí se organizan de tal modo que dan lugar a una propiedad emergente: el estado de conciencia.

Una propiedad emergente surge cuando se organiza un todo complejo, pero no se encuentra en ninguna de sus partes, de modo que el todo es más que la suma de esos componentes. Algo parecido sucede con las células que son esencialmente transparentes, pero juntas generan colores y opacidades. Es difícil entender lo más complejo que parece haber en el universo: cerebros capaces de ¿albergar? ¿generar? ¿recibir? ¿manifestar? estados de conciencia. Mario Bunge, físico y filósofo, hace unos cálculos rápidos: si en un cerebro humano tenemos unos cien mil millones de neuronas -tantas como estrellas tiene una galaxia promedio- y cada una tiene alrededor de 50,000 prolongaciones que pueden hacer contacto con otras tantas de neuronas formando redes, y si a cada neurona le adscribimos solo dos posibles estados, digamos “on” y “off”, el número potencial de combinaciones posibles –estados mentales- sería mayor que el número de átomos en el universo. Esto sí es complejidad. Y todavía más si agregamos las mallas intraneuronales de microtúbulos.

Y andamos por la vida caminando como si nada, llevando dentro de la cabeza la estructura más compleja de todo el universo conocido, sin descartar que pueda haber aún mejores órganos y sistemas que el nuestro. Y muchos lo usamos muy poco, o lo dedicamos al mal. La máxima complejidad conocida está dentro de nuestras cabezas, aprovechémosla.

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