Indudablemente vivimos una época complicada en todo el mundo, no solo en México. Existen dificultades y presiones económicas, así como para conseguir un trabajo adecuadamente remunerado y  hacer frente a nuestras necesidades cotidianas. La inseguridad nos agobia, más en unas regiones que en otras, pero muchos nos sentimos inquietos al andar en las calles y nos preocupamos por mantenernos a flote nosotros mismos y nuestra familias. Los tiempos  de traslado y trabajo consumen buena parte de nuestro día y nos dejan cansados, ansiosos por descansar y olvidar el diario ajetreo. Peor para quienes viven en grandes urbes, donde muchas desventajas se acrecientan.

Este ritmo de vida se asocia no solo con graves preocupaciones y ocupaciones, sino con fuerte impacto en la salud física y mental. Nos queda poco tiempo para reponernos de la jornada diaria, los horarios nos orillan a comer mal y recurrir a estimulantes naturales o artificiales y luego sedantes para poder dormir, cuando no a recurrir a productos claramente nocivos para la salud, como el alcohol y el tabaco, por no decir nada de las drogas ilegales. Nos preocupan nuestros hijos, que probablemente cuenten con menos recursos que nosotros para sortear todo tipo de dificultades y peligro, muchos inherentes a sus actividades cotidianas.

Jóvenes y no tan jóvenes vivimos bajo presión considerable y tratamos e encontrar nuestro sitio en una sociedad muy demandante y autoridades que viven otra realidad y nos llevan por rumbos muy inciertos. Sufrimos el bombardeo cotidiano de la mercadotecnia que nos incita a comprar y consumir para hallar satisfactores vanos que nos dejan inermes ante los desafíos de la vida diaria. Para bien y para mal recibimos la influencia de las redes sociales, done igual navegan personas bien y malintencionadas. Los desafíos de la pandemia nos llevaron a un aislamiento que ha causado múltiples perjuicios, sobre todo a los jóvenes, que dependen fuertemente de la interacción social.

La parte más destacada de ser estudiante, por ejemplo, reside en la convivencia con nuestros iguales. La realidad es que la escuela es más un recurso socializante que profesionalizante. Y no es que la profesionalización se adquiera en la universidad, pues desde edades muy tempranas nos van preparando para la convivencia. El trabajo en equipo y la colaboración son fundamentales en cualquier trabajo, de modo que los niños de kinder y primaria ya van siendo encaminados para que más adelante cooperen con sus compañeros de trabajo. Por diversas razones hemos descuidado esta faceta de la actividad escolar. Pensamos a veces que la formación universitaria es la más importante porque nos acerca a la productividad, sin embargo, todo comienza con la convivencia pacífica y armónica.

Las bases para enfrentar el estrés de la vida diaria ser adquieren muy tempranamente en la familia y se refuerzan en la educación escolar básica. Los estudiantes se van formando paulatinamente, de modo que para cuando llegan a la universidad, y desde antes, ya traen una tendencia muy marcada en cuanto al comportamiento social. Pongamos aparte el bulling, que ha existido desde hace mucho tiempo, si bien recientemente se ha acentuado. La interacción a través de medios indirectos, como el teléfono celular y el chating imponen un sello peculiar. Evidentemente que las comunicaciones actuales son un enorme recurso de información y no pretendemos satanizarlos, el problemas es que tienden a suplantar papeles antes entronizados en la interacción cara a cara.

Pasamos de una época de largas conversaciones telefónicas a largas sesiones de “texteo” multipersonal. De hablar pasamos a escribir, pero no a la tradición epistolar que tan reverenciada ha sido: pasamos a la tradición cuasitelegráfica. Mensajes breves, sin redacción, sin estructura profunda, sin verdadera interacción, donde inclusive podemos inventarnos nombres y sobrenombres que nos representen de manera diferente a como en realidad somos. Escribir una carta y sostener una conversación requiere pensar con cierto detenimiento o que queremos decir y lo que pedimos que nos digan, pero los ensajes de texto, por su misma brevedad y premura implícitas nos obligan en otro sentido. El mensaje de texto debe escribirse muy rápido, de lo contrario pierde oportunidad y ya no encaja en la conversación, sobre todo cuando participan muchas personas.

Las ideas en los mensajes de texto no solo deben ser cortas, sino simples, y por lo mismo se omiten ideas y signos y se recurre a modificar el lenguaje: no acentos, abreviaturas extrañas y pérdida parcial del sentido, como queda en evidencia cuando tenemos que adivinar si se trata de una pregunta o una aseveración. No se diga el manejo consciente de adjetivos o adverbios. Ni la ortografía conserva su lugar. Y no se rata de una postura academicista, pues es bien sabido que la Real Academia de la Lengua Española ha insistido en que versa sobre la manera en que los hablantes hacen uso del idioma y no pretende imponer reglas. ¿Por qué entonces la insistencia en respetar las reglas del idioma?

Aprender las reglas de una lengua representa un esfuerzo intelectual cuyo principal objetivo es homogeneizar las expresiones de los usuarios. Como su nombre lo indica, se trata de lograr comunicación, es decir, poner en común, en este caso las ideas expresadas mediante el lenguaje, por lo que es necesario seguir las mismas reglas para entender los mismos conceptos y así poder obtener consensos. Por necesidad, las reglas cambian lentamente, a fin de que permeen ampliamente antes de oficializarse, de otro modo no puede haber comunicación.

Por otra parte, aprender las reglas del idioma es el resultado de un esfuerzo individual y colectivo, lo que permite expresar ideas sofisticadas, complejas, trascendentes, que permitan un mejor nivel de vida, tanto en lo material, como en lo inmaterial. El acceso a la felicidad depende de la capacidad de los individuos para apreciar la amplísima diversidad que supone la realidad. Muchos de los satisfactores que nos hacen felices dependen de conocer y entender conceptos muchas veces complejos y que se van transmitiendo a través de las generaciones, desde quienes han hecho el esfuerzo no solo de aprender a pensar, sino de buscar la verdad y la validez de los conceptos e ideas, tarea que suele ser ardua. Muchas veces la verdad está oculta y es necesario trabajar para exponerla y, luego, comunicarla a los demás, de otro modo no hay progreso ni felicidad.

Lo nuevo aprendido suele ser descubierto por unos cuantos con capacidades privilegiadas, sea de inteligencia, persistencia o gestión. Pero el descubrimiento, o invento, según corresponda, no es determinante, lo fundamental e su aplicación y transmisión entre los miembros de una comunidad, es decir, comunicación, es decir, compartir patrones de pensamiento, habla y escritura. Algunos animales, como los simios grandes, han desarrollado habilidades y hasta herramientas, pero solo se transmiten esos conocimientos a través del contacto estrecho e imitación, por lo que no han sido capaces de diseminar sus hallazgos e innovaciones más allá de unos cuantos. ¿Cómo dialogar y aprender con Cervantes, o con Shakespeare, o Aristóteles, o Newton? Si manejamos lenguajes basados en ideas grupales e informales, pronto olvidaríamos la forma de pensar y se haría imposible entendernos con nuestros antecesores ni transmitir ideas a nuestros descendientes.

La transmisión intergeneracional del conocimiento depende de aprender a hablar y escribir de manera formal, reglamentada, con lo que se puede lograr un alto nivel de refinamiento. De otro modo, con ideas cortas, simples, llegaremos a cortos alcances. Mensajes cortos y simples están bien para mensajes prácticos, pero no para sustituir la lengua escrita de gran alcance. Lo mismo vale para la expresión oral. Expresiones breves, emitidas por escrito desde el anonimato fáctico, no permite el desarrollo de personas capaces de dar un paso al frente y organizar un discurso argumentativo capaz de transmitir una idea, o proyecto y convencer a un grupo capaz de financiar, organizar y operar su puesta en marcha.

Necesitamos jóvenes capaces de expresar sus ideas encadenadas en estructuras lógicas que partan de la validez de los entrelazamientos propuestos, más allá de la verdad. La falta de lecturas impide a las personas expresar sus ideas y deseos. En muchos, por no decir que en todos los trabajos y empresas es necesario coordinar esfuerzos, ya que la colectividad siempre tiene mucho más probabilidades de éxito. Leer nos permite apropiarnos del pensamiento de otros que han destacado, para luego, parados sobre sus hombros, ver más lejos y desarrollar nuevos derroteros. Resistirnos a aprender a manejar el lenguaje de manera sofisticada y compleja es condenarnos a seguir siempre instrucciones de otros, sin comprenderlas y vivir malpagados por ello.

Leer, hablar, escribir es desarrollar nuestro cerebro. Este órgano fantástico o se usa o se atrofia, pero lo más importante es que nosotros mismos podemos expandir nuestro cerebro, casi sin notarlo, leyendo buena literatura, que es todo, menos aburrida, solo que requiere determinación y un factor que hemos venido olvidando cada vez más, porque así conviene a muchos que dirigen y nos orillan al consumismo y conformismo. Me refiero a la capacidad de concentración. Los programas y anuncios televisivos están diseñados para hacernos cambiar de foco de atención cada pocos segundos, de modo que no nos dé tiempo de pensar en lo que recibimos.

En nuestro día a día ¿cuánto tiempo le dedicamos a sobrevivir, a realizar tareas repetitivas por las que nos pagan poco o nada, como a las amas de casa que agotan sus energías en labores domésticas y preocupaciones que no pueden resolver. Lo mismo sucede con muchos hombres y jóvenes de ambos géneros, ocupados en “vivir”, en sobrevivir, en trabajar? ¿Cuánto tiempo le dedicamos en nuestro día a día a pensar, a reflexionar, a leer, a planear un proyecto propio, creativo?

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