Dedicado a los jóvenes de anteayer.
Gran verdad encierra la frase, “¡Cuán querida es de todos los corazones buenos su tierra natal!” heredada a la posteridad por François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, el célebre “Revoltai”, el revoltoso, dilecto personaje de la revolución francesa, que por su pensamiento filosófico innovador mereció este sobrenombre.
Quienes hemos pasado muchos años lejos de la tierra donde nacimos, donde dejamos nuestros primero pasos y cometimos primeras travesuras, siempre pensamos en regresar para recrear nuestros recuerdos, en los mismos sitios donde disfrutamos infantiles aventuras en una época distinta a la que hoy vivimos. Cuando retornamos convertidos en adultos con pelo cano y rostro curtido por Arcano, cada sitio se vuelve un remanso envuelto en juventud de ayer y reconciliarnos con los años diluidos en el tiempo, arrastrados por el viento de los años.
En este honorable sitio he escrito evocaciones nostálgicas del Xalapa donde he vivido gran parte de mi vida, las personas recordadas han sido seres etéreos reflejados en mi pensamiento con sus expresiones y actitudes de cuando estuvieron frente a mí, hace tantos años. A muchos los he considerado perdidos para siempre porque emigraron lejos de aquí desde hace mucho tiempo o porque se fueron, para siempre.
Un día de estos viajé lejos de aquí, el conductor enviado para llevarme a una pequeña ciudad del sur de mi estado llegó puntual vestido con pulcritud y sencillez, afable y respetuoso, unos diez años menor que yo. Bueno días, me dijo, soy Paco y emprendimos el camino. El viaje fue tranquilo, platicamos de cosas cotidianas, con la amenidad de los hechos sencillos de la vida diaria mientras yo pensaba “cada minuto la temperatura ambiental aumenta un grado”.
Cumplida mi encomienda profesional, la comida en restaurante pueblerino llamado “La bendición”, ubicado al inicio de la carretera Tierra Blanca-Tinajas, fue aderezada por los inigualables antojitos jarochos; picaditas, arroz con camarones y plátanos fritos, “frijoles chinos” y ahí probé por primera y, por supuesto, por única vez, “toche” en adobo y lagarto deshebrado al mojo de ajo, simplemente deliciosos, pero solo para comerlos en esa ocasión.
La comida fue amenizada con chascarrillos y anécdotas de los acontecimientos simples de cada día y un conjunto jarocho excepcional, que cantó media docena de sones de sotavento y “versaron” tomando como protagonistas de sus cantos, a los comensales ahí presente, Paco y yo. Nos complacieron la canción jarochísima “Juan Patatuchi, hijo de su-chi”, extraordinario catálogo de la picardía de mi pueblo jarocho.
Al atardecer emprendimos el regreso, nos esperaban tres horas de camino. Al cabo de un rato cuando el calor ambiental de 40 grados, bajó a “solo treinta”, el ánimo se despabilo “Bueno don Paco, le dije, ¿cuál es su nombre completo? Francisco Lira, escuchar su apellido, como un relámpago recordé mi calle de cuando era niño y le dije que había tenido unos amigos con los mismos apellidos y uno de ellos con su mismo nombre, que vivieron en la calle de Morelos casi esquina con Belisario Domínguez, allá por el estadio, hace más de sesenta años.
El conductor, serio y respetuoso con disposición profesional para “lo que yo indicara”, me dijo con alegre entonación “¡soy de esa familia, soy un nieto, viví en el barrio y algún familiar todavía anda por ahí…!
Uno chiquillo de aquella familia con quienes formábamos un grupo de gritones que corrían con alegría en aquel Morelos de mi temprana adolescencia, uno de los perdidos en el tiempo, estaba a mi lado. Nieto de un compañero de aventuras callejeras “entre los peligros de aquella dos cuadras”, obscuras en las tardes y muy obscuras por las noches. Esa calle aún existe pero en nada se parece a la que nos vio correr, jugar, noviar y “trompearnos” a los de la pandilla de Morelos y Belisario contra la de “los del Dique” de allá por Venustiano Carranza.
Recordamos divertidos aquel juego a las escondidas llamado “El can-can” consistente en echar un “volado” y el perdedor sería el “buscador”. Uno de los mayores de “la pandilla” aventaba un bote de lámina lo más posible, el “buscador” iría por él mientras los demás se escondían. Debería encontrar a todos pero regresando a donde depositaba el bote y golpeándolo en el suelo gritaba a todo pulmón; “can-can por el encontrado”, diciendo su nombre.
El primer descubierto sería el próximo buscador, siempre y cuando alguien no le ganara en bote custodiado. Recordamos las carreras del buscador y los que aún permanecían ocultos por ganar el botecito, la cuestión era encontrar a todos antes de que el artefacto de lámina fuese “cancaneado” por alguno que emergía de las sombras del atardecer y lo hiciera seguir buscando largo rato.
El regocijo nos envolvió de lleno cuando evocamos aquellas “camorras” con los “del dique”, que su abuelo ya le había contado, generalmente éramos cinco o seis contra el mismo número de adversarios. El motivo siempre era tan banal que hoy ni siquiera recuerdo los motivos de aquellas peleas. Al atardecer los chamacos caminábamos por Morelos y Belisario Domínguez a grandes zancadas y braceando con donaire, decididos a “ganar la batalla”, rumbo al “Dique” frente a la escuela Ferrer Guardia o a un lado de los Lagos. Ahí eran los sitios preferidos para dirimir diferencias.
Algunas veces todos contra todos y en ocasiones cada grupo seleccionaba su representante y estos se “cacheteaban” en medio del redondel formado por los miembros de cada “pandilla”. Las griterías en plena calle eran de antología. No recuerdo habernos lastimado un sola vez, todo se limitaba a echar un “brinqueteo” mientras los “peleadores callejeros” se lanzaban “uppercuts” que nunca llegaban de lleno al mentón del oponente.
Aquel ejercicio pugilístico cansaba a los contendientes y alguien del “auditorio” ya cansado, solía gritar ¡ya, ya está bueno! O bien algún adulto al pasar nos correteaba, las “pandillas” se desintegraban y en bandada corríamos a nuestros barrios, a la vuelta de la esquina, donde nos sentíamos “a salvo”.
Luego comentarios en el zaguán de mi casa comiendo barquillos de cajeta ganados a Nicolás o gelatinas a Juan, en “volados”. A las ocho de la noche a bañarse a jicarazos y acostarnos, quisiéramos o no, pero la tertulia continuaba en nuestra enorme cama con tambor de alambre, donde dormíamos los tres, mis dos hermanos y yo, no sin antes seguir indicaciones de mamá de sacudirnos la camiseta, para expulsar las pulgas.
Comentábamos entre regocijadas risas los eventos de esa tarde, las gelatinas y barquillos engullidos “de gorra”, dábamos nuestro veredicto de quien había ganado la pelea, en fin, hacíamos una infantil reseña de la aventura del día. Aquellos diálogos aumentaban día a día la fraternidad entre nosotros, la televisión no era ni un sueño, al celular jamás lo hubiésemos imaginado.
Paco me contó que alguno de sus hermanos, ahora con hijos y nietos, aún vive en esa calle aunque esos chiquillos ya no corren en las banquetas, no juegan “volados”, no conocen el “can-can”, ni se “trompean” en las esquinas, porque la profusa muchedumbre, el tráfico apabullante y el Internet absorbente no lo permite, sus diversiones son muy distintas a las disfrutadas por los chiquillos de aquel tiempo, en los albores de la tecnología transformadora del entorno provinciano.
Encontrar a Paco fue un tirabuzón extractor del tonel de recuerdos del pasado y me permitió abrevar las burbujas frescas de aquella época inolvidable, porque me recuerda a la niñez y juventud tan diferente disfrutada con placer por los miembros de mi generación de los cuarenta.
Aquella época cada día se disuelve más en la bruma del implacable tiempo, que hoy siento como “un ventarrón” que nos arrancó la juventud, pero por fortuna siempre presente en el destiempo de mi Xalapa de siempre.
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