Por Roberto López Barradas

En México existe una gran tradición por el día de muertos, para recordar a todos los difuntos, son días de mucha nostalgia, y de sentimientos encontrados, ya que por un lado están los recuerdos de momentos inolvidables, sonrisas y lágrimas de felicidad, frases llenas amor, miradas cargadas de ternura, así como aquellas cosas que no pudieron suceder, recuerdos de palabras que no se dijeron, abrazos que no se dieron, heridas que no cerraron; todo junto en unos días en que las familias nuevamente se reúnen para honrar la memoria de sus seres queridos que han partido, siendo el día de muertos el pretexto ideal para reencontrarse con los que aún están vivos.

Es también, una ocasión para disfrutar de la comida típica de la época: el pan de huevo, el chocolate y los tamales, que en mi Estado de Veracruz, existe una gran variedad de éstos, que van desde los tradicionales de hoja de maíz de Xalapa (mole, frijoles, verduras, rajas con queso, pipián o dulces); pasando por los chocos de la zona de Naolinco; el Zacahuil y los tamales de camarón con calabaza de la zona de la Huasteca; los tamales canarios de la zona Xico, Teocelo y Coatepec; los tamales de Misantla de dedo (por la forma en que se comen); los chanchamitos y los cabecitas de perro de la zona del sur; y los tamales de elote de la zona del Papaloapan.

Me gusta mucho ver como vive la gente este día, con que emoción y devoción hacen los altares y colocan ofrendas en ellos para los seres queridos que han partido, pero sin duda el mejor altar es el que se pone en el corazón, con los recuerdos que tenemos de ellos, y la mejor ofrenda será nuestra forma de vivir, de tal manera que pudieran sentirse orgullosos de ver en lo que nos hemos convertido.

Perder un ser querido duele, sí, porque no queremos hacernos a la idea de vivir sin ellos, más cuando se trata de alguien especial, muy cercano, como un abuelito, mamá o papá, un hermano, primo, sobrino o un amigo al que le teníamos mucho afecto.

Cuando era niño, siempre me llamaba la atención ver que en mi familia tenían la costumbre de ir al duelo de quien había pedido a un ser querido; ahora, con el paso de los años, valoro mucho esa enseñanza.  Recuerdo que cuando mis hijos estaban pequeños, me preguntaban por qué lo hacía, me decían: Si ya se murió la persona, para qué vas? A lo que les contestaba, que era para acompañar a su familia, ya que son momentos difíciles en los que es muy reconfortante recibir el apoyo y consuelo de tus familiares y amigos.

Por otro lado, nadie desea ni piensa en morir pronto, y la razón es porque fuimos creados por Dios para vivir eternamente, desde que Él creó al hombre y a la mujer, pero fue a causa del pecado, que nos hace morir, porque la paga del pecado es muerte, como lo declara la biblia; pero muere el cuerpo más no el alma, porque el sacrificio de Jesús en la cruz, su sangre fue el pago por nuestros pecados y el nuevo pacto de Dios para nosotros, para la vida eterna, si reconocemos que Jesús es nuestro salvador y lo aceptamos como el Señor de nuestra vida.

Por ello, no debemos vivir con tristeza en el corazón permanentemente por la pérdida de un ser querido, por el contrario, debemos recordar los bellos momentos que pasamos junto a ellos, atesorar sus enseñanzas, sus consejos, sus buenos ejemplos que son el legado de amor que han dejado en nuestras vidas, cómo un sello en el corazón.

Y la forma más hermosa de honrar su memoria, es aferrarnos a la idea de volver a verlos de nuevo, que es la promesa de Dios para nosotros, la cual se encuentra en la primera carta a los Tesalonicenses, capítulo 4:14: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Jesús a los que durmieron en Él.

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