La capacidad de hacer preguntas es fundamental en el desarrollo de los seres humanos como grupo dominante en este planeta. Las preguntas surgen ante algo inesperado y para el que no se cuenta con explicación. Cualquier evento anómalo genera una respuesta, la cual puede variar ampliamente, desde rechazo o atracción, hasta un análisis profundo para esclarecer su causa. Todos los seres vivos tienen esa capacidad de responder ante estímulos, anómalos o no, conocida como irritabilidad o excitabilidad. La presentan desde las bacterias, las formas de vida más simples que conocemos, hasta los animales superiores y el hombre. Estructuras inertes acusan el efecto descrito por las leyes fundamentales de la física: acción-reacción.

Aquí nos interesaremos por los cambios físicos y mentales cuando el estímulo de alguna manera es inesperado. En el aspecto físico, por lo general movimiento, hay básicamente dos posibilidades: arco reflejo –involuntario- y conducta consciente. El primero va encaminado a evitar inmediatamente el estímulo, que por inesperado o agresivo debe ser evitado para disminuir la posibilidad de daño al organismo. Sabemos que el estímulo se transmite hasta la médula espinal y desde ahí se produce la respuesta, después de lo cual la información se envía a centros superiores y entonces se hace consciente la situación y se complementa la respuesta inicial. Pero nos interesan más las respuestas mentales, estas se pueden presentar sin necesidad de contacto directo, con tal que al menos un órgano de los sentidos (vista, olfato, audición) capte información.

Bajo este último supuesto por lo general se activa la curiosidad humana y surgen las preguntas: desde la más sencilla –qué- hasta las más complejas –por qué y para qué- la pregunta ¿qué? Busca identificar el o los elementos que participan: ¿qué cosa es aquello? Y es lo primero que deberíamos tener claro antes de tratar de obtener otras respuestas, aunque no siempre es así; una mente poco disciplinada tiende a saltar el orden necesario para llevar a buen término las pesquisas fundamentales. Así que lo primero debería ser identificar las cosas que participan como estímulo. Con frecuencia esto o resuelve la duda o abre el camino que nos lleva más fácilmente a la respuesta. Una vez identificada la naturaleza de los participantes es momento de pasar a otra pregunta.

Por lo general la que más nos interesa es ¿por qué?, pero siempre es útil pasar antes por una o dos preguntas complementarias de la primera. Estas son ¿dónde? y ¿cuándo? si respondemos a estas interrogantes podremos encaminarnos más atinadamente a la solución del por qué. Dónde se refiere, obviamente, a la situación espacial, de modo que podamos delimitar puntos de referencia que enmarquen las cosas que estamos considerando. Esto nos ayuda a localizarlas cuando no están a la vista directamente, pues a veces el entorno puede ocultar el objeto de estudio. De aquí se deriva además la utilidad de situar al o los objetos en ambientes diferentes, lo cual nos da nuevas pistas para la solución.

La pregunta ¿cuándo? Se refiere a su temporalidad, es decir, nuevamente tratamos de enmarcar al objeto, pero ahora se trata en realidad de un evento, o sea, un cambio; algo se modifica y esto nos daría pistas muy valiosas. Si no hay movimiento, no hay percepción del paso del tiempo, el objeto aparece estático y esta también puede ser una información valiosa. El tiempo, entonces puede tomar diferentes valores. La escala de medición puede variar ampliamente y usamos la que más convenga al caso, desde fracciones de segundo, como en el caso de las partículas subatómicas, hasta siglos o milenios, como en historia y astronomía. Sabemos que siempre hay algún tipo de movimiento, o así nos lo representamos; hasta una partícula subatómica aislada, como podría ser un electrón, tiene algún tipo de movimiento sobre su propio eje -spin-, concebido así  a fin de entenderlo. Interesa definir el tiempo en que un objeto sufre un cambio -evento-, para lo cual lo ponemos en contexto con otro cambio perceptible; así podremos saber el momento en que debería presentarse la modificación.

Si ya contamos con la información anterior -qué, dónde y cuándo- ahora podríamos abordar una de las preguntas más difíciles: ¿por qué? La otra pregunta también muy difícil es ¿para qué? Cuando me preguntó ¿por qué? Trato de encontrar otro evento que ha precipitado al que observo. Imagino que antes ha ocurrido algo que hizo que sucediera el evento de mi interés. Como es una situación imaginaria, existe el riesgo de que no sea real. En mi imaginación los eventos concuerdan, es decir, la causa se presenta primero, y si no se presenta, el efecto no sucede. Si fuera posible, cada vez que aplico la causa se presenta el efecto, o cada vez que observo que la causa se presenta, espero la ocurrencia del efecto. Pero no siempre esta concatenación de eventos es suficiente para asegurar que he descubierto la causa.

La naturaleza es bastante compleja en cuanto a la presentación de eventos, aunque al estudiarlos adecuadamente parece ser que la navaja de Ockam aplica –la solución más sencilla es la correcta-, sin embargo, ni estamos seguros de que siempre aplique esta navaja, ni es sencillo llegar a la respuesta más sencilla. Por eso en ocasiones creemos detectar un evento que suponemos causal, pero en realidad estamos observando la mezcla, imperceptible al principio, de dos cambios, de modo que bien podría ser la causa el evento oculto. Por otro lado, un evento causal puede ser la consecuencia de otra causa previa y no aparente. Todo esto nos complica avanzar en el conocimiento.

Nos topamos con que las verdaderas causas resultan muy difíciles de conocer, si no realmente imposibles. Siempre hemos creído que la ciencia se encarga de investigar y descubrir las causas de los fenómenos que observamos, pero debemos tener cautela. Aceptamos que la filosofía es muy atinada para preguntar, pero no ha sido así para responder, como muestra el hecho de que seguimos preguntándonos las mismas cuestiones que Platón formuló. Las ciencias se independizaron y pasaron a ocuparse de las causas inmediatas de los fenómenos, en tanto que las causas últimas le quedaron a la filosofía. Por eso la filosofía vigila –filosofía de la ciencia- el preguntar de los científicos, pero deja que estos aborden las causas inmediatas, donde la observación, los datos y los experimentos son determinantes.

Las causas de los fenómenos se suelen organizar en cadenas, de modo que toda causa tiene a su vez una causa, lo que nos lleva en una regresión que cada vez es más difícil de resolver, hasta que llegamos al origen último. Para el caso de la física, la más dura de las ciencias fácticas, esto termina en una singularidad, punto último en el que ya no aplican las leyes físicas que conocemos. La ciencia ya no puede responder, pues su principal herramienta –las leyes de la naturaleza- no son útiles. Y si a todo fenómeno le podemos aplicar la cadena de causalidad, como hasta ahora nos parece, la ciencia en realidad no trabaja con las verdaderas causas. Mucho menos con las intenciones o propósitos de los fenómenos naturales -¿para qué?- Debemos cambiar la pregunta y aceptar que solo podemos llegar a las causas inmediatas, que si bien se ve, no son causas en realidad, pues a su vez son causadas. ¿Recuerdan el motor inmóvil y la causa incausada de la filosofía clásica?

A fin de cuentas la ciencia tiene que cambiar su pregunta básica: en lugar de ¿por qué?, trabaja con ¿cómo? ¿Cómo los eventos que presenciamos han llegado a ser como los observamos? Así evitamos el problema de la regresión hasta el principio, del cual no sabemos responder realmente. Una vez que tenemos un supuesto, más allá del cual renunciamos a indagar con las herramientas que actualmente tenemos, las ciencias fácticas pueden intentar explicar cómo se han venido generando los cambios y cómo se espera que continúen. Así que la ciencia no puede contestar todo. En el fondo hay un gran misterio: la singularidad. Si no pretendemos desentrañar más allá de este punto, la ciencia nos podrá conducir con relativo éxito. Nada podemos decir de nuevas herramientas y conocimientos que aún no tenemos y que por lo tanto no podemos confiarles la conclusión de que llegaremos a entenderlo todo.

Entender los cómos nos ha permitido llegar hasta donde estamos y todavía queda mucho camino por recorrer antes de llegar  frente a la singularidad. Si alguna vez estamos en este punto, ya veremos qué hacer, pues se habría terminado el estímulo que a lo largo de la historia nos ha ms ha mantenido ocupados, con la esperanza de entender. Por lo pronto, estamos ante un universo inmenso del cual vemos solo una minúscula fracción, calculada en alrededor del 5%, de modo que la ciencia aún tiene un muy largo camino por recorrer, contestando preguntas acerca del cómo ha sucedido el cambio a partir de una minúscula fracción de segundo tras el big bang. Detrás de este no parece que tengamos muchas herramientas, y en todo caso, quizá logremos llegar hasta un estadio previo al big bang, pero no al origen mismo, el cual se habrá retraído más allá de nuestro alcance.

En los confines del pensamiento humano, del por qué y para qué, podemos pensar muchas cosas, pero la ciencia no es especulación, requiere demostraciones y pruebas y tal parece que estamos ante un muro de granito, ante el cual estamos armados con cinceles y martillos de goma. Podemos apelar a la confianza en nuestras capacidades, que a lo largo de milenios nos han sacado adelante. Bien. Tenemos confianza en que el futuro será igual al pasado, pero no estamos seguros de que sigan operando las mismas leyes más allá de la singularidad.  Avizoramos  un reto formidable y aún los científicos más recalcitrantes enfrentan una sola salida: la divinidad, más allá de figuras  fundadoras de religiones. ¿La ciencia encuentra a Dios? ¿La ciencia se rinde ante Dios?

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