Pensar es una actividad cerebral, supuestamente la mejor que tenemos y la mejor que conocemos de cierto en este mundo. Nos permite encontrar sentido a lo que nos rodea, es decir, entender. Claro que estos términos (pensar, entender y otros similares) son difíciles de captar en todo su potencial. Todos pensamos, lo sabemos hacer con diferentes grados de efectividad.

Ahora nos topamos con tres conceptos relacionables a pensamiento y entendimiento: eficacia, efectividad y eficiencia, que nos permiten categorizar diferentes actividades, de modo que no basta con hacer las cosas, hay que hacerlas bien, pero este término puede ser ambiguo. Se dice que una acción, o su resultado son eficaces si se logra realizar la tarea propuesta o planeada. Cuando nos referimos a eficiencia introducimos otro parámetro que nos permite precisar qué tan bien se ha hecho algo, según los recursos que hemos aplicado.

Eficaz: cumplió la misión. Eficiente: cumplió aplicando los menos recursos posibles. Efectividad resulta de lograr eficacia y eficiencia. Así que no basta con lograr el resultado, ni tampoco basta con emplear pocos recursos. Si se obtiene el producto previsto a costa de grandes inversiones, el resultado no es del todo satisfactorio. Pensemos en un general que logra tomar una posición enemiga, pero tiene un gran número de muertos entre sus filas. Será más efectivo quien demostró eficacia (logro) y bajos costos (ahorro).

Con el pensar sucede algo similar: pensamiento eficaz logra resolver el problema, eficiente: lo hace rápido y sin usar calculadoras, o lápiz, o papel u otros recursos. Entonces es más efectivo quien resuelve problemas más rápido, suponiendo que el resultado es correcto. Una persona normal requiere al menos lápiz y papel para resolver problemas aritméticos. Una persona de alta inteligencia lo hace “a la memoria”, y a veces le toma muy poco tiempo. Así vemos que hay cerebros más efectivos que otros, pues son capaces de resolver problemas rápido y sin apoyos externos.

La efectividad cerebral parece residir en un conjunto de capacidades que se pueden poner en juego simultáneamente de manera muy rápida. Veamos: multiplicar dos cantidades de tres cifras cada una requiere para una persona normal multiplicar uno por uno y trasladar los excesos de 9 a la siguiente columna a la izquierda, pero cuando pasamos a la siguiente etapa lo más probable es que ya no podamos tener presente la cifra anterior. Por poner en juego la siguiente operación hemos tenido que desatender la anterior. O mantenemos la memoria de la cifra previa, o realizamos la siguiente operación. Eso es lo normal.

Como consecuencia de lo anterior, o nos equivocamos más (baja eficacia) o nos tardamos más y usamos lápiz y papel (baja eficiencia). Aún no entendemos qué es pensar ni cómo lo hacen los “genios”. Cuentan de un muchacho al que llamaban el “matemágico”, capaz de resolver larguísimas cuentas, con todo tipo de operaciones, apenas terminaban de dictarle las cifras y cálculos a realizar. Cuando le preguntaron cómo podía hacer las operaciones tan rápido, contestó: “¿cuáles operaciones? Yo solo veo el resultado y se los digo.”. El caso es que algo sucede en el cerebro de las personas cuando piensan.

Quizá podríamos empezar por decir que pensar abarca una primera etapa de procesamiento que consiste en grabar la información básica, al menos en la memoria de corto plazo. Luego esta información es entrelazada con sus diferentes componentes y ubicaciones en el cerebro, según el órgano de los sentidos (vista, tacto, oído, gusto, olfato) por el cual entró la información que se ha grabado. Este cruce de información se conjunta de alguna manera un tanto misteriosa aún y de ello se obtiene una conclusión. Es como poner ante nuestra vista un conjunto de fotografías y entonces encontramos un patrón entre ellas.

Cuando podemos relacionar datos diversos en un todo “de trabajo” somos capaces de encontrar similitudes y diferencias. Si las ponemos todas juntas al mismo tiempo resaltan coincidencias y diferencias. Detrás de estas impresiones hay toda una historia de eventos pasados que nos capacitan para comparar. Finalmente, de esta conjunción y comparación emerge nueva información, procesada por nosotros.

Así tenemos datos de los sentidos, más datos de conjunción de los anteriores y finalmente datos internos comparativos. Entre estos procesos de captar-conjuntar-comparar se encuentra la capacidad de pensar y entender eventos externos aparentemente inconexos y que nosotros asociamos e manera más o menos estándar, pues aunque todos contamos con estructuras y funciones cerebrales equivalentes, ni son iguales de origen, ni se desarrollan de la misma manera, pues esto depende de muchos factores, desde la herencia, alimentación, enfermedades parecidas y eventos educativos y sociales.

La clave me parece que se encuentra en conjuntar. Obviamente es necesario captar y almacenar temporalmente los datos externos, así como encontrar diferencias-similitudes. Estos dos procesos se entrecruzan justamente en la conjunción de información, la cual depende de rutas y redes neuronales únicas para cada individuo, ya que dependen de múltiples factores y sería muy poco probable que se repitieran. Esto equivale a que le pregunten a alguien por las diferencias entre dos fotografías, pero en una el paisaje se captó incompleto, o bien, de entre varias fotografías algunas se mandaron por correo postal y otras por vía informática, de modo que no están todas disponibles en el momento de la comparación.

Si mandamos a una persona a un lugar siguiendo cierta ruta y otra por vías diferentes, obviamente no llegarán al mismo tiempo y se perderá parte de la conjunción de los datos que cada persona aportaría. Entre más neuronas y mejor intercomunicadas estén, más rápido llegará la información a un centro de procesamiento para trabajar con ella. Si algunos datos no llegan, las conclusiones serán de menor alcance y se pensará de esa persona que no es tan inteligente, es decir, menos efectiva.

La confluencia de información es vital, pues permite dibujar el cuadro “completo” de una situación de interés. Obviamente, el término “completo” es siempre relativo. No se ve el mismo cielo nocturno estrellado a simple vista que con un telescopio y tampoco con un gran telescopio situado en un observatorio, o mejor aún: en el espacio fuera de la atmósfera, de modo que lo “completo” de la información depende de los medios que se tengan para captarla. Entre más piezas de mecano tengamos, más complejo podrá ser el artefacto que armemos. De ahí que la capacidad de observación sea crítica: quien mejor observa, más información (datos) posee.

Tras reunir todos los datos disponibles viene la tercera etapa: detectar/comparar. En este punto se logran varios resultados, al menos cuatro. A saber: presencia de un dato; lo podemos caracterizar (tamaño, forma, color, etc.), pero no lo relacionamos con ningún otro. Podemos también detectar ausencias, lo cual depende de nuestros recuerdos y antecedentes. Así sabemos si algo puede o no formar parte de la conclusión. En tercer lugar podemos poner juntos (conjunción) dos datos, o más, y al compararlos decidir si ambos pueden ser correctos o se pueden agrupar por su similitud. En cuarto lugar podemos comparar y decidir que solo uno, o unos, pueden ser correctos, o empleados, de modo que un elemento será excluido, como cuando nos dicen “¿café, o té?”, que es muy diferente a “café y té”.

Con estas cuatro posibilidades que surgen tras presentar o comparar podemos obtener muy valiosas conclusiones. Cada una de estas tomará un camino diferente, con lo que llegaría a diferentes centros cerebrales que ejecutan acciones y se manifiestan como una conducta determinada, lo que hace evidente que se tomó una decisión. Parece una explicación muy simplista, sin embargo, cuando participan millones de datos (piense cuántos datos conjunta la figura de una persona, o de una casa) y millones de neuronas que se interconectan con muchas otras a través de cableado muy fino, abundante y redundante, resulta una complejidad asombrosa, más allá de nuestra capacidad de imaginar y comprender.

Veamos una pequeña muestra de complejidad. Nuestro cerebro tiene unas cien mil millones de neuronas (tantas como estrellas tiene la Vía Láctea, o más, que es la galaxia en que vivimos). Cada neurona recibe unos 50,000 cables provenientes de otras tantas neuronas situadas en diferentes partes del cerebro, cada una con funciones diferentes, es decir, envían ciertas señales cuando reciben con sus 50,000 prolongaciones, otros tipos específicos de señales. Y si calculamos solo dos posibles estados para una neurona –prendida o apagada, es decir, enviando señales eléctricas, o permaneciendo en silencio-, la cuenta se sale de toda posibilidad de comprensión: 100,000,000,000 x 50,000 x 2 = número de posibles estados cerebrales/mentales, que resulta ¡superior al número de átomos calculados en todo el universo!

Con tal complejidad es fácil darse cuenta de la maravilla que traemos dentro de la cabeza todos y cada uno de nosotros. A veces no funciona del todo bien, a veces desarrolla caminos y conexiones aberrantes y obtiene conclusiones irreales –esquizofrenia-. A veces desarrolla zonas que se activan fuera de control y armonía y ocasiona convulsiones –epilepsia-. A veces desarrolla poblaciones de células que se multiplican fuera del programa que nos hace estar sanos –tumores-. En otras ocasiones sufre zonas de muerte neuronal y se pierden capacidades -infarto cerebral-.

Y con todo y eso es la estructura más compleja conocida en el universo. No cantemos victoria porque en cualquier momento nos enteramos que hay otros cerebros mucho más avanzados que el nuestro en algún planeta tan perdido como el nuestro en este inmenso universo en que vivimos. Obviamente, en este corto espacio solo podemos dar una revisión muy somera de la verdadera complejidad cerebral. Usémosla y no dejemos que ChatGPT, Bard, Bing y otros nos sustituyan, pensemos nosotros y dejemos que ellos hagan los rápidos cálculos que nosotros no podemos.

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