Una tarde lluviosa, habiendo leído un buen rato, hurgué en las viejas páginas de mi diario personal y encontré un texto salido de mi espíritu, puño y corazón. Me transportó tres décadas atrás, a un lejano día cuya vivencia quedó plasmada en esas páginas que forman parte de mi vida y al volver a leerlas disfruto otra vez los pasajes grabados con mi letra, en esas viejas hojas de papel celosamente guardadas  y que cada día más venero.

Fue un  domingo de hace treinta y tres años,  la tarde me parecía vacía y triste; la hora parda se había adelantado, eran las dos, parecían las seis, el frío y la niebla vespertina del mes de octubre hacían más gris el entorno y acentuaban mi melancolía, al respirar, el viento helado penetraba hasta mi alma y corazón. Retando a la intemperie, salí a recorrer las calles vacías de mi ciudad.

Conducía el automóvil y  sin proponérmelo, me encaminé hacia un pueblo serrano cercano, colgado en las laderas de los  cerros circundantes. En el trayecto vinieron a mi mente recientes sentimientos de mi vida cotidiana: mi pequeña hija Fer y Xime,  que estaba por venir, mi  entrañable amigo que había muerto días antes, la reciente partida de mi padre hacia la eternidad.

El pueblo lo encontré cobijado por un cielo intensamente azul, “…sin una nube en qué apoyar los ojos”, sin embargo se veía desértico, algunos visillos se levantaban subrepticios cuando mis pasos resonaban en “los chinos” de las  callejuelas. Era una tarde fría de domingo en un pueblo de montaña, bordado en una estampa del pasado.

Caminando sin rumbo diseñado, encontré el  cementerio ubicado en el centro del poblado. La vetusta reja carcomida por la herrumbre centenaria, al abrirla con ayuda del viento que corría sentí una caravana cortés, de invisible bienvenida. No me resistí y entré. Casi floté entre las tumbas solitarias; las de adelante bien conservadas,  ya con flores, pintadas de colores, muestra indudable de la visita reciente de los deudos. Hacia el fondo encontré sepulcros cada vez más viejos, semi derruidos, sin evidencia de ser  motivo de recuerdo alguno, “Dios mío, que solos quedan los muertos”.

Hasta atrás,  protegidas por el muro guardián de su desnudez, descansaban varias lápidas desgastadas, cuyas inscripciones casi ilegibles, apenas se dejaban ver a través de la alfombra de musgo oportunista. Entre diversos epitafios que ensalzaban las bondades terrenales del finado, a veces muy  semejantes entre sí, una en especial llamó mi atención: aquella vieja loseta, mohosa y semi hundida en la tierra pantanosa era una imagen evocadora de lo arcaico y olvidado; fecha esculpida 1897, ya no se lee nombre, edad ni sexo.

El epitafio, semi borrado por el desgaste del tiempo, me emocionó y nunca lo he olvidado. Debió ser una mujer quien  fue capaz de inspirar algo así a un ser amado, siento que fue un hombre enamorado el autor de este pensamiento en la piedra centenaria, describe la  bondad de quien ahí yace y el respetuoso amor de quien la sepultó. La leyenda de la misteriosa lápida es una confirmación de amor, un sentido homenaje, dice así: “Siempre sembraste belleza, jamás dejaste de darla, la que germinó en mi alma te mantiene junto a mí”.

Casi dos centurias habían transcurrido, la  tumba había guardado esas palabras,  perpetuando la dulzura de un ser viviente en  ese bucólico poblado y de alguien que la amó, y mucho, aunque hoy nadie sepa quién mora en ese rincón del camposanto ni quien fue ese amante fervoroso.

Emprendí el regreso, disfrutando la humedad transparente del paisaje. Al arribar a Xalapa, el tiempo era más frío, nebuloso, la lluvia fina y tupida penetraba cariñosamente hasta los huesos, obligando a “arrebujarse con una suave lana”, haciendo más bella a mi ciudad.

La vida nos brinda sentimientos, bellezas naturales y espontáneas,  nosotros labramos las tristezas a conciencia. Buscar lo bello da oportunidad de encontrarlo, me conforta esto porque, habiendo sido necro fóbico habitual, ese día encontré un mensaje de frescura y vida eterna, en un cementerio.

hsilva_mendoza@hotmail.com

 

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