Por Pedro Chavarría

En una plática reciente con compadres que aprecian y practican aún la lectura por placer, me surgió la idea que hoy quiero compartir con ustedes. Todo empezó con una noticia acerca de cómo las memorias, o recuerdos, no solo se almacenan en el cerebro, sino también en otras células del cuerpo. Siempre hemos creído que el cerebro era el asiento único y privilegiado, pero por ahí andaban indicios de que había algo más, lo que me llevó a recordar algunos eventos y experiencias del pasado relacionadas con estas ideas.

Me vino a la mente de inmediato cómo interviene lo que llamamos “memoria corporal”, por ejemplo, cómo un basquetbolista lanza al aire una pelota que describe un arco y va a atravesar un aro distante. Vemos cómo realiza un pequeño ritual que involucra muchas partes del cuerpo, de manera destacada hombro, brazo, muñeca y mano. Lanza la pelota con gran confianza y mueve la mano de forma estereotipada, es decir, repite los mismos movimientos exactamente iguales; es más, los ensaya antes, sin pelota; adopta posiciones, mueve brazos y manos, hace como que lanza, repasa, como alguien que tiene que decir algo importante. El cuerpo tendrá que mostrar que “aprendió”.

Aun cuando no tenemos oportunidad de ensayar ni pensar siquiera, el cuerpo muestra que aprendió, recuerda y ejecuta con éxito variable, según lo que le hayamos enseñado, con ello el tiempo dedicado, las repeticiones minuciosas y exactas que hayamos hecho, sin olvidar que cada cuerpo, incluido el cerebro, tiene una capacidad, facilidad e inclinación por algunas actividades más que otras. Muchas actividades corporales se asocian fuertemente con sensaciones placenteras, sea por la excitación producida, o por el contrario, por la paz y sosiego que producen.

Indudablemente que el cerebro monitorea muy cercanamente nuestros movimientos corporales específicos y de ello deriva sensaciones de bienestar, alegría, paz, o algo equivalente. Pensemos en el caso del baile: indudablemente refleja regocijo e incluso permite expresar pensamientos y sensaciones profundas, como nos muestra el ballet.

En alguna ocasión tuve oportunidad de sentarme ante un piano, y aunque no sé música tenía intenciones de aprender a tocar algo, y nada menos que “Para Elisa”, aunque solo con la mano derecha, de modo que le pedí a mi esposa que me indicara qué teclas pulsar y medio lo iba siguiendo en la partitura, como ella me indicaba. Nunca había “tocado” un piano, ni tampoco eso que hacía era realmente “tocar”, pero me daba el enorme gusto de oír el sonido que yo mismo producía y que reconocía. Me costó trabajo, y solo era la mano derecha.

Tras unos días ya podía “tocar” de corrido una pequeña parte. Llegué a tocar una página de la partitura, con las limitaciones y torpezas de un principiante añoso. Lo interesante no fue el mérito artístico, ciertamente minúsculo o inexistente, sino el movimiento de la mano.

Sentado ante el teclado di en observar mi mano. Llegó a parecerme autónoma. Se movía sola, con precisión, ya casi sin cometer errores, sin que yo, conscientemente tuviera que dirigirla. La mano “tocaba sola”, inclusive sin que yo le prestara mucha atención. Podía leer la partitura y la mano no se desviaba. Claro que fueron solo unos días, una mano y un fragmento. Ni siquiera pensé en incorporar la mano izquierda. ¡No me imagino siquiera las operaciones
cerebrales, ni corporales coordinadas para que las dos manos hagan al unísono movimientos diferentes y a distintos tiempos!

Vemos a músicos profesionales: tocan, bailan, cantan, atienden a otros participantes y muchos pueden tocar varios instrumentos que requieren diferentes habilidades manuales. Indudablemente los músicos sienten y gozan la música y muy probablemente diferentes piezas, o segmentos de ellas les generan sensaciones corporales, localizadas algunas en regiones corporales muy específicas. Pero no solo los músicos y bailarines, donde muchas partes del cuerpo hacen lo suyo. Veamos el caso de una mujer que teje. Sentada, solo mueve sus manos, hombros y brazos son solo meros apoyos para la destreza manual. Las manos parecen moverse solas, pues la tejedora puede estar incluso a oscuras y viendo una película mientras avanza sin apenas cometer errores.

Se ha relatado también la peculiar situación en que un recuerdo muy emotivo, sea por feliz o infeliz, genera no solo imágenes mentales que recrean la escena en cuestión, sino que trae nuevamente a la percepción olores, sabores, sensaciones corporales que estuvieron relacionadas cuando ocurrió aquello. El cuerpo, que aparentemente no podría tener memoria, resulta que sí la tiene y se manifiesta plenamente. Se puede “sentir” incluso la brisa del mar,
o el calor de los rayos solares cuando recordamos algo que se ha grabado intensamente en nuestra memoria. El cuerpo sabe lo que tiene que hacer y sentir.

Curiosamente, cuando queremos dirigir conscientemente a nuestro cuerpo para que haga lo que ya aprendió, todo sale mal. Lo mejor es confiar en nuestro cuerpo y dejarlo hacer si lo hemos preparado adecuadamente. Si no, aun con dirección cerebral consciente y enfocada, fallará. Muchas actividades corporales resultan hasta un tanto misteriosas, como aquella tan común de caminar. Una pierna adelanta a la otra y la punta del pie se levanta a fin de que el talón apoye primero. No hay que dirigir nada. Más complicado pasa con andar en bicicleta.

Difícil explicar lo que hay que hacer para no caer. Mantener la vertical y/o inclinarse pronunciadamente sin caer es algo que el cuerpo aprende y transmite. Algunas actividades requieren concentración antes de empezarlas, pero las instrucciones básicas son eliminar distractores y dejar que el cuerpo haga lo que sabe hacer, siempre y cuando le hayamos procurado esa habilidad y la pueda ejecutar con su memoria propia si no hay factores externos o internos que se lo impidan. Tras años de montar en bicicleta, las personas suelen ejecutar lo necesario de manera bastante aceptable. Cada músculo “sabe” qué tensión aplicar y justo en qué momento, con precisión asombrosa, como nos muestran músicos, deportistas, artistas y artesanos.

La repetición juega un papel muy importante, hasta cuando se hace inconscientemente, solo que suele tomar más tiempo lograr que la ejecución sea impecable. A veces ni siquiera se necesita pensar. Como aquello de aplicar el freno en situaciones de emergencias vehiculares. No se necesita pensar y no da tiempo de pensar. Se ha logrado la automatización: el cerebro descarga su responsabilidad y delega las funciones y decisiones a un grupo de células
musculares, o sensoriales, que pueden actuar por sí solas, casi sin dirección, o al menos sin dirección consciente.

Recuerdo ahora una situación que viví cuando era estudiante de licenciatura. Durante una clase se trabó el proyector de diapositivas, de esos que ya no hay; me levanté para destrabarlo justo cuando el maestro preguntó cuál era la fórmula de un compuesto. Sin darme siquiera cuenta de lo que decía, la dije de un solo golpe, sin dudas ni tropiezos, con absoluta certeza. Para cuando llegué al proyector en el fondo del salón me sorprendí preguntándome qué había dicho. Lo dicho lo dije sin pensar, sin darme cuenta de lo que decía, sin querer decirlo, sin decidir que lo haría. Casi juraría que fue mi laringe la que habló sola y me había metido en un problema. Lo que salió, salió sin mi consentimiento. Tan solo salió. Como si apretaras una botella de plástico llena el tapón, o el chorro de líquido salieran en automático.

Cuando algo se practica lo suficiente, alguna o algunas partes del cuerpo responden solas. Tras muchos ensayos, el número varía según condiciones ya mencionadas líneas atrás, el cuerpo aprende y se independiza del control cerebral consciente; actúa por su cuenta en lo tocante a decisiones y secuencias. No pretendemos que músculo alguno se pueda mover sin recibir órdenes cerebrales/medulares de actuar, salvo que de manera experimental se aplique corriente eléctrica, como en aquellos trabajos con músculo de rana en que se logra la contracción con una corriente eléctrica artificial y externa. La señal de iniciar la acción debe venir del cerebro y con ello inicia una cascada indetenible de movimientos secuenciales que tienen un objetivo. Hasta cuesta trabajo interrumpirlos cuando ya se hallan en desarrollo.

Entonces, un objetivo deseable es pensar y dirigir meticulosamente cierto número de repeticiones precisas para no tener que pensar más adelante, es decir, lograr la automatización, que resulta de la memoria corporal, tan fluida que a todas luces aparenta ser autónoma. Esto aplica en innumerables casos. Uno de ellos es el discurso, hablado o escrito.

Cuando hablado es más temido, porque no hay oportunidad de aplicar una tecla de retroceso sin que se note, como bien saben los locutores y quienes eventualmente realizan funciones equivalentes, es decir, hablar en público. Hablar en público también puede mecanizarse parcialmente y liberar al cerebro consciente al menos por unos segundos, para mientras se habla pensar en lo siguiente que va a decirse como parte medular del discurso. Cuando ya sabemos cómo hacer entradas, presentaciones e introducciones, el discurso fluye naturalmente y nos permite adelantar en las ideas que sean realmente originales. Entradas y cierres tienen estructura conocida y no pueden variar mucho, o ya no se entiende qué papel juegan en el discurso completo. Así, podemos tener ya preparadas y automatizadas presentaciones, saludos, agradecimientos, despedidas y cierres.

Podemos acumular una cierta cantidad de variaciones, para no sonar siempre igual y concentrarnos en las nuevas ideas y aportaciones que queremos dejar en quienes nos escuchan, o nos leen. Así, la memoria no solo se ejerce en el cerebro y con pensamientos, sino también con movimientos corporales, incluida la vocalización, por no decir de la escritura. Tocar un instrumento no cualquiera lo hace, en realidad no se espera que sepamos hacerlo, aunque sí
es muy deseable, a cualquier edad, pero más en los niños. Lo mismo pasa con los deportes y el baile: no todos tenemos las habilidades necesarias, sin embargo, hablar, leer y escribir debería ser un ejercicio más presente en todos nosotros, sobre todo en la gente joven que ha venido perdiendo la capacidad lectora, limitada, como decía un amigo: a 140 caracteres; leer más que eso, se antoja una tarea fatigosa. Se necesita entrenamiento, lo que consume tiempo, que no todo mundo tiene, pero los jóvenes seguramente se beneficiarían mucho leyendo, escribiendo y hablando, ensayando discursos para diferentes ocasiones e introduciendo variaciones surgidas desde sus cabezas. Gracias por leerme.

P.D. Mientras escribía estos párrafos recordé un cuento que leí hace ya muchos años y que confundí con otro acerca de la automatización de movimientos. Como quiera que fuera, busqué el librito. Como no lo hallé en mi biblioteca, lo volví a comprar en Amazon Kindle, que es donde leo ahora. Encontré una versión increíblemente barata de cuentos de Jack London, donde viene aquel que recordaba mal. El título puede variar un poco según la traducción, pero se refiere a un bistec o filete. Una obra maestra. Y no se trata de cocina, sino de boxeadores. Se los recomiendo. Ya encontraré aquel que yo creía era este.

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