Dedicado a los niños de 1950, cuando todos lo días eran “Día del niño”, pretendiendo reconfortar el espíritu de los xalapeños de origen y de  corazón que tuvieron la fortuna de ser niños en los años cincuenta del siglo pasado y vivirlos en Xalapa, hermoso girón de la provincia mexicana.

Hice una caminata vespertina por la calle Belisario Domínguez, entre Morelos y Leona Vicario. A pesar de haber pasado por ahí multitud de veces en el curso de mi vida, siempre al volver, los recuerdos vuelven a mí con la intensidad del ayer, esa tarde mi imaginación me hizo regresar, como máquina del tiempo, a aquellos días de mi infancia en los años cincuenta cuando viví en esa calle. Vinieron a mi mente muchos momentos que animaron aquella época, de aquel Xalapa, de aquel barrio.

Belisario Domínguez era una angosta callejuela, como hoy, pero empedrada. A los lados corría un hilo de agua fluyente de las casas porque no tenían drenaje. En “mi cuadra” había tres postes de madera, de contorno irregular, con “nudos” y enchapopotados, en cuyas puntas colgaban sendos focos, cubiertos por campanas de lámina pintadas también con chapopote.

El único vehículo que yo veía pasar en la mañana y en la tarde era un camión de redilas rojo, en cuyas puertas exhibía la imagen de un charrito bigotón y cascorvo, símbolo  de Petróleos Mexicanos, era conducido por un señor de apellido Parra, que vivía en Morelos, el paso del camión interrumpía el silencio de la calle, con el sonido de los “tambos de tractolina” que trasportaba, al golpearse éstos por el zangoloteo, propiciado por el irregular empedrado donde transitaba. Aquel traqueteo entre los tanques era un sonido vespertino familiar.

Por las tardes los chamacos del barrio, Tolín,  Juan, “El Cuco”, mis hermanos Rico, Marco y yo, esperábamos ansiosos a “Juan el gelatinero”, para jugarle “volados” y con frecuencia, saquearle la vitrina, no tanto por suerte sino por las trampas que solíamos hacerle con una moneda de “dos caras” que teníamos, sacada quien sabe de donde por “El Cuco”. Luego de consumar tal fechoría salíamos corriendo con las gelatinas en las manos y al grito emitido por “El Cuco”… “¡ALOCOTUP…!”   si lo lee usted al revés entenderá su significado… y nadie queríamos ser el de la cola, porque los otros nos daban “pamba” al llegar a nuestra guarida,  un gran terreno baldío en lo que actualmente es el almacén del IMSS, en la calle de mis recuerdos, Belisario Domínguez.

En la confluencia de Belisario Domínguez, Barragán y Morelos había una tienda, con un gran mostrador y anaqueles de vitrinas de madera, en un local muy alto, con techado de tejas, en él podrían caber dos pisos de los edificios de hoy.

La dueña se llamaba Felícitas (con el acento), una anciana de aspecto porfiriano moradora de ahí, durante quizá cincuenta años. Recuerdo con deleite gástrico y nostálgico aquel pan que le comprábamos, los “chamucos”, “puros” , “campechanas”, “laureles”, “michas” y “teleras”, todo a cinco centavos. Le comprábamos un peso y doña Félix, como le decíamos a Felícitas, nos despachaba veinte piezas de un tamaño de más del doble de las que hoy valen veinticinco pesos. Veinticinco pesos con los que hoy podríamos comprar 500 panecillos de a cinco pesos, pero no de aquel tamaño ni tan sabrosos. Cosas del tiempo, cosas de un ayer inolvidable.

En el extremo, esquina de Belisario Domínguez, calle del Dique y J.J. Herrera, había dos tendejones de abarrotes; “La jarochita” de un señor inolvidable a quien le decíamos “El pelón” y, enfrente, “El volcán” de Don Ramón y Don Carlos Zulueta, de gratos recuerdos.  Ellos le “fiaban” a mi mamá el mandado diario y llevaban la cuenta en un “cacho” de papel de estraza, con el nombre de mi mamá “Sra. de Silva”, escrito con lápiz. En esas tienditas hacía yo precisamente el “mandado” diario, aquella no era época de despensas en supermercados, eran tiempos de vivir al día, eran tiempos de cinco centavos.

A la vuelta, por el Dique, había unos lavaderos públicos, ubicados donde hoy es la Casa de Artesanías, ahí me escondía después de mis pleitos callejeros escenificados a un lado de la eterna carpa de títeres y a veces un carrusel de “caballitos”, situados frente a la escuela Ferrer Guardia y en las que la entrada a una tanda o una  “vuelta en los caballitos”, costaban cinco centavos.

Recuerdo ahora al organillero que al anochecer entonaba con su característico sonido aquel, “Amor de la calle”, “Farolito” o “Perdida”, melodías que hoy al escucharlas me traen a la mente la imagen de cómo era ese que fue mi barrio, cuando fui niño. Y, fíjese usted que, a veces, con la melodía percibo el olor a breva madura o a zapote blanco, árboles a los que mi patio les brindó calor y humedad para ser prolíficos frutales que endulzaron mis años infantiles.

Algo que vive en mi recuerdo nítidamente, son aquellas mañanas de domingo de la lejana década de los años cincuenta, cuando con mis tres hermanos, íbamos a “La jarochita” o al “Volcán”, con nuestro “domingo”, una “peseta”, moneda pequeña, de plata con valor de veinticinco centavos,  a comprar “peritas de anís”, “panelitas” o “trompadas” de a centavo y con cinco de ellos, obteníamos cinco dulcecitos  disfrutados con tal placer que aún me emociona.

Después nos íbamos corriendo cuesta arriba por Barragán, hasta el principio de la calle de Lucio a una dulcería llamada “Luxus” en donde esperábamos ganarle a  la máquina aquella y nos premiara con algún juguetito, pescado por la tenaza activada al depositar en la ranura una monedita de a cinco centavos. Por el mismo costo, comprábamos un “esquimo”, paletas heladas cubiertas de chocolate que empezaban a popularizarse en la inolvidable Xalapa y eran un deleite de domingo.

En aquel tiempo no disponíamos de gran variedad de diversiones de hoy, pero no por eso dejábamos de disfrutar de la vida. En “La jarochita” había un teléfono, de aquellos negros y toscos, fijado en la pared. Me costaba cinco centavos llamar a la radiodifusora XEJW y le pedía al locutor don Lorenzo Arellano me complaciera con melodías de moda. Luego salía corriendo hasta mi casa, a media cuadra, a escuchar las canciones, en  el momento de la dedicatorio: “Ahora para nuestro amigo Beto Silva, de Belisario Domínguez, “Sombra Verde” con la orquesta de Luis Arcaraz” esa dedicatoria para mí, me hacía feliz y satisfecho de ser tomado en cuenta, allá por los años cincuenta.

Una vez agotada “la peseta de domingo”, los chiquillos del barrio nos íbamos a “los barriales” a un lado del estadio xalapeño. Eran unas barrancas causadas por dos cerros cortados a tajo y  por la constante lluvia vespertina se hacía un lodazal de barro, por el que nos deslizábamos, dando al traste a nuestros quizá únicos pantalones y de paso a nuestras nalgas sobre las que descendíamos vertiginosos hasta el camino, lleno de barro viscoso y piedras a granel.

Ese sitio inolvidable hoy es un paso asfaltado, va del estadio a los lagos entre la loma donde se ubica el hospital del IMSS y la otra donde está la Rectoría de la Universidad Veracruzana. Ahí la diversión no nos costaba ni un centavo, aunque al llegar a casa el precio sería un buen regaño y quizá una sonora nalgada, por las condiciones desastrosas de la ropa capeada con barro y miríadas de hojillas de verde pasto que cubría aquellas lomas inolvidables de los años cincuenta.

El regreso a casa, ya obscurecido, era maravilloso, el día ¡había sido digno de vivirse! Todo lo que nos hacía felices a los diez años, costaba solo cinco centavos, o simplemente nos lo regalaba… la vida.

Imborrables recuerdos del “Xalapa… de cinco centavos”, que fue tan fugaz, como nuestra infancia.
hsilva_mendoza@hotmail.com

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