Por Claudia Anette Huerta Pérez
Desde el nacimiento, cada individuo es nombrado e inscrito en un orden simbólico que lo antecede y define sin su consentimiento. No elegimos nuestro nombre, pero nos acompaña, nos identifica ante los otros y, sin embargo, nunca nos pertenece del todo. Observamos la facultad del habla ante una cuestión completamente natural como la de caminar o la de respirar, cuando en realidad esa “naturalidad” es solo una impresión ilusoria, no es algo meramente biológico, inmanente al individuo sino que depende de las circunstancias sociales y culturales que vamos transitando, pero un día en particular, sin saber cómo, vemos la verdad, nos descubrimos prisioneros de él.
1. El Nombre como Cárcel
Un nombre es una prisión con barrotes de sonido y letras. Nos enuncia, pero también nos delimita. Nos convoca, pero también nos confina. En él está inscrita la memoria de otros, de los que nos precedieron y de los que nos rodean. Antes de pensar, ya estamos inmersos en un sistema de nombres que nos estructura, es más que solo nombres, estamos en una red de significados que codifican objetos, que nos exceden, nos desbordan. Agregando un apellido que nos ancla a un linaje, a una genealogía, a una historia que no pedimos. Un nombre propio nos distingue, pero al mismo tiempo nos reduce: “Eres esto y nada más”, parece decirnos. Hegel ya lo sabía: el lenguaje es una enajenación. Nos otorga una identidad, pero la identidad que nos otorga no es nuestra. Es un reflejo, una construcción ajena, un punto de intersección entre el pasado y la norma. Derrida lo lleva más lejos: un nombre no es más que un signo, un significante flotante que adquiere sentido solo en su repetición, funciona como cualquier otro signo. No nos pertenece, sino que pertenece al archivo, a la memoria social, al lenguaje que nos precede y nos desborda.
El nombre nos designa dentro de una estructura lingüística y social que nos antecede, el lenguaje trasciende la barrera del tiempo. Nos reconocemos a través del lenguaje, pero este también nos encierra en una estructura preexistente. La identidad del sujeto se construye en un proceso dialéctico con la otredad. La otredad nos nombra antes de que podamos nombrarnos, nos define antes de que podamos definirnos. Somos dichos antes de decirnos. Somos escritos antes de escribirnos.
2. Pensar a Través de los Nombres
Pensamos a través de nombres, pero los nombres realmente no capturan completamente la realidad ni nuestra identidad. El lenguaje nos ofrece un puente hacia los otros, pero también nos impone categorías que limitan lo que podemos ser. Cada palabra que usamos es una decisión ajena que hemos heredado; cada concepto que manejamos es una estructura que nos preexiste y nos condiciona.
El sujeto queda atrapado en un sistema de signos que él mismo no ha creado. No hay una relación esencial entre el nombre y el sujeto: el nombre solo adquiere sentido en su uso y repetición dentro de un contexto. Un nombre nunca es completamente presente; siempre depende de su relación con otros nombres, contextos y usos. Lo que el lenguaje nombra nunca se reduce a lo que realmente es.
La alienación surge porque el sujeto no controla su propio nombre: su significado es construido por otros en cada acto de enunciación. Un nombre propio no garantiza una identidad estable; más bien, expone al sujeto a un juego de sustituciones e interpretaciones ajenas. Pensamos a través de nombres, pero estos nunca son nuestros del todo. Nos dicen, nos llaman, nos definen. Pero, ¿realmente nos capturan? ¿Realmente nos contienen?
3. La Crisis del Nombre
Y entonces, un día, nos asalta la duda: ¿Quién soy fuera de este nombre? Cada vez que alguien lo pronuncia, lo resignifica, lo sitúa en un contexto que escapa a nuestra voluntad. Hegel rechaza la idea de que un nombre contenga una esencia fija. Si bien parece ser lo más cercano a nuestra esencia, en realidad es lo más expuesto a la interpretación ajena, un punto inestable, frágil. Nos convertimos en un fonema de lo que los otros han dicho antes de nosotros.
Un nombre nunca es completamente presente; siempre depende de su relación con otros nombres, contextos y usos, todo dentro de un sistema que no controlamos. Es una marca que pretende ser única, pero que se desplaza en un juego interminable de sustituciones. La identidad del sujeto no se agota en su designación lingüística.
4. Conclusión: Un Nombre que Nos Sobrevive
No hay escape. El lenguaje nos configura, nos atraviesa, nos limita. Nuestra identidad no es más que una intersección de signos que otros han construido antes de nosotros. Nuestro nombre no nos pertenece; nos precede y nos sobrevivirá.
Pero quizá, en esa grieta, en esa imposibilidad de poseernos del todo, haya una liberación. Si no hay una esencia en el nombre, si su significado nunca es absoluto ni fijo, entonces tal vez podamos jugar con sus márgenes, reinventarnos en sus silencios.
La alienación del nombre no es un problema a corregir, sino una condición fundamental del lenguaje y la subjetividad. Más que buscar una esencia que nos ancle, podríamos pensar en la identidad como un juego de desplazamientos, sin un centro estable. La identidad se desliza continuamente, nunca está fijada en un significado único.
Quizá la única forma de ser sea aprender a reconfigurar el eco de nuestro propio nombre. Habitar su vacío, su diferencia, su inacabada repetición.