Por Pedro Chavarría Xicoténcatl

La supervivencia es un mandato fundamental para los seres vivos. Para sobrevivir hay que conseguir ciertos elementos, a saber: oxígeno, nutrientes, refugio y otros menos determinantes. Para obtener los nutrientes los animales ingieren alimentos, los procesan, extraen los nutrientes necesarios y eliminan desechos. Obtener los alimentos puede llegar a ser muy difícil, sea por su escasez o por competidores más exitosos. Algunos animales tienen a su disposición mucho alimento, al menos por temporadas, otros tienen que luchar constantemente.

En el caso del hombre, este tiene que esforzarse para obtener los alimentos y cuidarse de los predadores que lo pueden volver alimento. Como el ser humano está desprovisto de armas naturales, como piel gruesa, garras y grandes dientes, así como velocidad de movimiento, debe valerse de su inteligencia para inventar y aplicar suplementos que faciliten la tarea. De ahí las armas arrojadizas, las trampas y los instrumentos de filo, entre otros. La recolección permitió no depender tanto de la caza, sin embargo, son recursos que se agotan periódicamente. El descubrimiento/invento de la agricultura permitió superar este escollo. La domesticación de animales y el pastoreo hicieron otro tanto. Detrás de estos recursos avanzados está la inteligencia humana.

La capacidad de observar, imaginar y predecir le permite al hombre obtener las mejores ventajas, ya que físicamente está muy limitado. Inicialmente se atiene a recursos simples, como el hacha de mano, lanzas, flechas y cuchillos de piedra como la obsidiana. La construcción de refugios mejoró aún más las posibilidades de sobrevida. Pero aún quedaba “cerebro libre”, es decir, que tras obtener alimento y refugio, queda tiempo libre, y con ello se extiende la capacidad de observar. Es inevitable pensar en el espectáculo sobrecogedor que debió ser el sol durante el día y la luna y las estrellas por la noche. Fue inevitable que el hombre dedicara parte de su tiempo libre a observar el cielo. Es imposible sustraerse a tan asombroso espectáculo.

Todos los animales de alguna manera reciben la luz solar y acoplan sus ritmos vitales a la alternancia de luz y sombra, sin embargo, no prestan atención específica a los astros, o si lo hacen, no obtienen grandes conclusiones de ello. El ser humano no solo los observa de manera dirigida puntualmente, sino que, ante la falta de  conocimientos de primera mano, inventa mitos que pretenden explicar lo que ve. Este afán de explicar los fenómenos es determinante para el desarrollo de la humanidad. Explicar quiere decir “desdoblar” y con esta acción quedan al descubierto otros datos, hallazgos o fenómenos, de entre los cuales empoderamos a uno. Le hemos llamado “causa” y le atribuimos el poder de precipitar al otro, al que llamamos efecto o consecuencia.

Dotamos a la “causa” de un gran poder: hace que el otro fenómeno suceda, de modo que cuando se presente la causa, se debe saber que más tarde o más temprano, vendrá el “efecto, o consecuencia”. La primera anuncia al segundo. Ya sabrá si se queda a esperarlo, o huye para que no lo afecte. Pudiera ser que el efecto no tenga connotaciones negativas ni positivas, en cuyo caso no habrá que tomar medidas. Ambos tipo de consecuencias son muy importantes, si positivas, aumentan las posibilidades de sobrevida, o al menos de vivir mejor. Si negativas, habrá  que sustraerse a su efecto. Lo que en última instancia aumentaría las posibilidades de no morir.  Lo más riesgoso es no saber las consecuencias, de modo que nos exponemos a ellas. Ante la incertidumbre, los animales optan por evadirse de lo que pudiera ser un peligro.

Con el tiempo fue quedando claro que se podía hacer más que esperar o huir de las consecuencias. Se podían manipular las causas, bien para que se presentaran los efectos benéficos o para bloquearlas y que no se presentaran consecuencias negativas. Esta es una etapa muy avanzada en el pensamiento humano, pues supone un conocimiento consolidado, tenido por cierto. En tanto no hubo certeza, se instituyeron maniobras disuasivas para que los dioses, responsables de generar las causas, no lo hicieran. De ahí los innumerables ritos, sacrificios y ofrendas conocidas en la historia, algunas de las cuales persisten hasta la actualidad. También hay maneras de propiciar el mal a otras personas, aunque al parecer son menos socorridas. En realidad, muchos animales con menor inteligencia hacen lo propio. Russell cita el ejemplo del pollo que sale corriendo cuando oye que se abre la puerta del gallinero, lo que supone para él que habrá comida. Y así muchos otros animales.

Es evidente que lo que en realidad percibimos es la asociación entre dos eventos, uno que siempre va primero y otro que se presenta después. Tras mucho atestiguar esta asociación caemos en la idea de que la primera causa la segunda, pero igual que le pasa al pollo le sucede al hombre: un día se abre la puerta del gallinero y no aparece comida, el pollo se vuelve comida. Esta es una situación muy antigua. Allá por los años 1600, David Hume planteó que en realidad no existe un nexo causal entre los dos eventos que llamamos “causa” y “consecuencia”, sino que es la costumbre de observar la presencia de una tras la otra. Que se presenten juntos, en esa sucesión, en realidad no significa que uno cause al otro. Hume dice que el “nexo causal” no existe como tal, que lo ponemos nosotros, por lo que nos podemos equivocar. Nadie lo ha podido contradecir en casi quinientos años.

Así como los pollos y muchos animales más, los humanos hemos aprendido a encontrar relaciones de causa efecto. Y esto es un problema. Hay dos tipos de conocimiento: el de sentido común, o vulgar, y el científico. Primero se originó el conocimiento común, que viene justamente de la secuencia cercana de dos fenómenos. Es importante destacar que no buscamos la relación, sino que esta viene a nosotros por la fuerza de la costumbre, igual que los pollos hacen. Este tipo de conocimiento tiene una confiabilidad muy variable, es decir, su poder predictor es incierto: en algunos casos es muy confiable, y en otros es muy errático. Pensemos en el campesino que se guía por color de las nubes para predecir la lluvia. Lo más probable es que acierte, pero no podemos saber cuántas veces. Pensemos ahora en quien evita pasar bajo una escalera creyendo que es de mala suerte, que algo malo le pasaría. Lo muy probable es que falle, pero alguna vez puede acertar.

Este valor de predicción errático es muy inconveniente. Puede traer consecuencias nefastas si es erróneo. Pensemos en aviones que se desploman, o en puentes que caen. Y ni siquiera se necesita tanto para que sea nefasto. Pensemos en inversiones que no dan los frutos esperados, o en predicción de cosechas que no se logran, o en el abordaje de pandemias que no tiene éxito. En estos tres últimos casos el impacto negativo sobre el modo de vida de las personas es muy negativo. Se necesitan garantías, certeza, pero he aquí que no las hay. El mejor esfuerzo hasta la fecha recae en un tipo de conocimiento especial: el conocimiento científico. Las ciencias son de dos tipos: formales y factuales. Solo hay dos ciencias formales: lógica y matemáticas; ambas dan certeza, pero solo se refieren a relaciones entre ideas, es decir tratan con entes ideales, como números, figuras geométricas y aseveraciones, que pueden ser verdaderas o falsas.

También hay ciencias fácticas, que tratan de relaciones entre hechos, como aviones que vuelan, puentes que caen y pandemias que se diseminan, aunque, desafortunadamente nunca pueden dar certeza, solo dan probabilidad de que ocurran ciertos fenómenos: que un avión no se desplome, o un puente no caiga o una pandemia no mate a tantas personas. Esto nos plantea un problema mayúsculo: asegurarnos de que la probabilidad de éxito sea muy alta, y por consiguiente, que la probabilidad de fallar sea muy baja. El campesino que calcula las probabilidades de lluvia puede acertar entre el 50 y el 95% de los casos. El punto más alto es muy bueno, pero el más bajo es terrible: equivale a un volado. En otras circunstancias no querríamos arriesgar nuestra vida al resultado de un volado. Es mucho mejor tener 90% de probabilidades de error, pues con ese resultado sabríamos qué hacer.

La ciencia produce conocimiento, conocimiento científico, que pretende darnos las mayores posibilidades de éxito, a pesar de lo cual aviones y naves espaciales fallan y cuestan vidas y pérdidas millonarias, igual que los mercados de valores se desploman y ocasionan grandes pérdidas de dinero, lo cual eventualmente afecta el nivel de vida de las personas. Así tenemos que vivir, atenidos a calcular nuestras mejores posibilidades, pero nunca la certeza. Por eso le reconocemos tanto valor a la ciencia, pero no absoluto. De hecho hemos llegado al punto de considerar al conocimiento científico como provisional. Aceptamos el conocimiento científico hasta que aparezca algo mejor. Y estamos en una búsqueda incesante con tal de disminuir los riesgos.

La observación nos ha permitido pasar de acumular datos, a relacionarlos en el conocimiento común, a organizarlos en el conocimiento científico y calcular matemáticamente las probabilidades de éxito, y entonces decidir si vale la pena apostar por ese camino para lograr el éxito, es decir, un mejor nivel de vida, menos enfermedades, más riqueza y mayor esperanza de vida. Hoy en día organizamos el conocimiento en teorías científicas y continuamente tratamos de fortalecerlas, es decir, extender su valor de predicción a fin de entender mejor el universo en que vivimos. Este, al mismo tiempo que nos sustenta, nos amenaza continuamente. Día a día debemos averiguar dónde ubicarnos para aprovechar lo aprovechable y evadir los riesgos que de todo hay. Tratamos de calcular las trayectorias de meteoritos para anticipar su caída en la Tierra, al tiempo que evaluamos otras posibles catástrofes. Conocer el universo debe permitirnos sobrevivir, pues vivimos en un lugar peligroso, afortunadamente en un barrio de los más seguros.

De las observaciones meticulosas pasamos a las explicaciones fantasiosas, luego a la observación medible y verificable, para llegar a la obtención de predicciones precisas, tanto como se puede, y finalmente, al parecer, al modelado matemático de la realidad. Hemos extendido nuestros órganos de los sentidos a fin de captar elementos más pequeños, más lejanos y más complejos, con la esperanza de explicar mejor lo que nos rodea. Se trata de una empresa sin fin y sin garantías.

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