Por Pedro Chavarría
Sin duda atravieso los días más difíciles de mi vida. Tras un viaje de dos semanas regresé a casa sin novedad aparente. Dos muy queridos amigos y vecinos nos habían invitado a comer a su casa. Llegué sin novedad, pero cuando me disponía a iniciar los alimentos apareció de la nada una molestia en el hombro. Rápidamente fue aumentando hasta tornarse en franco dolor que me obligaba a cambiar de postura en busca de alivio, sin lograrlo. Con tremenda pena por echar a perder la reunión tuve que pedir un analgésico, que no hizo gran efecto. Ya me molestaba mucho y muy apenado me tuve que retirar. Con trabajos subí la escalera, pero no pude acostarme. Me quedé sentado, muy adolorido, con dificultad respiratoria y sudando.
Recibí un potente analgésico sublingual, que tardó más de una hora en mitigar el dolor lo suficiente como par acostarme y dormir un poco. Al despertar, poco después, me tomaron una placa de tórax portátil y apareció una extensa zona del pulmón derecho con una gran opacidad. Dolor o no dolor de hombro, tenía una neumonía lobar extensa. Los exámenes de laboratorio no mostraron nada significativo.
Consulté las imágenes con un internista y una radióloga y ambos coincidieron: hospitalización y antibióticos intravenosos, además de consultar a neumología. Consulté con la Dra. Alejandra Cortés, quien me recibió de inmediato con gran profesionalismo y amabilidad. Coincidió y fui a dar al hospital.
Treinta años trabajé en hospitales públicos y privados, pero una cosa es ser médico, y otra muy diferente, ser paciente. Yo sabía eso y por lo mismo no quería internarme, pero tampoco deseaba aumentar mis riesgos. Habitación impecable, servicio médico oportuno, servicio de enfermería de alto nivel. Invaluable y gentil apoyo de camilleros, pues con trabajos me podía incorporar, y menos caminar. Lo clásico: desnudo, excepto por una precaria bata abierta por la espalda, imposible de cerrar. Una aguja en el brazo, encadenado a una botella de suero con una tripa de plástico. Por mi condición la comida me sabía a trapo remojado. Medicamentos que dejan un amargor duradero y acentuado en la boca, garganta seca por el oxígeno. Creo que no puedo orinar bien: “Que le pongan sonda” y aquí viene la sonda. En realidad sí me pidieron aprobación y accedí, pues parecía necesario. El Dr. Manuel Huerta condujo tratamiento y vigilancia con gran entrega y profesionalismo.
Después de esos percances ya referidos me enfrenté además con otro trío de escollos. No era mi cama, obviamente, ni mi almohada, ni mi cobertor. Insisto en que era una nueva y moderna cama de hospital, pero no era la mía, lo cual me hizo padecer, aunque parezca absurdo. En mi cama de todos los días me siento tranquilo y seguro, pero la cama de hospital me hizo sentir vulnerable, como efectivamente lo era. La almohada y el cobertor se resolvieron fácilmente. La posición natural ancestral del ser humano es de pie. Esto permite percibir fácil y ampliamente el medio circundante, de modo que amenazas y oportunidades se detectan oportunamente y permiten la acción. Acostado es una posición de descanso y muy frecuentemente vulnerable. Para contrarrestar en algo esta indefensión hemos ideado algunas estrategias: esconderse, cubrirse en refugios y al menos cubrir el cuerpo con todo tipo de cubiertas. Quizá la más conocida sea el sarape/cobija/manta. Generalmente nos protege del frío, pero también del sol y de la luz, de la lluvia y del viento.
Existen múltiples variantes del sarape e impermeable. Hecho de numerosos materiales: textiles, pieles animales, fibras vegetales, materiales sintéticos y otros. Algunos se usan al acostarse, o sentarse, pero también los hay portables, en forma de capas, jorongos, mangas y otras cubiertas que se vuelven ropas personales y no solo de cama. Hemos perdido la protección natural de pelo y grasa subcutánea que protege a otros animales, por lo que debemos procurarnos estas cubiertas añadidas, de las cuales se ha desarrollado un amplio mercado y tendencias de moda. Desde el jorongo hasta el mítico abrigo de piel. El cobertor de cama sigue teniendo un lugar indisputado, así se transforme en una simple sábana, cuando el clima así lo exige.
Un día, ya hace algunos años, decidí comprar un cobertor pequeño, algo como provisional para medio cubrirse en siestas improvisadas. Compré uno no tan pequeño, afelpado, sin saber que llegaría a ser mi favorito. Tiene dos caras, una más tersa que la otra. Pronto di en usarlo cotidianamente y derivar de ello una agradable sensación de seguridad y confort que me hacía descansar con placidez. Abandoné la sábana que suele adosarse al cuerpo para quedarme solo con la que cubre al colchón y mi cobertor. Su contacto es placentero y al descanso asociado con la posición horizontal se agrega el contacto con mi cubierta protectora. Una vez que en el hospital la tuve sobre mí, me sentí menos vulnerable y recobré algo de bienestar.
En el cuidado médico y en los hospitales solemos centrarnos en los tratamientos medicamentosos y maniobras quirúrgicas, dejando de lado otros factores muy importantes que afectan la calidad de vida y tiempo de recuperación de nuestros pacientes. Ya tan solo el ambiente extraño, aséptico y el movimiento constante desfasan la vida diaria de las personas, independiente del dolor y sufrimiento inherentes a la enfermedad y a las hospitalizaciones.
La dieta y los hábitos de sueño se modifican considerablemente, así como la intimidad y lo que era estrictamente privado se vuelve semipúblico: personal médico y paramédico demanda acceso libre e inmediato a nuestros cuerpos y nos interroga acerca de toda suerte de hábitos y actividades, incluidas las que podemos considerar más delicadas. El enfermo se ve separado de su entorno y hasta de sus seres queridos, o bien lo acompañan a costa de sacrificar su tiempo y ocupaciones, lo que no deja de ser una carga considerable para ambos: paciente y familiares. Los cuidadores reciben una carga muy pesada.
Todo lo anterior hace que las enfermedades no solo produzcan estragos directos en el cuerpo y el alma del afectado, sino que misteriosa e insensiblemente se extiende más allá de los límites corporales y se transmite a los demás; en primer término a los más cercanos, que suelen ser los familiares, sino también a otros que se encuentran a distancia y que eventualmente sufrirán el impacto de ver o saber sufrir a la persona o bien recibirán otras consecuencias negativas derivadas de malas decisiones, o falta de estas por quien, enfermo, no puede ejercer debidamente sus funciones y responsabilidades. La enfermedad no se queda en el enfermo, se extiende e invade víctimas inocentes. Pensemos en el caso de pueblos enteros arrastrados a la desgracia por malas decisiones de enfermos mentales con mucho poder. No resulta exagerado decir que la enfermedad crece, cual verdadera plaga desde un punto de origen hasta alcanzar potencialmente a naciones enteras.
La atención médica es incompleta si no considera factores tan simples como un cobertor o una palabra amable que devuelvan al enfermo una pequeña parte de lo que ha perdido, más allá de alteraciones anatómicas o funcionales.