Con frecuencia me invade un nostálgico interés por Xalapa, aquella población apacible, envuelta constantemente por la niebla y acariciada con suavidad por la lluvia fina y tupida, cuyo efecto de humedad en el despunte o en el ocaso del día calaba hasta el tuétano. Aquella Xalapa de nuestra juventud, de amores primeros e ilusiones adolescentes es el pueblo quieto e inolvidable que no volveremos a ver.

Extraje de mi diario personal las siguientes líneas que he editado con cuidado para no perder la esencia de lo escrito hace veintiún años.

Una mañana de marzo de 1999, cálida y transparente, caminé por la calle Belisario Domínguez en compañía de Ximena, mi pequeña acompañante que aún no cumple los diez. Del brazo y por la calle disfrutamos del sol que resaltaba las fachadas de antiguas casas que me habían visto pasar por sus banquetas hace ya tanto tiempo. Ximena, al caminar junto a mí, daba muestras de curiosidad creciente mientras le contaba cómo era aquella calle cuando yo tenía su edad. Su atención infantil y tierna era mi estímulo mayor para “platicarle un óleo” de la Xalapa donde viví a la mitad del siglo XX que ha quedado tan atrás.

Caminamos por esa callecita de 4 cuadras y 4 esquinas, desde Leona Vicario hasta Miguel Barragán, en el curso de la caminata nos detuvimos y le fui platicando lo que había antes en cada sitio, en cada casa, un amigo.

A media cuadra  entre Miguel Palacios y Leona Vicario hay actualmente oficinas del Gobierno del Estado, ahí estuvo un próspero taller de ebanistería cuyas sierras aturdían al viandante todo el día. En la esquina de Miguel Palacios estuvo la tienda de abarrotes de don Miguel Parada, papá de Gabriela, la partera que trajo al mundo a muchos xalapeños, mis hermanos entre ellos.

Frente a la calle de El Dique y donde termina Juan J. Herrera, estuvo una popular tienda llamada El Volcán, de los señores Zulueta, donde mi mamá compraba todos los días y se comprometía a pagar firmando en un pedazo de papel estraza, que ella convertía en cuenta saldada los días de quincena.

Don Carlos o don Ramón le devolvían sus “pagarés de estraza”, que mi mamá llevaba a casa, alisaba con la palma de la mano y “checaba” lo que consideraba “demasiado que pagar” con una concentración de actuario doméstico intuitivo. No obstante, para su desencanto, la deuda era real; los queridos tenderos fiaban sin prejuicios, pero nunca se equivocaban, era un barrio poblado de amigos solidarios.

Frente a El Volcán, otra tienda inolvidable, La Jarocha, ahí también compraba mi mamá. El dueño de ese sitio era un señor calvo por completo, bajito, de lentes redondos, con cristal con aumento que hacía ver sus ojos como “un comal” y con una dentadura postiza que se le movía al hablar, me fiaba llamadas telefónicas de 5 centavos a las radiodifusoras de entonces, XEKL y XEJW, donde Lorenzo Arellano, Jorge Saldaña y otros, me complacían tocando las melodías que les pedía: Juan Charrasqueado, Sombra verde, Calla tristeza y más.

Hacia el extremo de esa misma calle, frente al almacén del IMSS, llegamos a la casa antes marcada con el número 8 (cuando ahí viví) y hoy con el 18. Las mismas vigas, la fachada igual y las baldosas de piedra gastada en la banqueta, con seguridad son las mismas que pisé cuando tenía sólo 9 años.

Luego arribamos a la encrucijada de Belisario, Morelos y Barragán, punto de reunión de 20 chamacos de entre 9 y 12 años, que en el 52 fuimos la alegría del lugar. En esa esquina estaba el local fotografía de Manuel, bondadoso hombre de unos cincuenta años, que con su sonrisa derezada con todos sus diente forrados de oro tomaba fotos a todo el vecindario, entregando ocho retratos, pagando seis.

Aquel tranquilo barrio, hoy se encuentra  pletórico de coches, gente, ruido y mal olor, todo lo que no existía en aquellos tiempos de dulce y lejana memoria para mí…y también para usted que quizá vivió la magia de aquel tiempo… ¡Cuánto nos gustaría volver a compartirlo!

Todo esto lo reviví del brazo de mi hija Xime, gentil damita de 9 años, cuya frescura contrasta con esta vetusta calle por la que ahora caminé con ella, cincuenta años después de haber jugado en los mismos sitios, pero en otra dimensión, la de los años cincuenta. Es bello recordar.

hsilva_mendoza@hotmail.com

 

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