Dedicaré estas letras al mes de septiembre, significativo para mi querido México, mes de la independencia, mientras escucho la bella melodía de 1937 “Septiembre bajo la lluvia” de Harry Warren y Al Dubin, con la orquesta de Daniel Michaels, muy poca gente del presente ha disfrutado tenderse mirando al cielo a través de la ventana, en una tarde lluviosa de septiembre, escuchándola en el silencio externo y la armonía interior.
El día 1 de septiembre de 1890, el general Porfirio Díaz siendo presidente de la República, pronunció en su informe anual estas palabras, “la construcción del Hospital General de México es una acción imperativa para hacer evidente en nuestro medio los progresos de la ciencia y el estado de cultura en que se encuentra la capital”.
Este inolvidable hospital fue inaugurado el 5 de febrero de 1905, en la ceremonia presidida por el general Porfirio Díaz; el poeta Amado Nervo declamó “bella oda de su autoría, alabando la modernidad del hospital”.
El Dr. Eduardo Liceaga promovió su construcción, iniciada en 1896, sobre 170 mil metros cuadrados en la colonia Hidalgo, para “que quedara lejos del centro de la capital”. El modelo para la construcción fue del ingeniero Roberto Gayol, basado en planos de nosocomios europeos, principalmente del hospital Debrousse, de la ciudad francesa de Lyon.
Constaba de pabellones independientes incombustibles e impermeables, sin cielo raso y con piso de cemento para facilitar su higiene, eran de una y dos plantas. Los pabellones tenían cupo para 30 camas, se encontraban separados por jardines, eran un total de treinta y ocho, aparte se construyeron los quirófano, sala de consulta externa, oficinas administrativas, sala de conferencias, cocina y dos capillas.
En septiembre 2 de 1960 conocí este histórico hospital. Con un grupo de veracruzanos, amigos de grata memoria. Todos habíamos cursado los dos primeros años en la Facultad de Medicina Miguel Alemán del Puerto de Veracruz, llegamos a la UNAM a tercer año.
De febrero a septiembre fuimos a clases en las aulas de la escuela de medicina de Ciudad Universitaria, al Centro Médico la Raza IMSS, Hospital Juárez, Maternidad “Espinoza de Reyes”, y aquel septiembre pisamos por primera vez el suelo del templo de la medicina clínica por antonomasia que sería inolvidable para nosotros, el Hospital General de México.
La fachada del hospital era señorial, hecha con Cantera de Chiluca y lucía un reloj muy bello con campana que tenía sonido profundo y musical. El 26 de abril de ese año, el Dr. Clemente Robles fue designado director por el presidente Adolfo López Mateos. El Dr. Robles enfrentó grandes problemas administrativos, falta de agua, deterioro y desánimo del personal, que más de cinco décadas de mala administración habían engendrado.
Los alumnos que asistíamos diariamente de las 7 a las 14hs. vivimos aquella época de crisis, pero por ello mismo no solo aprendimos medicina sino también el compañerismo, la solidaridad y en forma especial a desarrollar la intuición clínica.
Aquellas sesiones clínicas presentadas por el Dr. Jorge Flores Espinoza en las que hacía alarde de su intuición clínica y sagacidad para interpretar los síntomas y signos, un internista innato, precursor de la medicina interna en México, brillante y gentil, sabio del diagnóstico muchos años antes de las tomografías, resonancias, Dopplers y demás sortilegios de la ciencia actual cibernética y pragmática.
Las magistrales conferencias del Dr. Ruy Pérez Tamayo (en la imagen), en el pabellón 5, anatomo-patólogo, erudito en la cultura general, maestro de todos los patólogos de México que a un lado del cadáver discernía sobre el diagnóstico final ¡Qué belleza, qué paciencia y qué sencillez en su trato!, las clases de endocrinología de Juan José Paullada, eran magistrales en toda la extensión del concepto.
Las verdaderas conferencias magistrales de don Jesús Kumate, versando con erudición sobre infectología. Don Octavio Rivero que a la postre fue rector de la UNAM, nos deleitaba con su erudición al interpretar las placas de tórax.
Cuántas mañanas nos embobamos con las clases objetivas de don Fernando Latapí y el maestro Amado Saúl, ambos son los padres de la dermatología mexicana que solo daban clases en su “Centro Dermatológico Pascua” ubicado ahí cerca, en la calle Dr. García Diego No. 21 esquina con Dr. Barragán. Hoy ubicado en Dr. Vértiz núm. 464, institución orgullo de la medicina mexicana.
En 1960 paseaba por los pasillos exteriores entre los jardines el Dr. Ignacio Chávez Sánchez, a quien una mañana le escuché decir que en el pabellón de cardiología debía escucharse música de Mozart, por ser benéfica para reparar al corazón. Las clases de cardiología en el pabellón 5, ante el enfermo, absortos frente el Dr. Guillermo Bosque Pichardo que auscultaba cuidadosamente a los pacientes, haciendo onomatopeya con la boca, de los sonidos que escuchaba del corazón del enfermo. Impresionaba ver cómo diagnosticaba de “pe a pa” el mal cardíaco, usando solo el estetoscopio. Con frecuencia lo veíamos pasear con parsimonia por los senderos floreados entre pabellones del aquel bello hospital.
El sismo de septiembre de 1985, otra vez el noveno mes, destruyó aquel símbolo de la medicina clínica francesa, cuando el diagnóstico era un reto al que se podía llegar con el conocimiento, la anamnesis (el análisis minucioso de síntomas y signos físicos, para identificar su origen), la vocación y la paciencia, en aquella época en que la tomografía, ultrasonido, resonancia magnética y laboratorios sofisticados de inmunología y biología molecular no eran ni siquiera un sueño.
El 4 de septiembre de 2022 se cumplen sesenta años de que el grupo piloto de cuarto año, número 503, presentamos examen final de Cardiología.
Todos los septiembres del pasado son bagaje de recuerdos de personajes inolvidables, de solidaridad fraterna, de tiempos románticos que dejaron huella sempiterna en el alma de quienes los hemos vivido.
Es necesario que los seres humanos que hemos sido testigos de la evolución de la ciencia, no olvidemos y así lo enseñemos, que la vocación del médico, su sabia anamnesis y el cuerpo del enfermo, son el trinomio magistral para descubrir la causa de la enfermedad.
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