Una tarde de sábado de agosto de 1997, aquí en Xalapa, al bajar de mi coche se me acercó un chiquillo y enseguida se presentó: “Soy Higino, tengo doce años”. Era morenito y de ojos negros vivarachos, sobre su cara un insistente manojo de cabellos lo hacía sacudir frecuentemente la cabeza para impulsarlo hacia atrás. Me dijo: “Oye, carnal, lavo tu nave por cinco varos”. Me llamó la atención su desparpajo y lenguaje.
No acepté, diciéndole que regresaría enseguida, a lo cual respondió: “Me alcanza el tiempo, soy rápido y… ahí lo que quieras darme…”. Sonreí y me alejé.
Por la ventana de mi oficina vi al chiquillo lavar frenéticamente mi auto. Acarreaba agua con una cubetita del mismo edificio y tallaba rápido con una franela. Bajé a la calle al cabo de no más de veinte minutos y el chiquitín, recargado en mi coche, sonriente, se había alisado el cabello con agua de la cubeta y me esperaba.
“Lo hiciste” le dije, le di diez pesos en monedas. Vino a mí y me percaté de notable cojera de su pierna izquierda. Me dió las gracias mostrando sus dientes enormes y blancos, rodeados de la “masita” del mal aseo. Trató de alejarse expresando “Se ve chida, ¡cómo nueva!, la nave”. Lo detuve, ofrecí llevarlo a donde fuera, no le dije dos veces; dio la vuelta al coche por el frente y ante la puerta opuesta esperó a que le abriera y dijo: “vivo por La Lagunilla”, enfilé hacia esa colonia.
“¿Qué andas haciendo tan lejos de tu casa?”, cuestioné. Contestó con un “Psss”, alzó los hombros y enfatizó: “Buscando chamba carnal”, le pregunté dónde estudiaba o cuál era su ocupación, quiénes eran sus padres y a qué se dedicaban, el guardaba silencio, mientras veía por la ventana del coche. Lo interrogué acerca de la causa de su dificultad para caminar, pero no contestó ninguna de mis preguntas. Astuta y simpáticamente evadió cuanto cuestionamiento le lancé.
Cuando insistí en saber quiénes eran sus padres, me contestó “dos maridos” y aclaró: “son dos, marido y mujer; él se llamaba como yo”. Respecto a su pierna, refirió: “Mala suerte, mala pata. Así me decía mi ‘apá”…”. De pronto, interrumpió con un “en la esquina me bajo”.
Eran las seis de la tarde, el “chipi-chipi” todo el día causaba espeso lodazal, los arbotantes estaban apagados y algunos grupos de “teporochos” departían en algunas esquinas. Le ofrecí llevarlo hasta su casa y entonces trató de abrir la puerta. Lo detuve por el hombro izquierdo, tal acción hizo que su ajustada y desabotonada camisa dejara la piel al descubierto, alcancé a ver decenas de cicatrices redondas, ocasionadas por quemaduras antiguas, y varias en forma de línea sobre su hombro y a lo largo de la espalda.
Le pegunté qué le sucedía, mientras frenaba el coche. Al salir, saltó, corrió o hizo lo más parecido a una carrera, cojeando visiblemente hasta perderse en un tianguis callejero, tropezando con la gente y chasqueando el lodo.
Gino era un niño de doce años, inteligente, astuto, bonito y dañado socialmente. ¿Dónde, cómo y con quién vivirá? Me hubiese gustado saberlo para ayudarlo, pero escapó como un lobezno perseguido por tenaz depredador. Me gustaría encontrarlo, conocer pormenores de su existencia, escribir su historia, seguramente la misma de miles de infantes olvidados por la sociedad.
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