En 1950 cursábamos el cuarto año de primaria en el Centro Escolar Enrique C. Rébsamen, “la Rébsamen”, como era conocida por los xalapeños del Xalapa provinciano, con personas afables ignorantes del significado de delincuencia y estragos que causa en la sociedad, porque no existían.

El profesor era don Efrén Hernández Tlapa, nuestro salón estaba ubicado en la planta alta, a un lado de larga explanada, amplio con pupitres individuales con una paleta del lado derecho para apoyar el cuaderno. En la explanada, había una añeja campana, símbolo inolvidable, jamás la escuchamos sonar.

Don Efrén Hernández Tlapa, inolvidable profesor, espigado, con alopecia, nariz afilada, lunar prominente en la mejilla izquierda, carácter fuerte, irónico, sutil sentido del humor, disertaba su clase con voz grave y pausada, advirtiendo al final que preguntaría al día siguiente, después del recreo. Todos lo sabíamos, si no contestábamos enérgico regaño nos daría.

Éramos unos veinte chiquillos de diez años, temíamos los regaños que nos causaban profundo respeto, no ofendía, nos hacía ver que deberíamos ser hombres exigidos por a la sociedad. Había días en que no salíamos al recreo ante la sentencia del maestro de que preguntaría la clase del día anterior.

Un día un alumno regresó al salón con una bolsa de trocitos de jícama con chile y limón, comía mientras el maestro atendía a quien daba la clase. Don Efrén acostumbraba caminar entre las bancas, exigiendo atención al expositor. Se detuvo junto al chiquillo y preguntó, ¿Qué tal esta lo que comes?, nuestro amigo contestó azorado, “rico, ¿usted gusta?”. La respuesta generó sonora carcajada de los alumnos.

El maestro respondió algo así, “comiendo a escondidas en la clase te encontré, ¿Qué sanción por ello te daré?” escribirás 100 veces esta oración. Nuestro amigo salió de la escuela una horas después de lo habitual. Aquel niño es hoy un profesionista y empresario connotado.

En alguna ocasión yo intenté prestar dinero a módico interés, el maestro se enteró y 100 largas frases de disculpa hube de escribir, “para que no estés de prestamista”, me dijo don Efrén. Nadie volvió a mancillar la disciplina.

El final de la mañana escolar era signada por el sonido rítmico de una campana sonada por el conserje desde el patio central de aquel viejo edificio.

La salida a la calle de Zamora, era una algarabía musical inolvidable, la surcaban un vehículo de cuando en cuando, sin motivo alguno de preocupación los padres esperaban a sus hijos en la acera de enfrente, algunos sentados en el quicio de la puerta del consultorio del Dr. Juan Flores Villalobos, médico de familia de los de antaño.

Mi hermano Ricardo y yo regresábamos a casa caminando por Enríquez hasta el parque Juárez donde nos echábamos una vueltecita, comiendo golosinas, guardadas desde el recreo, para no llegar a casa y mamá nos regañara por “comer porquerías y remilgar la comida”, después bajábamos por Barragán hasta Belisario Domínguez, entre las esquinas con Morelos y el Dique, mi barrio de infancia y juventud.

El barrio, concepto ignorado por la juventud actual, reducto de niños humildes donde gozábamos de la vida jugando por las tardes en la calle, corríamos sobre las banquetas de piedra, para sonar los zapatos de hule con estoperoles que usábamos para jugar beis bol en el Colón, mamá los compraba en el Jáuregui y el zapatero del barrio les clavaba los estoperoles, gracias a ellos nos dimos un buen número de sentones

Disfrutábamos trepando postes de la luz, jugando rayuela, can can, los encantados, “voladitos de a peseta” con Pino, el gelatinero, para ganarle sus gelatinas de maicena, más que de leche, y chuleando a las chicas del barrio de “El Dique”, cuando pasaban por “nuestros dominios”, los cuates de esa calle lo consideraban provocativo y nos retaban a catorrazos, que nos lanzaríamos en las tardes entre mechones de zacate del enorme patio del sindicato de obreros de “La fama”, ubicado frente a mi casa.

Jamás nos lastimamos, cada “encuentro” se limitaba al lanzamiento de “derechazos”” sin destino manifiesto, brincoteo por aquí y por allá, acabábamos exhaustos. Al finalizar del “duelo”, todos tan cuates, sentados en algún zaguán disfrutando las gelatinas de “Pino”, dejándole con frecuencia vacía su vitrina y el se alejaba mascullando frases no entendibles, mientras nos contábamos nuestras “aventuras” vividas solo en nuestra imaginación.

La Rébsamen, templo de saber con mentores de vocación, espacio que aún conserva el murmullo de una niñez feliz, los chamacos de los años cincuenta.

El barrio, inolvidable reducto de tradición de niños libres como el viento, que ya no existe, forma parte del bagaje de amores de niñez y juventud, de los xalapeños de esencia y corazón.

Todo esto vino vívidamente a mi memoria, al abrir una página de mi cien veces restaurado “Diario” venerable compañero de mi vida.

hsilva_mendoza@hotmail.com

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