Por Carlos Gabriel Chávez Reyes

24 de diciembre de 2025.- La población migrante que llega desde el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) no es una “invasión”, sino un éxodo obligado que las políticas vigentes han convertido en una crisis humanitaria.

El individuo que emigra es una persona que se encuentra en un “estado de espera” constante. Al abandonar sus países debido a la inseguridad y a la precariedad, ingresan en un vacío legal. Cuando cruzan las fronteras de manera indocumentada, experimentan una desciudadanización: el Estado de origen no es capaz de protegerles y los Estados de tránsito y destino se niegan a darles reconocimiento.

Es vital observar cómo los migrantes mexicanos o centroamericanos construyen una “ciudadanía cultural” mucho antes de obtener una ciudadanía legal. Crean redes de apoyo, clubes de paisanos y espacios de pertenencia que desafían la asimilación forzada. El reconocimiento de sus derechos implica que se reconozcan sus derechos en el trabajo: es decir, asegurar que su condición migratoria no sea utilizada como un instrumento de presión por parte del empleador; a promover su involucramiento en ambos lados de la frontera (sufragio en el extranjero, impacto en las políticas locales); así como también sus derechos en el ámbito cultural: a conservar su identidad sin ser víctima de discriminación o xenofobia.

Asimismo, cifras oficiales de la OIM y el CBP en 2025 muestran una dura realidad: las detenciones de personas del Triángulo Norte en la frontera con EE. UU. han disminuido más del 90% comparado con el año anterior (solo 20,908 casos entre enero y agosto). No obstante, este descenso no debe interpretarse como el término de la diáspora, sino como su represión y contención.

La verdad es que el flujo no ha dejado de existir, sino que se ha quedado “estancado”. Se calcula que más de 900,000 individuos están en México de manera irregular, lidiando con un sistema de asilo colapsado en el cual este país se ha establecido como destino: en el primer trimestre del 2025, las peticiones de refugio ante la COMAR ya sobrepasaban las 16,000, lo que indica un año sin precedentes de sedentarismo forzado.

¿Por qué es vital el reconocimiento social de su derecho a migrar? Porque la política de “fronteras selladas” ha precarizado la vida en el tránsito. El 60% de los migrantes en tránsito por México reporta haber sido víctima de delitos como robo, extorsión o secuestro. El derecho a migrar es, en esencia, el derecho a buscar la vida; cuando las vías legales se cierran y los programas como CBP One sufren cancelaciones o saturación, el migrante no deja de moverse, solo lo hace en condiciones de mayor peligro. Reconocer socialmente sus derechos hoy significa garantizar que México no sea una gran estación de detención, sino un espacio de acogida digno donde la vulnerabilidad no sea la moneda de cambio.

El migrante centroamericano no busca “el sueño americano” por capricho; huye de una pesadilla sistémica. Reconocer su derecho al refugio y al tránsito seguro es la única herramienta para desmantelar el negocio del crimen organizado que lucra con su vulnerabilidad. No son cifras en un reporte de detención; son sujetos de derecho internacional a quienes les hemos fallado.

A pesar de un entorno de políticas migratorias más agresivas, la tasa de participación laboral de los mexicanos se mantiene robusta en un 68.2%, y su tasa de desempleo es de apenas el 5.0%. Estas cifras demuestran una integración económica absoluta: en los últimos cinco años, el 92.4% del crecimiento de la población empleada en Estados Unidos ha sido de origen hispano.

Sin embargo, persiste una contradicción sociológica inaceptable. Mientras que los ingresos por remesas a México se proyectan en 61,000 millones de dólares para el cierre de 2025 (una ligera caída tras los picos históricos), los derechos de quienes generan esa riqueza están bajo constante amenaza de deportación masiva.

El reconocimiento de sus derechos no puede limitarse solo a lo “económico”. Las ciencias sociales nos advierten acerca del riesgo de considerar al migrante como un instrumento productivo en lugar de un ciudadano. Su estatus legal tendría que reflejar esa importancia si su trabajo apoya industrias fundamentales, como la construcción y la agricultura. Hoy por hoy, abogar por el derecho a la regularización de los migrantes en Estados Unidos no es únicamente un asunto de justicia social; es aceptar que la economía más grande del mundo no opera sin su participación.

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