Por Pedro Manuel Chavarría Xicoténcatl
Esta es una pregunta muy frecuente, especialmente en niños, que siempre quieren saber por qué todo, hasta el cansancio. El hombre ha aprendido a cuestionar a la naturaleza, a sus iguales y a sí mismo. Planteamos que existe una ruta crítica a través de la cual hemos aprendido a preguntar. En primer lugar nos interesa saber qué es lo que hay. Las cosas que nos rodean son muy importantes para sobrevivir, así que en un primer reconocimiento hacemos un inventario de lo que alcanzamos a distinguir, lo que hay. Puede haber muchas cosas que no alcanzamos a ver o a detectar, según nuestra experiencia. Por ejemplo, una persona con mínimos estudios no distinguirá muchos elementos de una oficina moderna. Los objetos ahí están, pero para él existe solo lo que conoce, así que muy probablemente pasará por alto una memoria USB.
Con mayor experiencia es posible distinguir más y más elementos a nuestro alrededor, sin embargo esto no basta para mejorar nuestras posibilidades de vida. Así, tenemos que abordar otro nivel de captación: las cosas que están ahí, qué hacen. Probablemente se muevan, o emitan sonidos, o nos amenacen. Las acciones y movimientos nos dan muchos más indicios cruciales que la simple presencia. Los movimientos de los objetos hacen que estos puedan influir sobre nosotros, ya sea de modo positivo o negativo, o bien que nos resulten indiferentes debido a que no tengan impacto sobre nosotros.
Las acciones son necesariamente ejecutadas por entes que nos rodean, cerca o a distancia, por lo que representan para nosotros un valor agregado a su existencia. Nos interesan los objetos materiales que podemos distinguir, pero más nos interesan sus acciones, sean ejercidas directamente por ellos, o en las que puedan estar involucrados. Eventualmente esas acciones impactan sobre nosotros. Ser testigo de una amplísima variedad de objetos, sin percibir las acciones en que participan, es insuficiente. Son los movimientos y los cambios los que en realidad forman al mundo y no tanto los objetos. Es más importante saber que llueve, o que algo alimenta, o que envenena, que percibir el agua, o el alimento o el veneno mismo. El mundo es todo lo que sucede, en palabras de Witgenstein.
Las acciones complementan de manera muy importante, prácticamente en forma definitiva, a los objetos. Los sustantivos por sí mismos se quedan cortos, aparecen como estructuras inertes hasta que aparecen los verbos. Estos le dan vida a los objetos y los vuelven cambiantes de alguna manera. Habitualmente las acciones se enmarcan y asocian con otros elementos que participan en las acciones. De este modo la acción amplía sus efectos y nos da una mejor idea de lo que sucede y sus posibles consecuencias sobre nosotros. Todo va encaminado a la supervivencia o a mejorar nuestros recursos de vida.
Pero aún después de estos dos niveles nos quedamos cortos, pues los eventos que suceden nos pueden afectar de muy diversas maneras y lo que nos interesa es siempre sacar un provecho o ventaja, que a final de cuentas se traduce en sobrevida. Los seres vivos se interesan en obtener ventajas de todo lo que sucede. Si hay ventajas naturales, bienvenidas. En caso de que haya perjuicios naturales en esas acciones, lo mínimo que hacen lo seres vivos es sustraerse a su efecto: simplemente ponen distancia y evitan el peligro y las malas consecuencias.
Pero ahora surge claramente un nuevo nivel: anticipar las consecuencias de todas las posibles acciones. Esto supone incrementar el nivel de vigilancia sobre el medio para tener un registro de todo lo que acontece y de ello derivar las consecuencias antes de que se presenten, es decir, predecir el futuro. Los desenlaces de las acciones en que participan los entes materiales vivos y no vivos pueden ser de dos niveles: las que impactan fuertemente en la sobrevida del que los presencia, y los que son menos evidentes. Los primeros obligan a respuestas inmediatas y contundentes, por lo que estas vienen programadas en forma de instintos.
Los animales están dotados con la capacidad mínima de escapar ante ciertos eventos. No saben, ni tienen que saber, simplemente actúan y eso los mantiene vivos. La teoría de la evolución describe cómo los animales que no se sustraen ante ciertos eventos viven menos, lo suficiente como para no tener descendencia, y por lo tanto, se va extinguiendo su especie. Sobreviven solo los individuos que actúan de un cierto modo, tal que evitan situaciones que a la postre resultan en vidas más cortas. ¿Cómo llamar al destino de aquellos que instintivamente, en forma ciega, no evitan el peligro? ¿Mala suerte? ¿Azar? El caso es que sobreviven los que tienen la fortuna de sustraerse a situaciones peligrosas sin saber por qué lo hacen. Desde luego que esto puede ir acompañado de su inverso: tienen la fortuna de buscar situaciones ventajosas. Igualmente, sin saber por qué.
El caso es que los individuos captan entes a su alrededor, vivos y no vivos, los relacionan con acciones, se exponen a las que los benefician y se alejan de las que traen malas consecuencias. La programación conductual instintiva ya viene impresa y permitirá el mayor o menor éxito, que eventualmente se traducirá en mayor longevidad y descendencia más abundante, lo que explica por qué algunos individuos y sus familias, predominan sobre otros. Hasta este nivel basta con la programación genética azarosa, así que sobreviven los que tuvieron la fortuna de recibir programaciones que resultan ventajosas bajo ciertas condiciones; si estas cambian, las ventajas pueden desaparecer. Pensemos en el caso de las jirafas: mientras siga habiendo alimento en las copas de árboles altos, estas sobrevivirán, pero si el alimento solo se da al ras del suelo, la ventaja de los cuellos largos se pierde.
De alguna manera la genética se anticipa y ofrece ventajas en forma ciega, de modo que se puedan enfrentar situaciones peligrosas básicas, como la compañía ajena a los miembros del grupo, como hacen las gacelas ante cualquier proximidad inesperada, así evitan muchos riesgos de muerte. Sin embargo, confiar en el azar no es la mejor opción. Peligros específicos muy diversos no están programados y se requieren mecanismos individuales que enfrenten nuevas situaciones. Estas no se pueden programar porque quizá nunca se presenten y sería un desperdicio programarlas. Así que cada individuo tendrá que aprenderlas e implementar respuestas acordes a fin de sobrevivir y reproducirse con más éxito.
Detrás de esta programación de instintos, la biología no apela a una inteligencia previsora. Los cambios genéticos que resultan en características físicas y conductas protectoras son producto del azar, de modo que no encontramos intenciones ni tendencias. Tanto aparecen cambios ventajosos, como desventajosos. Estos últimos sencillamente propician que los individuos portadores de los cambios mueran pronto. Así, no hay de ningún modo una línea de progreso continuo, e igual aparecen que desaparecen individuos y especies. Tenemos el caso de los dinosaurios: miles de años fueron especies dominantes, pero aún con todo lo poderosos que eran, desaparecieron y un escuálido simio fue mejorando hasta transformarse en proto-hombre, hombre primitivo y humano moderno.
Los homínidos primitivos igual tuvieron que aprender a predecir el futuro. Primero de una forma muy simple: si una presa está en un cierto punto y se mueve con cierta velocidad en cierta dirección, dónde estará después de un cierto tiempo; hacia allá deberá arrojar el proyectil, o saltar para atraparlo. Todos los animales cazadores hacen de ese modo, eso es predecir el futuro en su forma más simple, y obviamente, muy útil.
La memoria es muy importante, pues guarda registro de las consecuencias de muchos eventos sufridos en carne propia, o atestiguados cuando afectan a otros. De aquí surge una novedad: descubrimos que unos eventos anteceden a otros. Ahora podemos pensar en eventos ligados, al menos dos. El que se presenta primero sirve para anunciar al venidero. Nuevamente la memoria guarda registro de ambos sucesos: el previo y el posterior. Tras muchas repeticiones de esta secuencia, el sujeto se convence de que el primero de algún modo precipita al segundo y a esta asociación le da un status especial: relación de causa-consecuencia.
Ahora tenemos una extraordinaria ventaja: podemos predecir el futuro y así tomar una decisión adecuada. La predicción del futuro ha sido un anhelo largamente acariciado por la humanidad. Desde tiempos inmemoriales se han intentado muchas formas: interpretación de los sueños, bolas de cristal, entrañas de animales sacrificados, asientos del café, barajas, líneas en la palma de la mano y otros. Muchas de estas alternativas sobreviven hasta nuestros días, pero más se basan en la sugestión y autoridad psicológica del adivino, que de acontecimientos reales. Pero no solo el hombre aprendió a establecer relaciones de causa-consecuencia; muchos animales lo hacen: pensemos en el pollo que sale corriendo del gallinero cuando oye que se abre la puerta del corral, pues este ruido le anuncia la llegada de comida. Es claro que no siempre se acierta, pero es mejor eso que no tener bases.
Los humanos hemos tratado de llevar la situación al extremo. Optamos por una metodología científica basada en el pasado, de modo que la memoria sigue siendo determinante, aunque para tratar de alcanzar los mejores aciertos se llevan minuciosos registros por escrito y luego se cuenta el número de repeticiones de dos fenómenos pretendidamente enlazados por el nexo causal. Se apela a métodos estadísticos y procesamiento por computadoras y obtenemos finalmente la probabilidad de que ocurra el evento llamado consecuencia, dada la aparición del evento al que llamamos causa. Aspiramos a acertar en alrededor del 95% de los casos.
Hemos refinado el método, pero seguimos dependiendo de identificar, de modo que aún no entendemos bien, la pareja de eventos: causa y consecuencia. Cuando contamos con ellos las ligamos en una relación especial a la que llamamos una hipótesis. Esta predice que si un evento “x” sucede, entonces, pasado un tiempo variable, se presentará el fenómeno “y”. No ha habido modo hasta ahora de descubrir el evento causal en forma sistemática ni ordenada. La consecuencia es el fenómeno ya conocido y que queremos explicar, en tanto que la causa es algo desconocido y lo que nos mueve a investigar para poder predecir el desenlace.
En el orden natural de las cosas la causa es un fenómeno que se presenta primero, sin embargo, en el afán humano de entender el mundo, lo primero que atestiguamos es la consecuencia y vamos en búsqueda de una causa oculta, es decir vamos en sentido inverso. Primero hay que idear una causa y postular que es lo que desencadena el efecto. Este es un proceso complicado del que hablaremos en próxima ocasión.