Todo lo que vemos, incluidos nosotros mismos, estamos hechos de algo. Y eso de que “vemos” es algo relativo. Primero, no necesitamos ver para concluir que las cosas están hechas de algo. Por ejemplo, es muy difícil ver el sol, bajo riesgo de quedar ciego, sin embargo, sabemos muchas cosas de él, a través de instrumentos; no vemos la cosa, sino una impresión de ella. La impresión última no está en un papel o en una película, sino en nuestra retina. Todos los objetos visibles se imprimen en ella. Y aún falta interpretar esa imagen para poder decir qué “vemos”. De donde resulta que ver es interpretar en nuestro cerebro una serie de estímulos luminosos impresos temporalmente en nuestras retinas.
Ver es entonces, un constructo cerebral. De ningún modo el objeto es percibido como tal, tan solo los fotones que rebotan en él, o que son generados por él, los que podemos percibir y entonces nos hacernos una idea de lo que en realidad podría ser el objeto. Necesitamos un proceso de traducción, en realidad transducción, es decir, un tipo de estímulo es captado por un receptor y este lo cambia por otro que nuestro cerebro puede recibir e interpretar, o sea, darle sentido. De este modo el supuesto objeto ocupa un lugar en el mundo y podemos tratar con él, de modo que lo usamos para entender mejor eso que llamamos “realidad”. Pero ya queda claro que al ser una construcción de nuestro cerebro, necesariamente es un producto individual.
Aunque todos nuestros cerebros tienen una estructura y composición similar, no son idénticos. Ni siquiera un mismo cerebro es idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo. Según las circunstancias que va enfrentando cada sujeto, instante a instante, el funcionamiento preciso varía. Según las experiencias de cada persona, la interpretación de los estímulos que llegan a través de los órganos de los sentidos varía, sin que necesariamente los objetos lo hagan. Lo que hoy me parece hermoso, mañana, bajo otros estímulos externos, y hasta internos, puede tornarse desprovisto de belleza y hasta amenazante.
El cerebro es un órgano increíblemente dinámico y funciona a base de miles de millones de módulos que se ensamblan temporalmente durante lapsos variables de tiempo y así funcionan, es decir, perciben e interpretan la realidad, si no es que la generan. Cada neurona es reclutada para participaren una red dinámica de intercomunicación y entre todas generan un producto mental, sea interpretación de lo exterior, de lo interior o bien generan nuevas ideas. Las redes neuronales se pueden conectar con otras y así generar ensambles muy complejos de duración variable, por lo que los productos obtenidos, llamémosles ideas, son esculturas efímeras, que aun cuando tiendan a mantenerse, son como las nubes: sus bordes se mueven y los centros se reacomodan, aun cuando dan una cierta idea de permanencia.
Cuando el cerebro disfunciona, sea por cambios estructurales, habitualmente por pérdidas o disrupciones anatómicas, o bien cuando los intercambios de iones entre neuronas se alteran, la idea resultante se transforma, desde modo sutil hasta radical, de manera que las ideas adquieren otros significados y, lo más importante: nuevas conexiones, otras neuronas, otras redes incorporadas. Segundo a segundo tenemos que ajustar la imagen que tenemos de la realidad. Afortunadamente algunas nubes tienden a mantenerse y esto nos da la confianza de seguirlas usando como referentes.
La memoria se encarga de guardar los límites e interiores de esas nubes que son las ideas. Al parecer originalmente la intención era menos ambiciosa y tenía un aspecto utilitario inmediato: fijar la posición inicial de un objeto –presa- y calcular su movimiento para predecir de manera exacta una nueva posición espacial tras el paso del tiempo. Para ello no se necesita delinear perfectamente la cosa, sino el conjunto principal. Los humanos y otros animales con inteligencia superior, distinta a la nuestra, aunque menos avanzada en lo global, hemos extendido estas funciones para tomar todo tipo de decisiones acerca de infinidad de variantes de presentación de los eventos de la vida diaria y que de algún modo tienen que ver con la supervivencia.
El caso es que nuestra percepción, en especial la visual, es de algún modo “borrosa” pues no capta los componentes precisos de los objetos, sino más bien el conjunto principal. Si tuviéramos una visión atómica y pudiéramos distinguir los componentes individuales de las cosas no tendríamos una mejor impresión de la realidad, como nos sucede cuando vemos a gran cercanía una fotografía impresa en un anuncio espectacular. Aparece una serie amplísima de puntitos de diferentes colores que cuando se mezclan por la percepción a distancia, integran otros colores más uniformes que concuerdan mejor con la idea que aceptamos como la “verdadera”. Resulta también que la fotografía un ojo, por ejemplo, está formado por una serie de puntitos que cuando los fundimos por nuestra visión borrosa nos da la impresión que tomamos por precisa.
Así que la apariencia no es la realidad misma, sino nuestra construcción mental que nos hace suponer que así son las cosas en realidad. Afortunada situación que nos permite interpretar un nivel de realidad que nos facilita tomar decisiones encaminadas no solo a la supervivencia, sino a comprender que la realidad se oculta tras la apariencia y que para funcionar en la vida cotidiana me conviene más atender a la apariencia. Desde luego que con la capacidad que tenemos para escudriñar en el fondo, captamos componentes ocultos a simple vista, que una vez reinterpretados como parte del conjunto nos dan una mejor comprensión, aunque nuestra visión de conjunto siga siendo esencialmente la misma.
Lo importante es integrar diferentes niveles de resolución que permitan un abordaje más inteligible de la realidad, con el que podemos comprender que el planeta rojo lo vemos así por la cantidad de hierro que hay en su suelo, igual que vemos roja la sangre porque está compuesta de sacos celulares –los eritrocitos no cumplen la definición de célula, pues carecen de núcleo- que en su interior llevan moléculas de la proteína hemoglobina, que a su vez contiene hierro en su interior. En otros casos el color rojo obedece a otras propiedades que no tienen que ver con la presencia de hierro y que dan color rojo intenso, como el pigmento que se extrae de la cochinilla, debido al ácido carmínico mezclado con aluminio, o bien el colorante sintético industrial rojo Ponceau 4R. El caso es que diversos componentes atómicos o moleculares hacen que percibamos un color rojo que en realidad no existe como tal, sino que resulta generado por nuestro cerebro cuando interpreta la luz que reflejan ciertos componentes químicos.
Así pues, nuestra percepción de los objetos es “borrosa” y gracias a esta falta de precisión podemos tomar decisiones de todo tipo y creemos captar la realidad con alta fidelidad o definición. Pasa algo similar con las imágenes generadas en los monitores de las computadoras, compuestos por pixeles, que podemos percibir como puntos diminutos. Cuando nos acercamos a ver una línea, vemos que en realidad es una sucesión de puntos muy cercanos entre sí, tal como prescribe la geometría. No hay líneas verdaderas, ni en monitores ni en papeles, así las interpretamos por falta de precisión en su construcción y en su percepción, pero gracias a ello podemos captar la belleza e los objetos y sus representaciones. Los ángulos en las paredes de los edificios no existen como tales, sino que resultan de una agrupación diferente, de una pared a otra, aun cuando podamos hablar de “líneas limpias” que en su conjunto transmiten la idea de belleza.
La constitución misma del universo es atómica, pero la interpretamos como continua. Aun los átomos no permiten definir un punto exacto, puesto que están hechos de componentes menores, donde los electrones se disponen en orbitales, que en el fondo son regiones nebulosas donde hay probabilidad de encontrar a los electrones. Cuando al gigante de la física Niels Bohr le preguntaron qué son los electrones, él contestó: “yo creo que los electrones no son cosas”. Al parecer la última postura acerca de los electrones es que, junto con los quarks, son los verdaderos átomos que pregonaban los antiguos griegos presocráticos. No sé si esta idea de que hay varios tipos de átomos, es decir partículas simples que ya no contienen otros componentes menores, sea una postura definitiva o vaya a cambiar, hasta dar con un solo componente único del que están hechas todas las cosas.
Si continuamos por esta vía descendente a lo más pequeño y simple, el átomo verdadero, llegaremos a la desmaterialización final. La materia es solo una forma de la energía, como lo expresó Einstein en su famosísima ecuación (E=mc2). La materia vendría siendo una especie de energía congelada o solidificada, por lo que la percibimos como materia “sólida”. Qué sea la energía en última instancia es algo que aún no saben decir los grandes físicos que están inmersos en estas profundas investigaciones, que quisiéramos que nos dijeran de qué están hechas las cosas. La respuesta “de energía” no nos aclara el panorama desde que no sabemos decir qué es la energía. Debemos contentarnos por ahora con pensar que la energía es realmente el constituyente último del universo, tanto en su parte material, como no material. Y no hay más por el momento. De lo que no podemos hablar es mejor callar.