Por Humberto Silva Mendoza
Es el ocaso de un jueves cualquiera del mes de enero de 1935 en Xalapa, hace 88 años, mi ciudad cobijada por miriadas de flores y protegida por el manto de tul de la niebla vespertina perenne, siempre acariciante en aquel entonces.
La niebla coquetea con “los chinos”, piedras grises, redondas que cubren las callejuelas pueblerinas y brillan bajo la macilenta luz del atardecer al reflejarse en su húmeda superficie, el parpadeo de los faroles de cada esquina alumbra con timidez el entorno de la bocacalle. A la media cuadra, la amistosa complicidad de penumbra vespertina y “chipichipi” vuelve a obscurecer tejados y fachadas para disiparse apenas, y resurgir con la frágil luminosidad del farol de la siguiente esquina.
La calle de Alatorre, cuesta angosta y solitaria, inmersa en la niebla de la tarde, flanqueada en su inicio por la Catedral, luego por casonas con gran portón de cedro y ventanas anchas, resguardadas por enrejados centenarios de hierro forjado. Más arriba se encuentra “el árbol”, el viejo fresno símbolo de esa calle, durante muchos años majestuoso y con follaje exuberante que anuncia la entrada al Mercado Jáuregui. Termina la larga calle a la orilla del pueblo, en el enigmático lugar, “La Cruz de la Misión”, que remonta a la época porfiriana rica en historias y leyendas.
Las ventanas, enrejadas con barrotes abombados estrechan la acera obligan al carbonero y la ventera con su canasta de pan caliente en la cabeza, a transitar a la mitad del empedrado bajo la niebla que viste de blanco a la obscuridad de la noche que debuta, apenas ilumina a la callejuela la tenue luz eléctrica “de 12 horas” que se enciende a las seis de la tarde.
La hendidura en los postigos de los ventanales filtra un haz de luz, las familias charlan en el hogar, las horas pasan, la obscuridad y la noche avanzan. Las casonas coloniales dejan entrever a las damas provincianas atisbando el paso del caminante en las hendeduras, propiciadas cuando separan discretamente los visillos.
Desde lejos se escucha, al acercarse con lentitud, un cántico que despierta el eco y se repite con monotonía rompiendo el silencio que acompaña a la obscuridad, “Son las once y sereeenooo”, es el “sereno” anunciando que la serenidad impera en la ciudad, se produce entonces un sonido híbrido, mezcla del golpeteo de los cascos de un jamelgo contra las piedras de la calle y aquel grito largo, melancólico.
La figura del “sereno” sobre el lomo de la bestia se recorta en cada cruce de callejas, sombrero ancho, manga de hule y el caballo, forman una silueta bajo el halo luminoso, su aspecto es fantasmal, es el velador vigilante de la serenidad de la provincia.
En la penumbra, sobre la acera angosta aparece un caballero que apenas se distingue sube la cuesta lleva un sombrero de hongo, gabán y enorme paraguas. A mitad de la primera cuadra, se frota las manos ante un gran portón, cuyo cedro mojado despide un leve aroma a humedad. Con la aldaba, toca y su solicitud de venia para entrar resuena, las grandes maderas se abren y un “rechinido” franquea la entrada, es un médico xalapeño que llega a la reunión de amigos, del interior surge un resplandor desparramado al cual acompaña un murmullo de voces que escapa hacia la calle.
Se trata de una tertulia, sensación de calor anima y envuelve al visitante, emana del grupo de invitados departiendo alegremente. La escena se repite cada semana, son amigos que llegan a otra de las gratas reuniones en la casa del doctor Pedro Rendón.
En la sala, acogedora y señorial, en corrillos entusiastas platican los doctores Leonardo Quijano, Luis F. Nachón, Francisco Navarrete, Eduardo R. Coronel, Luis Espinosa Pazos, Armando Domínguez Castro, primer pediatra en Xalapa, el químico Pepe Díaz, el simpático psiquiatra del grupo, el inolvidable Dr. Gustavo A. Rodríguez, quien disertaba cada noche sobre la cultura Olmeca o acerca de su “Teoría del color verde”, divertida e ingenua. Los contertulios disfrutaban aquellos convites históricos del Xalapa provinciano de la mitad del siglo veinte.
El maestro Pedro Rendón toca el chelo y pronuncia sus poemas con los ojos entornados y la mente en su corazón. En el ambiente se percibe la dedicatoria de su arte al amor platónico que lo consume, como todos saben, la enfermera Mariquita Montes del Hospital Civil. La charla es bohemia como los asistentes, henchida de amistad y calor, contrasta con el frío de la noche. Es una convivencia de amigos, un remanso para el reencuentro y la amistad.
Esta noche, como en muchas otras, no ha faltado el comentario, no por incidental menos emotivo, del merecimiento de los médicos a tener un lugar para reunirse, “La casa del Médico”, donde haya “un ambiente de digno respeto para los trabajadores de la medicina y deseando que esta ilusión no quedase convertida sólo en un sueño perdido entre las nubes”, como expresó el joven médico Armando Domínguez Castro en una de estas tertulias. Las hermanas de don Pedro, Eno y Mary, hacen más amable la convivencia con sus atenciones: ofrecen café caliente de Coatepec, bocadillos y el coñac de don Pedro. Una velada exquisita.
Poco a poco, el día se aposenta en la ciudad desplazando la obscuridad nocturna, Xalapa despierta lánguida, silenciosa, inmersa en la niebla cotidiana, los últimos invitados salen presurosos bajo la luz de los faroles que están por apagarse a las seis de la mañana, las calles solitarias desdibujadas aún, por una discreta bruma de la noche que se niega a disiparse, la brisa hace que el helado aire matutino penetre sin pudor a través de los ropajes. El calor de la convivencia reanimará a los invitados durante todo el día para volver entusiastas con los enfermos, que son parte de su familia.
En una velada similar de aquel tiempo singular, don Pedro Rendón hizo ante los médicos reunidos, su célebre propuesta: “¡Salud, compañeros! hago una reflexión a nuestro sindicato de médicos hoy que estamos reunidos la mayoría; se dedica un día del año para festejar el santo del amigo o de la madre o el padre, el maestro y el empleado, bueno, ¡hasta los burros tienen su día!, ¿los médicos seremos menos que los asnos?, giremos una circular a los colegas del país para luchar por la creación del Día del Médico y como tal se fije el aniversario de la fundación de la escuela de Medicina; el 23 de octubre de 1833, por decreto del Dr. don Valentín Gómez Farías”.
La idea prosperó. Desde entonces celebramos con placer la entrañable reunión de nuestro “Día del médico”.
Sucedieron muchos amaneceres como este, decenas de calendarios perdieron sus hojas y todos los presentes en aquellos convivios se han ido para siempre. En la noche del 23 de octubre de 2023, ochenta y seis años han transcurrido, la ciudad ha cambiado, pero el espíritu de don Pedro Rendón sigue en ella, fue él quien impulsó la unidad, su presencia fue imprescindible en todo acto de discusión clínica, defensa fragorosa de la unidad de los médicos o de convivio social.
Envío saludo fraternal a don Pedro Rendón, hasta el lugar sin límites donde se encuentra, no interrumpiré su concierto de chelo ni la rima de alguno de los poemas declamados a su Mariquita del alma, su eterno amor, que debe de estar muy cerca de él.
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