Por Sofía Olvera

02 de noviembre del 2025. Córdoba, Ver.- En la Córdoba del siglo XVII, se cuenta que vivió una mujer poseedora de una belleza extraordinaria, ni blanca ni negra, con la piel dorada como la canela; conocida por los cordobenses como la Mulata de Córdoba (su nombre varía según la versión, el más mencionado es Soledad, sin embargo, también muchas de ellas la nombran simplemente como “la Mulata”). Dicen que nadie sabía de dónde venía ni qué edad tenía, pero que poseía una sabiduría extraña: curaba con hierbas, hablaba con los animales, y nunca envejecía.

Su fama era mucha, despertaba temores al igual que un inexplicable deseo. En una sociedad dominada por la Inquisición, esos dones fueron considerados brujería. En este contexto, nació una de las leyendas más poderosas del imaginario novohispano: la historia de una mujer que, acusada de pactar con el rey del inframundo, escapó milagrosamente de su celda dibujando un barco en la pared, desapareciendo en la pintura.

Más allá de la leyenda, la Mulata de Córdoba es una figura profundamente simbólica: representa la condición ambigua de la mujer mestiza, la ansiedad colonial ante lo desconocido y el poder subversivo de la sabiduría popular frente al orden religioso y racial impuesto por la Corona española.

La leyenda de la Mulata surge en un contexto real: la Córdoba veracruzana de los siglos XVII y XVIII, una región estratégica por su ubicación entre el puerto de Veracruz y el altiplano. En esa región convivían los pueblos indígenas, españoles, esclavos africanos y mestizos, en una mezcla étnica y cultural que desafiaba las jerarquías sociales impuestas por la Colonia.

En los registros de la Inquisición de México, existen documentos que refieren juicios contra mujeres acusadas de “hechicería”, “curanderismo” o “mezcla de sangres impuras”. Aunque no hay evidencia de una “mulata cordobesa”, el mito se nutre de esas historias, donde la mujer no europea y autónoma se convertía en amenaza.

El antropólogo Luis Weckmann señala que en la Nueva España “la herejía y la sensualidad se confundían en el cuerpo de la mujer mestiza”, y ese estigma permeó la creación del mito: una mujer que sabe demasiado, que no se somete, que habla con libertad, debía ser explicada por el miedo —por la brujería. Por otro lado, y desde la lingüística histórica, el término mulata proviene del español mulo (cruce entre yegua y asno), palabra que ya en el siglo XVI se utilizaba con una carga despectiva para designar a los hijos de africanos y europeos.

La Mulata de Córdoba, por tanto, no sólo tiene un nombre, sino una etiqueta impuesta, un signo que condensa el racismo estructural del sistema colonial. Su identidad no se nombra: es “la Mulata”, un arquetipo, una construcción de la mirada blanca masculina que mezcla deseo y repulsión.

Paradójicamente, en la leyenda, ella se reapropia de ese lenguaje y lo subvierte: el insulto se transforma en símbolo de poder. Es “la Mulata” porque pertenece a todos y a nadie; su mestizaje no la degrada, la libera de toda categoría. Es el lenguaje del cuerpo enfrentado al lenguaje de la ley.

En la tradición oral, la Mulata es una mujer que cura con hierbas, predice tormentas y usa el fuego y el agua con sabiduría ancestral. Sus prácticas recuerdan las de las curanderas indígenas y afrodescendientes que preservaron saberes medicinales fuera del control de la Iglesia, su figura representa el sincretismo de los saberes prehispánicos, africanos y europeos: una mezcla que desafía el monopolio del conocimiento clerical.

En términos de género, la Mulata encarna lo que Mary Douglas denominaría “materia fuera de lugar”: una mujer que no se ajusta a las normas de pureza ni de conducta femenina. Su castigo —la prisión— es el intento de restaurar el orden, pero su escape mágico revela que el poder del sistema no puede contener lo que no comprende.

El episodio más célebre de la leyenda ocurre cuando la Mulata, encarcelada por la Inquisición, pide carbón para entretenerse y dibuja en la pared el contorno de un barco. Luego, ante la mirada atónita del guardia, de manera desafiante y en algunas versiones hasta burlona, entra en la pintura para desaparecer.

Desde la semiótica, este acto es una transgresión de los límites simbólicos: la pared —metáfora del encierro— se convierte en puerta, y el dibujo —lenguaje— en acción. La Mulata atraviesa la frontera entre palabra y realidad, entre signo y mundo.

Lingüísticamente, es una figura creadora: su poder radica en el acto de nombrar, de trazar, de escribir su propia fuga. En cierto modo, es una artista, una narradora que se libera mediante la metáfora. Su escape es también el nacimiento de su leyenda: al desaparecer, se vuelve eterna.

En el contexto colonial, este barco puede leerse como símbolo de la travesía atlántica invertida: si los barcos trajeron esclavitud y sometimiento, el suyo lleva libertad y misterio. Es la inversión poética del comercio de cuerpos y almas que definió al Caribe novohispano.

La Mulata de Córdoba, al igual que La Llorona o La Siguanaba, pertenece a la genealogía de mujeres sobrenaturales que aparecen en la noche, entre el deseo y el peligro. Pero su mito tiene un matiz político y racial que lo distingue: es la respuesta mestiza al poder colonial.

Su belleza es solar —hija del Caribe—, pero su sabiduría es telúrica, conectada con la tierra y con los saberes populares. Su supuesta “brujería” es la forma en que la sociedad patriarcal etiquetó la autonomía femenina y el conocimiento no autorizado.

El historiador Serge Gruzinski ha señalado que la cultura novohispana fue “una máquina de mestizajes”, y la Mulata es su emblema más poderoso: el cuerpo híbrido, deseado y temido, que el sistema no logra clasificar. En ella confluyen lo africano, lo indígena y lo europeo, no como mezcla degradante, sino como rebelión estética y espiritual.

La leyenda inspiró a numerosos escritores y artistas. En el siglo XIX, Vicente Riva Palacio la incluyó en su colección Tradiciones mexicanas, donde acentúa su carácter enigmático y su justicia poética frente al abuso del poder religioso. Posteriormente, la figura se reinterpretó en teatro, pintura y cine, volviéndose una suerte de arquetipo del mestizaje femenino mexicano.

En el plano lingüístico, su nombre resuena en la tradición oral como una onomatopeya de misterio: “la Mu-la-ta” —tres sílabas que parecen marcar un paso rítmico, como si caminara por los pasillos del mito. Su historia, transmitida en voz baja, mantiene el tono de lo prohibido, de lo que sobrevive al silencio oficial.

La Mulata de Córdoba no es sólo un personaje fantástico, sino una metáfora viva de la resistencia mestiza. Representa la capacidad del pueblo para transformar la opresión en mito, el miedo en relato, el estigma en símbolo. El mito de la Mulata ha trazado su propio camino a través de los siglos, navegando entre las aguas de la historia y la fantasía. Y cada vez que alguien pronuncia su nombre, ese barco vuelve a zarpar, recordándonos que el cuerpo mestizo, la palabra prohibida y la mujer libre siempre encontrarán una grieta por donde huir del silencio.

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