Por Anette Huerta
El ser humano le teme a la oscuridad. No sólo a la falta de luz física, sino a esa otra oscuridad más profunda: la que habita en su interior. Esa oscuridad representa el olvido, el desconocimiento, el vacío y el dolor. Frente a ella, el hombre creó la luz, no únicamente para iluminar su entorno material, sino para resistir el abismo que intuía dentro de sí mismo.
La luz, entonces, no fue solo un acto de supervivencia práctica, sino una respuesta simbólica: un intento de nombrar lo que no podía entenderse, de hacer visible lo invisible, de darle forma a la incertidumbre.
Sin embargo, la creación de la luz no resolvió el conflicto interno. Dentro de cada persona coexisten tres facetas que luchan constantemente por imponerse: lo que uno realmente es, lo que aparenta ser y lo que los demás perciben. Estas dimensiones no siempre convergen. Mientras algo de nosotros se muestra al mundo, otra parte permanece oculta, y otra es inevitablemente reinterpretada por las percepciones ajenas.
Con el paso del tiempo, esta tensión va desgastando nuestra propia imagen. Nuestra silueta, antes nítida para nosotros mismos, se vuelve cada vez más borrosa. Llega un momento en que incluso frente al espejo dudamos de nuestra propia identidad.
En medio de esta confusión sobre lo que somos, surge una pregunta todavía más profunda: ¿quién creó al hombre? ¿Fue un dios quien, en un acto de voluntad, lo formó? ¿O ha sido el propio hombre quien, enfrentado a su vacío interior, decidió inventarse a sí mismo, una y otra vez, para no desaparecer?
Cada intento de definirse es también un acto de creación, pero uno que inevitablemente acarrea fragmentación y dolor. Definirse significa limitarse, y cada límite impuesto abre nuevas heridas.
Así, frente al reflejo de nosotros mismos y la mirada de los otros, surge una pregunta silenciosa: ¿hay alguien ahí?
La distancia entre lo que somos y lo que mostramos hace que nuestra identidad se vuelva frágil. Sostener principios en medio de esta confusión se convierte en un acto doloroso. No basta con tener convicciones; también hay que enfrentarse al hecho de que el mundo puede distorsionar, traicionar o corromper esas mismas convicciones.
La vida basada en principios no está exenta de sufrimiento. Duele ver cómo los ideales que sostenemos se manchan en el contacto inevitable con la imperfección humana y social.
El problema se agrava al reconocer que no sólo nosotros nos fragmentamos interiormente, sino que también existimos fragmentados en la mente de los otros. Cada persona que nos conoce construye una versión distinta de nosotros, basada en sus propias percepciones, expectativas y prejuicios. Estos “otros yoes” existen, aunque nosotros no los controlemos ni los reconozcamos. Y cada uno de ellos son reales.
Conocer a otra persona completamente es muy difícil. De hecho, puede que ni siquiera logremos entendernos por completo a nosotros mismos. Por eso, un individuo no puede entender por completo a otro. Siempre queda algo oculto, algo que escapa a las palabras y a las explicaciones. Y, sin embargo, las personas no dejan de intentarlo. Buscan comprender a los demás, descifrar sus gestos, sus silencios, sus intenciones.
Este esfuerzo constante por conocer y ser conocido es lo que hace que la vida sea interesante. Aunque nunca logremos un entendimiento total, cada pequeño acercamiento, cada instante de comprensión, ilumina por un momento la oscuridad en la que nos encontramos.