02 de noviembre del 2025. Xalapa, Ver.- En el corazón de Xalapa, Veracruz, se alza un antiguo volcán dormido: el Macuiltépetl, cuyo nombre en náhuatl significa “Cerro de los Cinco” (macuil, cinco; tépetl, cerro o monte). A simple vista, es hoy un pulmón verde de la ciudad, un refugio natural lleno de senderos, miradores y aves. Pero bajo su vegetación y su aparente quietud, el cerro guarda una presencia mítica, un eco que la tradición oral ha preservado durante siglos: la Cueva del Macuiltépetl, lugar donde —según cuentan— se abren los portales al inframundo y habita un poder antiguo que no pertenece del todo al mundo de los vivos.
Diversas versiones del relato coinciden en que, dentro del cerro, existe una cueva que se abre solo en ciertas noches del año —algunos dicen en el Día de San Juan, otros durante los eclipses—, y quien logra entrar en ella puede hallar tesoros invaluables o desaparecer para siempre. Hay quienes aseguran que en su interior vive una serpiente de fuego, un chaneque guardián, o incluso el espíritu de un antiguo tlatoani que custodia los secretos del pasado.
Como toda leyenda viva, el mito del Macuiltépetl es un tejido de voces, una convergencia entre la cosmovisión prehispánica, la devoción colonial y la memoria colectiva xalapeña.
Para los pueblos nahuas, los cerros eran mucho más que accidentes geográficos: constituían centros sagrados, puntos de comunicación entre los tres planos del cosmos —el cielo, la tierra y el inframundo—. En la tradición mesoamericana, el tépetl (cerro) simbolizaba el vientre de la madre tierra, de donde brotaba el agua, los minerales y la vida misma.
El Macuiltépetl, con su nombre que evoca el número cinco —símbolo de equilibrio cósmico en la numerología náhuatl—, representaba el centro del universo o el punto donde convergen los cuatro rumbos cardinales. En este sentido, el cerro no solo era un referente topográfico, sino un espacio ritual, un axis mundi donde el hombre podía comunicarse con las fuerzas del mundo espiritual.
En códices como el Borgia y el Fejérváry-Mayer, los cerros aparecen como montañas huecas, con puertas o cuevas en sus entrañas, de las cuales emergen deidades, manantiales o semillas. Esta imagen del cerro-cueva se perpetúa en la leyenda del Macuiltépetl, donde la caverna es el umbral entre el mundo visible y el invisible.
Los relatos xalapeños narran que quienes se aventuran a entrar en la cueva pueden perderse en sus túneles interminables o ser engañados por apariciones. Algunos testigos aseguran haber visto luces danzantes, figuras humanas cubiertas de oro o haber escuchado voces que los llaman por su nombre. Otros cuentan que dentro se esconde un tesoro dejado por los antiguos pobladores, custodiado por un nahual-serpiente que protege el secreto.
En varias versiones, la cueva se abre brevemente —a veces al sonar las doce campanadas de medianoche— y aquel que entra debe salir antes de que se cierre. Quien no lo haga queda atrapado por siglos, “como si el tiempo no existiera ahí dentro”.
Este motivo narrativo tiene paralelos en otras leyendas mesoamericanas: las cuevas de Chicomoztoc (donde nacieron los pueblos nahuas) y las entradas al Mictlán, donde el alma debe atravesar pruebas para renacer. El Macuiltépetl, en esa lectura, no solo es un cerro: es una puerta hacia los orígenes, un recordatorio de la fragilidad del límite entre vida y muerte.
Desde la perspectiva lingüística, el topónimo Macuiltépetl encierra múltiples capas de significado. El prefijo macuil- (cinco) no solo refiere a un número, sino a un principio de equilibrio cósmico: los cinco puntos que representan el centro del universo, símbolo del orden y la totalidad.
En la filosofía náhuatl, el cinco es el punto de unión entre los cuatro vientos y el corazón del mundo (nahui ollin), lo que convierte al cerro en una metáfora del centro vital del cosmos xalapeño.
De esta forma, la cueva del Macuiltépetl puede interpretarse como el vientre del mundo, un espacio donde las fuerzas primordiales se regeneran. En el habla popular, “entrar a la cueva” equivale a “entrar al misterio”, pero también al retorno simbólico al origen, a la matriz de la tierra.
Durante la Colonia, muchos de los antiguos lugares sagrados fueron reinterpretados bajo el imaginario cristiano. Las cuevas, que en la tradición indígena eran sitios de nacimiento y poder, pasaron a ser vistas como moradas del demonio o refugio de brujas.
El Macuiltépetl no fue la excepción: los frailes que fundaron Xalapa en el siglo XVI intentaron erradicar los rituales en torno al cerro, pero el pueblo mantuvo sus prácticas en secreto. Así, el mito de la cueva sobrevivió disfrazado de leyenda “diabólica”: los guardianes se convirtieron en demonios, los tesoros en tentaciones, y el cerro sagrado en lugar de peligro.
Este proceso de sincretismo revela el conflicto entre dos sistemas simbólicos: el indígena, que ve en la tierra una fuerza materna, y el cristiano, que la asocia con el pecado. En el fondo, la leyenda conserva la memoria de una resistencia cultural: la continuidad subterránea de la cosmovisión prehispánica bajo la superficie colonial.
En el contexto moderno, el Macuiltépetl se ha convertido en un emblema identitario de Xalapa. Su figura domina el horizonte urbano, recordando a sus habitantes la relación ancestral con la naturaleza. La persistencia de su leyenda demuestra que los mitos no desaparecen: se transforman.
Hoy, los relatos sobre la cueva circulan entre guías, vecinos y excursionistas, y aunque su tono es más anecdótico, mantienen la misma esencia: el respeto por lo desconocido, la advertencia ante la soberbia humana y la intuición de que la tierra guarda una voluntad propia.
Podría decirse que el Macuiltépetl funciona como un espacio de memoria ecológica, un recordatorio de que Xalapa se edificó sobre un territorio vivo, donde la naturaleza y lo sagrado siguen entrelazados.
La cueva, en este sentido, no solo es un hueco físico, sino un símbolo de la profundidad cultural de la ciudad: un lugar donde convergen el pasado indígena, el imaginario colonial y la sensibilidad moderna.
La Cueva del Macuiltépetl puede entenderse como una metáfora de introspección. Quien entra en ella no solo desciende a la tierra, sino a su propia interioridad. En términos junguianos, representa el descenso al inconsciente, al territorio donde habitan las sombras y los ancestros.
Por eso, quienes regresan del interior —según el mito— lo hacen transformados. Algunos dicen que enloquecen, otros que adquieren sabiduría. En ambos casos, la cueva actúa como un umbral iniciático, una experiencia de muerte y renacimiento que remite al antiguo simbolismo mesoamericano del tlalli, la tierra que engendra y devora.
El Macuiltépetl no es solo un cerro en el centro de Xalapa: es una presencia viva, un punto donde se cruzan los planos del tiempo y la memoria. Su cueva representa la voz subterránea de la tierra, la continuidad de una cosmovisión que se resiste al olvido.
Así, cuando el viento sopla entre los árboles del parque y las aves callan por un instante, dicen que puede oírse un rumor profundo que viene de abajo —como un suspiro de piedra—, el mismo que hace siglos dio origen al mito: la respiración de la Cueva del Macuiltépetl.
