El término “Inteligencia Artificial” no es nuevo, la ciencia ficción primero, y luego la ciencia real la han manejado y propuesto diversas aplicaciones. Los robots humanoides capaces de interactuar con humanos, asesorarlos y resolver problemas tiene un buen recorrido ya. Recordamos, entre otros, los “cerebros positrónicos”, invención de Isaac Asimov, así como los relatos agrupados en “Yo robot” y la novela “El hombre del bicentenario” del mismo autor.
El temor de que pudieran estas máquinas super-inteligentes hacernos daño también lo anticipó Asimov y planteó un grupo de tres principios, a manera de ética robótica y que, palabras, palabras menos, dicen: 1 Ningún robot podrá dañar a un humano. 2 Ningún robot podrá dejar que un humano sufra daño por su inacción, y 3 Todo robot protegerá su propia integridad, a menos que entre en conflicto con las dos leyes anteriores. De cualquier manera, no deja de preocuparnos que las máquinas con inteligencia artificial encuentren un camino y justificación para tomar el control, o dañarnos, inclusive al punto de la extinción.
Esto nos lleva a considerar, así sea someramente, la cuestión de la inteligencia. Dejamos de lado lo artificial, pues ya queda claro que la inteligencia es originalmente un atributo biológico, propia de seres relativamente complejos; sin embargo, los humanos hemos creado la segunda división al dotar máquinas con potencial inteligente para enfrentar diversos problemas, desde simples, hasta muy complicados.
De un modo u otro, la inteligencia tiene que ver, en primer lugar, con la complejidad. Es decir, pensamos que para que una entidad, biológica o artificial, sea inteligente requiere un número mínimo de componentes, neuronas o chips, capaces de interactuar integrando una red neuronal –o de chips-. El intercambio de estímulos –eléctricos, tanto entre neuronas, como entre chips-, se produce cuando los componentes del sistema manipulan, comparten y modifican estos impulsos que se convierten en información, es decir, de algún modo reflejan el mundo exterior e interior complementario al cerebro inteligente.
Inicialmente los impulsos eléctricos se originan en cambios medio-ambientales, que a su vez provocan modificaciones en receptores sensoriales que ahora introducen información al cerebro, sea por nervios, o por cables, su equivalente. El mismo complejo que soporta al cerebro genera otros impulsos que retroalimentan al sistema entero. Así es posible recibir información del exterior (luz, calor, daño, etc.) y del interior (situación de parámetros que responden al exterior, como frecuencia de latidos o pulsos eléctricos, temperatura interna, cantidad de refrigerante en circulación, acúmulo de desechos, etc.).
El medio ambiente está variando continuamente y esta información entra al sistema inteligente y eventualmente es transmitida hasta el órgano central de procesamiento –cerebrodonde se distribuye la información entre diferentes núcleos, que a su vez responden de modos diferentes. La conjunción de información de estos núcleos da lugar al “procesamiento” de la información, donde se va acentuando la necesidad de tener estructuras complejas que puedan conjuntar y mezclar muchos datos. Entre más información pueda captar el sistema y luego “procesarla”, más inteligente será este, pero necesitará más componentes e interconexiones: cerebros más grandes, con mayor densidad de neuronas/chips y cableado más abundante.
Pero la complejidad del cerebro, biológico es un recurso con limitaciones, requiere mayores cantidades de energía, espacio de crecimiento y recursos de protección y mantenimiento. El cerebro humano contiene una cantidad asombrosa de neuronas: cien mil millones, más otras células de apoyo complejo, lo que equivale a decir que un cerebro humano tiene tantas neuronas como estrellas tiene una galaxia, todo compactado dentro de la cavidad craneal. Con los cerebros artificiales aún podemos seguir expandiendo su tamaño hasta ocupar edificios enteros si se quiere, pero además, los podemos intercomunicar, vía cables, o de manera inalámbrica y entonces varios cerebros pueden actuar como grandes módulos interconectados, sumando recursos.
Los humanos no podemos interconectarnos tan fácilmente, a pesar de los grandes avances en telecomunicaciones, ni somos tan rápidos que podamos abarcar miles de páginas de texto con una ojeada (de ojo). Nos lleva mucho tiempo leer un solo libro y las computadoras se transmiten la información a velocidades espeluznantes que ni siquiera podemos imaginar bien: cualquier magnitud por abajo de medio segundo ya es difícil de apreciar, por eso las carreras, por ejemplo, se ponderan con cámaras (photo finish) y cronómetros.
Los cerebros biológicos han seguido una ruta diferente a lo largo de la evolución: compactar más materia en menos volumen para alcanzar mayores complejidades. Cerebros más esféricos contienen más neuronas en cabezas no tan grandes. La mejor estrategia ha sido lograda por delfines y algunas ballenas, con cerebros muy esféricos. El caso es que conviene tener más neuronas en una cabeza no demasiado grande ni pesada, por razones obvias. Ya amticipamos seres fantásticos, pretendidamente extraterrestres, con cabezas alargadas, capaces de contener más masa cerebral y por lo tanto potencialmente más inteligentes.
Hasta la fecha nuestras cabezas y cerebros han crecido dentro de ciertas proporciones y ello nos limita en cierta medida. Al parecer, genios como Albert Einstein, tienen mayor densidad neuronal en algunos “módulos” cerebrales, lo que podría explicar su genialidad. En otros casos, más frecuentes y menos exigentes en cuanto a materia cerebral extra, los cerebros se las ingenian para aprovechar mejor la materia con la que cuentan dentro de una cabeza normal. Y lo muy estacado es que todos podemos tratar de optimizar nuestra materia gris para obtener un mejor rendimiento, sin apelar a tener más neuronas.
Lo primero, que es algo que la inteligencia artificial no tiene, es la intención, es decir, la idea original de la curiosidad. Como dijera Aristóteles: “Todos los seres humanos tienen naturalmente el deseo de saber”. Es algo que no tenemos evidencia de que las máquinas posean. Si nosotros no instruimos a la máquina, esta no empieza a trabajar. En el inicio y en el desarrollo programático estamos nosotros, los humanos. En el desarrollo del procesamiento y resultado final, la máquina va sola: tiene una gran capacidad para recibir información y procesarla a gran velocidad. Nosotros definimos e iniciamos el proceso, ellas lo terminan.
Se ha puesto en boga el término “prompt”, que es el conjunto de instrucciones-guía-pregunta que pone en acción a la máquina. De la manera de preguntar (prompt) depende la respuesta, y si no estuviéramos satisfechos, podríamos lanzar otro prompt con más especificaciones. El punto crítico es el proceso previo a la petición que le hacemos a la máquina (virtual, como el chatGPT, o real). Lo importante es lo que nosotros pensamos y cómo evaluamos lo que la máquina contesta. Esto la computadora no lo hace. Aún para que funcionara automáticamente, habría que darle la instrucción inicial: “ante tal cambio medio ambiental, poner en marcha el programa x, de lo contrario, permanecer en reposo”).
Como nosotros no tenemos capacidad instalada más allá de lo que permite la relación cerebro/cráneo, debemos recurrir a dos estrategias básicas al alcance de todos: seleccionar solo una tarea y no distraernos con otra. Quien piensa en dos tareas simultáneamente divide sus recursos, es decir, tiene menos cerebro para cada tema, lo que obviamente disminuye la capacidad de procesamiento. Leer un libro y oir/ver televisión al mismo tiempo no logra buenos resultados, por eso cuando manejamos un auto nos concentramos en el entorno exterior y los movimientos de control del desplazamiento los hacemos en automático, sin pensar en ello: para cuando me doy cuenta, ya pisé el freno y detuve el auto para no atropellar a un transeúnte.
La segunda condición es persistir en nuestra intención: no distraernos. Esto rompe la secuencia de eventos en el procesamiento de la información y habrá que reiniciar todo la cadena de conexiones inter-neuronales y acaso no lleguemos a donde estábamos. Una vez seleccionada la tarea, todo lo demás debe dejarse fuera. Cuentan de un gran golfista que ante un tiro muy difícil se concentraba y justo al ir a dar el golpe sonó el potente silbato de un tren. La jugada fue impecable y cuando le preguntaron cómo había hacho para no alterarse por el silbato del tren, él pregunto: ¿cuál silbato?. Distraigan ustedes a un perrillo que va muy decidido a un lugar y verán que abandona su camino y deja inconcluso aquello que parecía motivarle. La capacidad de concentración es primordial.
Quien tenga la capacidad de seleccionar bien sus objetivos, porque el tiempo de esta vida no alcanza para todo, y que sea capaz de persistir en su tarea, tendrá las mejores oportunidades de resolver el problema de interés. Y lógicamente, le llevará menos tiempo resolverlo, de modo que cumplirá con dos características muy apreciadas: rápido y bien. Si además se esfuerza en emplear solo los recursos necesarios, es decir, busca eficiencia: pocos recursos, grandes resultados, será muy apreciada su labor. De modo que antes de empezar conviene tener a mano los recursos que anticipamos se van a necesitar, así no habrá que gastar más energías y materiales en desarrollar una labor.
Sin ser genios podemos mejorar mucho nuestra capacidad resolutiva. Muchos estudiantes de todos los niveles podrían beneficiarse de estas tres estrategias relativamente simples: elegir una sola tarea a la vez, concentrarse en ella eliminando todo lo demás (celular y TV incluidos) y procurándose por anticipado los recursos necesarios. Estas estrategias sencillas permiten dedicar más cerebro a los problemas que hayamos decidido que son importantes, y no necesitaremos de la inteligencia artificial, y si la usamos sabremos evaluar los resultados que nos arroja. Dejemos que la máquina haga lo que mejor sabe realizar: procesar, es decir, conjuntar, separar, comparar, medir. Hagamos nosotros lo que mejor deberíamos saber: pensar, planear, dirigir máquina