Aristóteles plantea en su Metafísica que “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”. Esto lo podemos considerar como una aseveración muy antigua y muy profunda, que con el paso del tiempo se ha venido consolidando, al gado que no vemos ya otra opción. Esta cualidad tan valiosa la compartimos con muchos otros animales en los que detectamos esa curiosidad por investigar su entorno. Pero en el caso del hombre la situación es muy diferente. Indudablemente que igual que muchos de esos animales, nos interesa conocer nuestro entorno. El móvil básico para ello parece ser la supervivencia.
Ya hemos dicho antes que los seres vivos obedecen al menos dos mandatos básicos: mantenerse vivos y reproducirse tanto como puedan, en ese orden, aunque podrían agregarse algunas precisiones. Lo de mantenerse vivos tanto como puedan debe supeditarse a dos cláusulas adicionales: a) al menos hasta reproducirse, y b) al menos hasta asegurar la supervivencia de la descendencia. De aquí podría resultar que el mandato básico es la reproducción. En algunas especies, en especial insectos, el objetivo de la vida parece ser la reproducción, de modo que en esos casos el macho una vez lograda la cópula se deja devorar por la hembra. En otros casos esta se deja devorar por las crías a fin de asegurar la supervivencia de estas.
A nivel de otras especies más avanzadas vemos cómo los padres deben sobrevivir formando una pareja que asegure que las crías crecerán exitosamente. En otros casos no se requiere el trabajo conjunto de los dos padres y la hembra sola se encarga de los hijos hasta que estos son independientes. En algunas especies la descendencia se las arregla sola. Pero esto, ¿qué tiene que ver con el natural deseo de saber? Pues que saber permite sobrevivir y esto a su vez permite el desarrollo de las crías. Pero decíamos que en el humano la situación es muy diferente. En realidad debíamos decir que es más compleja y que esta complejidad es lo que la hace diferente. En lo básico los seres humanos atendemos a la regla básica de mantenernos vivos, acotada ahora por lograr el bien de la descendencia. Es decir, tenemos lo mismo que los animales, más una característica nueva.
Esta característica nueva depende directamente de una capacidad cerebral mayor. En especies menos desarrolladas el cerebro, o su equivalente, funciona como un elemento encargado de mejorar la supervivencia, en la medida en que interviene lo necesario para asegurar alimento, refugio y pareja. En muchos casos realmente hace muy poco y de todos modos las especies sobreviven. Nótese que hemos introducido el concepto de especie, lo cual produce un punto de referencia muy importante. Todo indica que los individuos son secundarios, en tanto que la especie surge de manera preponderante. Esto explica cómo la supervivencia de los padres parece supeditada a la de los hijos, pasando por la formación de parejas.
En especies menos desarrolladas los instintos encauzan exitosamente la supervivencia y estos individuos no requieren más. Cerebros avanzados, como el de los humanos en realidad no agregan capacidad de supervivencia. Esto puede parecer exagerado, menospreciar la capacidad cerebral que nos ha permitido tener una cultura, pero si comparamos contra las ratas, o las cucarachas, estas últimas ni cerebro tienen, sino tan solo redes neuronales, la supervivencia es altísima y estos roedores e insectos no se cuestionan el sentido de la vida.
Cerebros básicos o primitivos bastan para asegurar el éxito reproductivo, el crecimiento y desarrollo dela descendencia hasta que esta alcanza la madurez reproductiva y se incorpora al ciclo en la figura de progenitores. ¿Para qué, entonces, la alta capacidad cerebral? Si ya un cerebro relativamente primitivo permite la supervivencia de padres e hijos, qué hacer con el exceso de capacidad instalada. Muchos animales usan su capacidad cerebral para resolver sus necesidades básicas: alimento, refugio y pareja-reproducción y con eso gozan de un éxito importante, tanto que a pesar de los esfuerzos de la especie dominante, altamente inteligente, sobreviven y hasta llegan a ser considerados como plagas sumamente perjudiciales para nosotros.
Con el cerebro básico basta para sobrevivir, pero ¿esto es todo? Cerebros como el nuestro nos permiten ver una realidad más allá de la relativa a las necesidades inmediatas que permiten discriminar qué es una amenaza, alimento, refugio y pareja. Tristemente no todos los seres humanos tenemos aseguradas las condiciones básicas de vida, pues aún hay muchos seres desnutridos, sin servicios de salud, ni de vivienda, pero en promedio podríamos decir que nuestra capacidad cerebral nos brinda las soluciones más generales, de modo que nos sobra capacidad y esta la empleamos en preguntarnos nuevas cosas, es decir, la empleamos en saber más cosas, tanto materiales como inmateriales.
Estrictamente hablando, no necesitamos escudriñar el cosmos ni las células, ni el átomo para sobrevivir. Bien podríamos seguir subsistiendo en este planeta e ignorar la organización y funcionamiento del cosmos. Nos podemos beneficiar de la luz y el calor solar sin saber qué es una estrella. No necesitaríamos generadores de energía por fisión, ni por fusión nuclear si no nos reprodujéramos tanto. La disposición de energía natural nos mantendría dentro de ciertos límites. Igual pasaría con la salud. Los animales salvajes no tienen sistemas de salud y, de no ser por los efectos depredadores que imponemos, se mantendrían. La vida sin mucha inteligencia tiende a mantenerse y alcanza los niveles que las condiciones climáticas y de recursos energéticos –alimentos naturales- les permiten. Las especies que desbordan los límites tienden a extinguirse y sobreviven las mejor adaptadas.
Este sería un panorama básico, en equilibrio y veríamos cómo inclusive el concepto de especie es superado para imperar el de biósfera. Ya no sería el individuo, ni la especie lo que se mantuviera, sino la vida en sí misma. Pero, como podemos ver claramente, ese es un mundo primitivo, relativamente estable, en equilibrio, excepto por posibles intervenciones y perturbaciones externas, como los asteroides destructores. Un mundo completamente natural. Pero no es el caso. Y no es que vivamos en un mundo antinatural, ni artificial. Los responsables de las condiciones que actualmente atestiguamos son nuestros cerebros, un poco más avanzados que el resto. Y han surgido dentro de la naturaleza.
El cerebro humano, después de resolver los problemas básicos, queda con capacidad extra, que le permite pensar no solo en términos individuales, sino también familiares y sociales, de modo que la satisfacción de necesidades se plantea a nivel global, lo que debería ser más eficiente y da lugar a diversos sistemas económicos, sociales y educativos que en conjunto elevan el nivel de vida del grupo, que finalmente impacta en la familia. O al menos así debería ser en teoría. Una vez más, el nivel individual queda un poco de lado al aceptar que el hombre es un ser civil, es decir, que alcanza su plenitud dentro del grupo social, tanto familiar como comunitario.
El “exceso” de capacidad cerebral, una vez resuelta la subsistencia, busca –“todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”- captar y analizar más datos de entre todos los disponibles en lo que llamamos “realidad”, de modo que va más allá de los componentes físicos individuales, familiares y hasta algunos sociales, para abordar una problemática más compleja, que supera la capacidad de las demás especies, de modo que pensar y resolver problemas prácticos, sean elementales o muy complejos –como los viajes espaciales- puede ser superado y se vuelve hacia pensar sobre el pensar, a través de preguntas dirigidas a sí mismo y a sus semejantes.
Quizá iniciamos por concebir que la diversidad de la naturaleza no podría ser tal, de modo que habría elementos más simples, cuyas combinaciones darían lugar a la realidad observable. Esto es un gran logro, pero vendrían más. Más preguntas a las que deseamos encontrarles respuesta. Así que la “necesidad” de sobrevivir y asegurar la descendencia fue produciendo sistemas neuronales capaces de lograr estos dos objetivos primordiales, sin embargo, una vez iniciado el proceso evolutivo las transformaciones no tienen manera de detenerse y los resultados son impredecibles; los menos afortunados hacen desaparecer a sus poseedores y los que mejor garantizan la adaptación al medio se establecen y transmiten de generación en generación.
Así que la filosofía, o la capacidad de filosofar, resulta de la necesidad de sobrevivir, tras una larguísima cadena de transformaciones que continúa indetenible hasta donde podemos ver. Primero reaccionar al medio para sobrevivir y reproducirse, y una vez consolidados estos objetivos unas pocas especies desarrollan sistemas neuronales que no encuentran otro mejor objetivo que saber la causa última de las cosas, que si bien se ve, está relacionada con la capacidad de supervivencia. Tanto las preguntas relativas al bien y a la belleza, como al conocimiento y el pensar para entender la estructura y funcionamiento de lo muy pequeño –el átomo de los griegos-, lo muy grande –el universo en su conjunto, y quizá el multiverso- y lo muy complejo –el estado de consciencia asociado con el cerebro humano y quizá con otros por conocer-.
La reflexión sobre estos y otros temas es un factor determinante en la sobrevida, más allá de lo biológico. Nuestros cerebros y su capacidad de pensar y filosofar nos han traído hasta aquí, de modo que ya no vivimos en un mundo estrictamente natural, lo que ha impuesto a la vez terribles y maravillosas consecuencias, así que esperamos que nos puedan sacar adelante, tanto conservando nuestro planeta, como encontrando y adaptando otros mundos que nos puedan soportar. Quizá podamos llegar a ellos, pues está visto que la vida es un depredador obligado, a menos que se mantenga en niveles primitivos y acepte las condiciones que el clima y los recursos naturales le imponen férreamente. Pero los humanos, para bien o para mal, no somos así: hemos tomado el control de las bases mismas de la vida y ahora debemos enfrentar las consecuencias de nuestros éxitos y nuestros errores. Esperemos poder minimizar los efectos negativos y aprovechar racionalmente nuestras ventajas.