En Xalapa existen rincones que guardan historias en cada una de sus piedras. Uno de los más célebres es el Callejón del Infiernillo, un pasaje corto e inclinado que conecta las calles José María Alfaro y Francisco I. Madero, en el pleno corazón del centro histórico.

Su nombre evocador e inquietante ha alimentado, durante generaciones, una leyenda que oscila entre el mito religioso, la superstición popular y la memoria urbana.

La historia más conocida cuenta que, hace muchos años, dos jóvenes transitaban por el callejón luego de una noche de copas. Uno de ellos —según la versión más repetida— se adelantó y, en medio de la penumbra, sintió un viento helado que le erizó la piel. Los perros comenzaron a ladrar con furia, sin que hubiera nadie a quien ladrar.

De pronto, una figura apareció frente a él: ni más ni menos que el mismísimo demonio, riendo con un eco que retumbó entre los muros. El muchacho corrió despavorido, y desde entonces, la gente del pueblo asegura que quien pasa por el Infiernillo después del anochecer no lo hace solo.

Algunos cuentan que en noches frías se oyen carcajadas ahogadas, pasos detrás de los propios, o un susurro que pronuncia nombres. Otros dicen que la temperatura baja súbitamente al cruzar la mitad del callejón, como si allí se abriera una grieta invisible entre este mundo y otro.

Desde una perspectiva antropológica, el Callejón del Infiernillo puede leerse como una frontera simbólica: un espacio de tránsito entre lo sagrado y lo profano, entre lo seguro y lo incierto.

La cultura veracruzana, heredera de tradiciones indígenas y coloniales, está llena de estos lugares “intermedios”, donde el mundo cotidiano se vuelve permeable. Así como en las montañas habitan los “dueños del cerro” o en los ríos moran las sirenas, en el corazón urbano de Xalapa el mal encuentra su refugio en una simple callejuela.

Pero también hay una dimensión moral. Las leyendas de apariciones demoníacas solían funcionar como advertencias sociales: enseñaban a los jóvenes a evitar el alcohol, las malas compañías o el deambular nocturno. En este sentido, el Infiernillo no solo es un espacio físico, sino una metáfora del peligro moral que acecha cuando se desafían los límites impuestos por la comunidad.

Llamar a una calle “Infiernillo” no es un acto inocente. Los nombres, como bien sabemos los lingüistas, tienen poder: moldean la percepción, fijan significados, crean identidad.

No es lo mismo caminar por la calle Hidalgo que por el Callejón del Infiernillo. Este último nombre carga con siglos de miedo, pero también de fascinación. Tal vez por eso la leyenda no desaparece: porque en el fondo, los xalapeños no quieren que lo haga.

Por ello, la persistencia del mito cumple una función afectiva: mantener viva la memoria del misterio, esa parte irracional que la modernidad intenta borrar, pero que Xalapa —ciudad de poetas, fantasmas y lluvia— se niega a olvidar.

He recorrido el Infiernillo varias veces, tanto de día como de noche, y puedo afirmar que hay algo en su atmósfera que incomoda. Tal vez sea el silencio entre los muros altos, el olor a humedad, o la forma en que la luz de los faroles parece apagarse un poco antes de llegar al final.

No sé si el demonio camine por allí, pero sí puedo decir que uno siente una presencia antigua, como si la piedra misma conservara los miedos de quienes han pasado.

Y es que toda ciudad necesita sus infiernos. El de Xalapa no está en las profundidades de la tierra, sino en un callejón de piedra, donde el viento sopla con un tono distinto y el miedo se convierte en una forma de identidad.

Quizá, más que una advertencia, el Callejón del Infiernillo sea un recordatorio: que lo sobrenatural sigue habitando entre nosotros, esperando a ser escuchado. Y mientras haya quien cruce esa calle con el corazón apretado y los pasos rápidos, la leyenda seguirá viva, alimentada por la neblina y la memoria.

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