Por Humberto Silva Mendoza

Me place recordar la descripción de la Villa de Xalapa y sus alrededores del diplomático inglés Henry G. Ward, en “México en 1827” (Dora Alicia Carmona Dávila, Ed.Perenne 2023.) que describe a Xalapa como “ciudad indescriptible en belleza, ubicada en un  paisaje montañés hermoso como pocos en el mundo puedan jactarse”.

Fernando Benítez, en su libro “La ruta de Cortés”, (Fondo de Cultura Económica, 1950) percibe la belleza natural de sus parajes y  el impacto causado por el verdor natural, en los espíritus sensible que disfrutaron la visión xalapeña de aquellas épocas y escribió, “Xalapa, lugar de ambiente húmedo y tierno como aliento perfumado de un  niño, frescos parajes con árboles frondosos circundados por campo hermoso y aroma de azahares, que son prolongación de sus jardines, con el fondo de las montañas veladas por la niebla”.

No recuerdo donde leí lo que a continuación le ofrezco, lo tengo escrito en un viejo cuaderno de 1963, la referencia que puedo dar es que alguien lo escribió en algún lugar hace mucho tiempo,  doy el crédito a quien sea su autor y me ha inspirado para escribirlo en su nombre, “las mujeres xalapeñas son altivas, de bellos ojos que en su brillar ofrecen promesas delicadas y  sensuales, son flores que regalan su aroma, reanimando espíritu y corazón”.

En el transcurso de siglos, se han hecho cambios para hacer de Xalapa una ciudad moderna, haciéndole perder su esencia colonial y de montaña tropical, así como muchos  sitios históricos y sus  tardes de densa niebla aromatizada por las flores generosamente regadas por doquier, que le dieron en pasadas épocas el nombre de “Ciudad de las flores”.

Tuve  la suerte de vivir, en el 54, en las faldas orientales del cerro Macuiltepetl, cuando era  “la vaquería”, como se conocía a la vasta extensión de campo ondulado por un lomerío alfombrado por pasto compacto y verde, en el que pastaban decenas de vacas, becerros, chivos y el pastizal era “peinado” por los cascos de jamelgos lecheros que con peroles entraban y salían muy temprano con la ordeña de leche bronca.

El caserío a los lados de la amplia vereda, que hoy se llama “Av. Miguel Alemán”, era una zona alejada del centro citadino, las viviendas aisladas entre sí, sencillas, construidas al gusto a veces caprichoso del morador, daban aspecto de un pueblo desmembrado  en el campirano paisaje. Por las tardes, todas las del año, la niebla cubría aquel campo, manteniendo húmedo el pasto y radiante la alfombra de flores silvestres que adornaban, por su propia voluntad, por doquier  todo el paraje.

La mano del ser humano y “el progreso” irreverente ante la belleza natural, todo lo ha modificado en ese entorno, pero el Macuiltepetl  está aquí, a un lado me encuentro colgado de una de sus laderas, desparramadas hacia el estrecho y, aún verde, valle que apenas comparte espacio con multitud de pequeños cerros, mientras desde su cúspide, en las mañanas limpias, acariciadas por la aurora, la costa se imagina porque ya no se distingue como antaño,  hacia el oriente.

Al recordar al Xalapa de los años cincuenta, cuando muchos éramos niños, encontraremos pocos puntos de relación con el Xalapa de hoy, no solo porque “La vaquería” hoy solo es un recuerdo para algunos, sino también la ciudad es muy distinta al Xalapa que hoy recuerdo y hace muchos años que se fue.

Inolvidable la callejuela de Enríquez, estrecha, flanqueada por fachadas de casonas viejas, elegantes, muchas señoriales, protegida al oriente por la sólida casona de “La favorita”, hoy nada de esto existe, la “Favorita” se ha  convertido en un banco fríamente “colonial moderno”, rodeado de muchedumbre y tráfico irreverente.

El mercado Jáuregui, que un amanecer lejano, fue consumido por el fuego, era un  viejo edificio con antigua arquería, dando la impresión de un gigantesco acueducto cuyos muros eran discretos guardianes, de misteriosos tesoros y añejos secretos, tampoco existe ya…

Xalapa aún tiene su  bruma nacarada que desde la copa de los árboles baja al suelo, matizando el ambiente con una sensación de misterio y, a pesar del frío airecillo montañés, la niebla imprime calor a los corazones dispuestos a  disfrutar su presencia, y en los atardeceres envuelve el entorno del hogar, lo bello de esto es sentir su brisa fresca al caer sobre nosotros, envolviéndonos, en las misma forma como engarza a la montaña.

La imagen invita a repujarse en la tibieza de nuestro rincón, disfrutando un café coatepecano o un “coñaquito entibiado”, atisbando por la ventana y contemplar el cerro, que nos espía desde su escondrijo, la acariciante bruma.

Si tu espíritu conserva el romanticismo del cariño por los bienes perdidos, por las tradiciones y  la belleza natural, te sentirás confortando al caminar en el cerro, entre la niebla del atardecer y  el aroma de montaña que refresca el alma. Te dará ánimo para seguir adelante y borrar, un poco, los sin sabores del día.

hsilva_mendoza@hotmail.com

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