Por David Quitano

Los derechos humanos actúan como principios reguladores de las prácticas sociales, definiendo las reglas de las “reciprocidades esperadas” en la vida en sociedad.

Nestor Garcia Canclini 

La arquitectura internacional de los Derechos Humanos (DD.HH.) es, paradójicamente, una estructura de impresionante idealismo jurídico y, a la vez, de frustrante fragilidad práctica. En América Latina, esta paradoja se agudiza, somos la región que ha abrazado con mayor entusiasmo los instrumentos internacionales, pero la que sufre, de manera más lacerante, las consecuencias de su no vinculatoriedad estricta o, más precisamente, de la debilidad en la ejecución de sus órganos de monitoreo.

Lo anterior implica su esquema fundacional, en la Naturaleza Jurídica, entre la Soft Law y la Obligación Moral Reforzada. Para el Derecho Internacional Público, la distinción entre tratados (vinculatorios) y las declaraciones o resoluciones (no vinculatorias) es clara. No obstante, el principal reto emana de la interpretación de las obligaciones derivadas de los pactos y la soft law de los DD.HH.

Hay que afirmar que los DD.HH. “no son vinculatorios” es una simplificación peligrosa. Los principales instrumentos (Pactos Internacionales de 1966, Convención Americana) son, sin duda, derecho positivo y obligatorio para los Estados ratificantes.

El problema radica en la naturaleza de los fallos y recomendaciones de los órganos de supervisión no judiciales, como el Consejo de Derechos Humanos de la ONU o, incluso, las recomendaciones de la Comisión Interamericana de DD.HH. (CIDH). Si bien sus informes o resoluciones no tienen la fuerza ejecutoria de una sentencia de la Corte Interamericana (Corte IDH), generan una obligación de cumplimiento de buena fe y un costo político y reputacional que los Estados no pueden ignorar sin consecuencias.

El verdadero nudo gordiano no es la obligación sino la ejecución forzosa. La CIDH y el Comité de DD.HH., no tienen una policía internacional. Dependen de la voluntad política, el escrutinio social y la presión diplomática. Aquí, la asimetría de poder entre la víctima y el Estado se manifiesta con toda su crudeza.

La experiencia subregional ilustra cómo la eficacia de la protección de DD.HH. se relaciona directamente con la solidez institucional interna y la voluntad política para internalizar las obligaciones internacionales.

En países como Colombia, México o Perú, se observa una alta litigiosidad internacional y una notable influencia de la jurisprudencia de la Corte IDH. La doctrina que incorpora los tratados de DD.HH. al rango constitucional o supraconstitucional (notablemente desarrollada en Colombia y México) es la principal herramienta para mitigar la no vinculatoriedad, conocida como el “Bloque de Constitucionalidad”. 

Sin embargo, la resistencia estatal se manifiesta en el incumplimiento selectivo de sentencias (casos de desaparición forzada, justicia transicional) o en la “domesticación” de los fallos, implementando solo la parte cosmética de las reparaciones. 

Adicionalmente, la debilidad del Estado de Derecho, la endémica corrupción judicial y policial, y la violencia estructural (crimen organizado, violencia de género) vacían de contenido la obligación internacional. La no vinculatoriedad se convierte en un pretexto para el déficit de debida diligencia en la investigación y sanción.

Países como Chile, Argentina o Uruguay, con sistemas judiciales más sólidos, enfrentan desafíos diferentes, a menudo vinculados a la memoria histórica o a movimientos pendulares en la política. Si bien han sido pioneros en la aplicación de la justicia internacional por crímenes de lesa humanidad (juicios de las Juntas Militares), el reto actual es evitar el revisionismo histórico y la injerencia política en procesos de memoria.

La no vinculatoriedad se utiliza para relativizar informes de la ONU sobre crímenes pasados, buscando minimizar la responsabilidad estatal. El auge de discursos de populismo penal también amenaza con la desconexión del sistema interamericano o el desconocimiento de estándares internacionales, socavando la “auctoritas” de los órganos de DD.HH. 

La no vinculatoriedad de las recomendaciones se instrumentaliza para justificar políticas de seguridad mano dura que violan los estándares de uso de la fuerza. El camino para que los DD.HH. superen la barrera de la mera declaración de buenas intenciones y se conviertan en normas jurídicas palpables pasa por tres ejes fundamentales. 

La vinculatoriedad efectiva se logra primero con la presión interna, donde organizaciones de la sociedad civil, activistas y defensores de DD.HH. son el motor que convierte el costo reputacional en un costo político insostenible para el statu quo. En segundo lugar, es crucial el diálogo jurisprudencial y la adopción del Control de Convencionalidad por parte de los jueces nacionales. Al aplicar directamente o interpretar su normativa interna a la luz de los tratados y la jurisprudencia interamericana, el juez nacional convierte una recomendación no vinculante en un mandato judicial interno.

Finalmente, la superación de la no vinculatoriedad exige reformas institucionales profundas para garantizar la autonomía de los Ministerios Públicos, la independencia judicial y la erradicación de la corrupción. 

Mientras el Estado de Derecho sea débil, la protección internacional será un mero paliativo. La lección para América Latina es que la defensa de los Derechos Humanos nunca residió únicamente en el texto del tratado o en la fuerza del órgano internacional, sino en la voluntad inquebrantable de la ciudadanía y sus instituciones para exigir que los ideales plasmados en papel se traduzcan en una realidad de dignidad y justicia para todos. Estoy convencido que el respeto a los Derechos Humanos, a la dignidad humana a través de las instituciones del aparato de gobierno, es la manera mas efectiva de generar bienestar social.

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