Por Pedro Chavarría
Vivimos en un Universo muy complejo. Se ha planteado la situación de la siguiente manera: “El Universo es más complicado de lo que se piensa, pero ¿será más complicado de lo que puede pensarse?”. Es decir, la ciencia, con el paso de los siglos ha venido desentrañando una
inmensa serie de cambios y transformaciones que nos han traído hasta donde estamos. Hemos concebido una gran teoría que pretende explicar cómo el Universo ha llegado a ser lo que actualmente podemos constatar, y ya vamos aprendiendo que cada vez que creemos haberlo entendido, nos hemos quedado cortos.
Aceptamos que nuestro poder de conocimiento y comprensión de la naturaleza es limitado. Mucho tiempo creímos otra cosa, basados en diferentes argumentos. En un principio apelamos a seres y explicaciones sobrenaturales que poblaron al Universo con entidades suprahumanas, con categoría de dioses. Poco más adelante desarrollamos creciente poder de observación y análisis, basados en nuestra capacidad cerebral y con ello descubrimos (¿o creamos?) “Leyes” de la naturaleza, capaces de explicar los fenómenos que teníamos ante la
vista. Los órganos de los sentidos proveían al cerebro con datos que, una vez clasificados y analizados encajaban en grandes explicaciones o teorías que todo prometían domeñar.
Pronto los órganos de los sentidos se revelaron insuficientes y hasta falaces, como lo demuestra el popote sumergido en un vaso de agua y que se ve quebrado, cuando en realidad no lo está. O como cuando no podemos decir de qué color es una superficie cuando la luz se refleja de modo que nuestros ojos y cerebro no pueden decodificar. Y así como estos dos ejemplos hay muchos más que nos dejan ver las limitaciones de nuestros sentidos. Para tratar de corregir estos problemas ideamos medios de extensión para nuestra percepción y así nacieron, por ejemplo, microscopios y telescopios, que nos dejaron ver una realidad que no anticipábamos, como ha resultado en el mundo de lo muy pequeño y de lo muy grande.
Múltiples instrumentos nos abren cada día nuevas perspectivas, desde aquel gran impacto de Galileo al ver por primera vez las lunas de Júpiter, hasta comprender ahora que ver a lo lejos, muy lejos, es ver el pasado. El nuevo gran telescopio espacial James Webb nos ha permitido ver nuestro pasado a través de la estrategia mencionada de ver muy a lo lejos. Ver lejos es ver el pasado, puesto que la luz que nos hace ver se ha tomado su tiempo en llegar desde tan lejos, como una carta que nos hubiera llegado ayer, pero enviada desde el siglo pasado. Leerla hoy es recibir noticias de ese tiempo. Esto nos deja ver lo ilusorio de nuestra realidad. Esas estrellas que vemos hoy, probablemente ya no existen y solo quedó su luz viajera, que hasta hoy nos alcanza.
Entonces: ¿lo que vemos no es la realidad? Las distancias ahí “afuera” son tan grandes que la información tarda mucho en llegar y nos habla de un pasado, que ya pasó, y de un presente lejano que necesariamente conoceremos con retraso. Seguramente todos hemos sabido que la luz del sol tarda ocho minutos en llegarnos, de modo que lo que vemos es la imagen de un sol con ocho minutos de antigüedad. En este tiempo podrían haber pasado muchas cosas y de ellas nos enteraremos hasta ocho minutos después. Con todo y que no hay nada que viaje más rápido que la luz. O eso pensamos hasta hoy en día. Pero ya hemos dicho que el Universo es más complejo de lo que creemos. Lo que nos parece el presente es en realidad pasado.
Cuando leo la carta de mi abuelo que ha tardado 50 años en llegar, no puedo pensar que en el momento que la leo, mi abuelo está haciendo lo que me cuenta. Si todo se limitara a eso de las distancias y los tiempos, no estaríamos tan perplejos. Pero hay muchos más datos desconcertantes para los cuales no tenemos verdadero entendimiento. Es posible calcular el tamaño, peso, composición y distancia que os separa de la Luna, pero realmente no podemos comprender cómo una gran masa rocosa y polvosa no cae sobre nosotros, por más que apliquemos la ley de la gravedad y sus fórmulas. Podemos hacer cálculos muy precisos, pero ¿entender cómo la Luna flota ahí arriba…?
Contemplar el cielo estrellado por la noche conmovió al gran filósofo Kant. Y lo que pudo ver en su época no se compara con lo que sabemos que hay y que podemos ver hoy. Realmente es sobrecogedor contemplar el cielo estrellado ahí donde no hay contaminación lumínica, como en lugares muy apartados de la civilización y sus anuncios luminosos. Y aun con el gran telescopio James Webb, ¡lo que vemos se calcula que es tan solo el 5% de lo que en realidad hay! O sea que con nuestros grandes poderes tecnológicos no vemos casi nada.
El 95% del universo no lo podemos ver. Al parecer se corresponde con dos cosas misteriosas: materia oscura –aproximadamente 20%- y energía oscura –el 75% restante-.
De la materia oscura ya se ocupan y hay algunas ideas, pero de la energía oscura no tenemos idea. Y no las podremos “ver” porque no interactúan con la luz, sean lo que sean. Sabemos que la energía oscura está ahí, como sabemos que hay un obstáculo en la carretera porque en la noche vemos las luces de los autos que se desvían. Vemos uno de sus efectos, pero no vemos la cosa, si es que fuera una cosa. Así de ciegos estamos, aunque nos guste creer otra cosa muy diferente. Como los perros, que no suelen detectar las imágenes de los monitores. Y ven mucho mejor que nosotros en la oscuridad. Y nos creemos en el pináculo de la Creación.
Pero podría pensarse que todo es cosa de tiempo, que lo que hoy no entendemos pronto la ciencia nos o mostrará con claridad. Así como muchas enfermedades misteriosas e incurables del pasado se transformaron y se han vuelto susceptibles de tratamiento y hasta de curación. Si no creemos en la ciencia estamos renunciando a nuestra mejor herramienta. Ella nos ha traído hasta aquí. Gracias a ella conocemos el átomo, y la destrucción de la bomba atómica, y gracias a ella aspiramos a vivir cada día más y ya se piensa que incluso podemos dominar a la muerte. Ya hay una escuela y corriente científica que piensa que la muerte es solo una enfermedad más, aunque ha resultado mu elusiva. Ya se trasplantan órganos de animales al humano, si bien es cierto que a título experimental y bajo estrechas normas, pero probablemente pronto habremos superado estas y otras limitaciones.
Habrá que ver quién nos salva de los logros de nuestra ciencia si vencemos a la muerte, pues no habría ni lugar ni recursos para todos, y cada vez produciríamos más desechos contaminantes y aniquilantes de la vida humana, animal y vegetal. Igual se puede pensar que esto también debemos dejárselo a la ciencia, que si tenemos tantos problemas es porque aún somos una civilización de bajo grado, que como tal no ha aprendido a obtener toda la energía disponible a partir de su estrella más cercana –nuestro sol-, que día con día derrocha energía
de sobra para una civilización mucho más sofisticada y exitosa. Nos habremos de transformar en cosechadores de energía solar y con ello colmaremos todas nuestras necesidades.
Y más allá de nuestra estrella hay millones y millones más, tan solo en nuestra galaxia, de las que podríamos aprovecharnos, sin olvidar que hay millones y millones de galaxias en el universo conocido. Civilizaciones realmente avanzadas habrán de aprovechar la energía gratis que irradian millones y millones de estrellas, lo cual nos augura un futuro glorioso. Y no se trata de sueños descabellados, sino de previsiones científicas, aunque ciertamente no disponibles en un futuro muy cercano. De cualquier manera, ya conocemos el camino y los
recursos están al alcance. Como estar frente a una gran montaña –literal- de piedra. Y ya tenemos los martillos y cinceles, aunque todavía primitivos. Los deberíamos mejorar incesantemente y recorrer nuevas eras de bronce y hierro para construir fastuosos edificios y fábricas. La ciencia promete, y hasta ahora ha cumplido.
Pero se nos escapa un pequeño detalle. La ciencia, con todo lo poderosa que ha sido, no es todopoderosa. Tan solo abordemos dos detalles. En primer lugar, como dijera un dignatario ya fallecido: no todos los logros humanos pueden inscribirse como éxitos. No solo tomamos en cuenta la destrucción ecológica y los abusos militares, sino que debemos enfrentarlo: las soluciones materiales, por bien instrumentadas que sean, dejan algunos huecos difíciles de evaluar y, todavía más, de corregir. Como el caso de la angustia y depresión, que no solo vuelven infelices a millones de seres humanos, sino que acaban directamente con sus vidas, vía suicidio y otras consecuencias nefastas. Quizá esto se deba a mala administración de nuestra parte, pero hasta ahora lo espiritual no hemos podido restringirlo con lo material, y acaso nunca podremos.
Queda otro asunto, de los dos propuestos, que no los únicos. La ciencia parecería encontrar las causas de los fenómenos, pero en realidad no es así. Las causas últimas de los fenómenos no pertenecen a los dominios científicos. ¿Por qué el universo, la materia, el tiempo, el espacio, la vida? Estos no son temas que podamos confiarle a la ciencia. No nos equivoquemos. La ciencia se ocupa más bien de los cómos y no de los por qués. La teoría del big bang no nos dice por qué el Universo existe. Nos dice cómo se desarrollaron los eventos a partir de un determinado momento, e incluso hasta de antes de ese momento –la singularidad- pero nada nos puede decir sobre la causa de que esto ocurriera. A partir de cierto estado de cosas, de las que nunca se aclara la causa, nos dice cómo cambiaron los eventos y materiales, pero deja fuera por qué sucedió eso y no otra cosa.
A partir de ciertos componentes, así fueren en el pre big bang, se producen cambios, pero no se involucran causas. Recordemos las cuatro causas descritas por Aristóteles. De ellas solo me referiré ahora a la primera: el motor inmóvil, el que no se mueve, pero hace que todo lo demás sí. La naturaleza de algo así está fuera de nuestra capacidad de pensar. Está fuera de nuestra ciencia. Y si no entendemos la causa de algo, no entendemos nada. Jugamos con un juguete que no sabemos de dónde surgió, n para qué. Simplemente lo encontramos –nos encontramos en él- y pretendemos usarlo.