La filosofía tradicional ha sido un pilar fundamental para el desarrollo del pensamiento humano desde la época griega. Dio, y sigue dando grandes frutos. Nos enseña más a preguntar que a responder. Preguntas incisivas, bien formuladas llevan a reflexiones profundas que abren nuevos panoramas, aunque haya quien dice que toda la filosofía posaristotélica no es más que una nota al pie de página de aquellos aportes primarios. Recordamos que inicialmente filosofía y ciencia eran lo mismo. Con el tiempo las ciencias surgieron como tales y se fueron independizando. La filosofía se quedó con las peguntas últimas, las más difíciles, y las ciencias abordaron las preguntas que tenían respuestas inmediatas y basadas más en hechos que en ideas.
Con el paso de los siglos surgieron dos nuevas aportaciones muy recientes de la filosofía, que a decir de algunos entendidos “han venido a salvar a la filosofía” dándole nuevos temas y aires. Me refiero a la Filosofía de la Ciencia y a la Bioética. En esta ocasión me centraré en esta última, que se ha ido revelando cada vez más extensa y compleja, pues abarca campos muy amplios y especializados, referentes no solo al comportamiento de los humanos en tanto que seres vivos, sino que se extiende a nuestras relaciones con los animales, los vegetales y el medio ambiente mismo, pues de él dependemos todos los seres vivos. Pero, como ya estamos saliendo de nuestro planeta y hollamos nuevos mundos, ya sea realmente, o a través de nuestras naves espáciales y máquinas, vamos dejando restos que de alguna manera pueden impactar esos ambientes antes intocados. Hasta restos orgánicos hemos dejado. Por no decir nada de la gran cantidad de satélites y basura espacial que hemos generado.
Hemos llegado a trasponer barreras que creíamos infranqueables, como el concepto de persona, que aplicábamos a humanos únicamente y hoy incluimos ya una nueva categoría: personas no humanas, como grandes simios, delfines y ballenas. Pero aún más: empezamos a considerar otra categoría más avanzada: personas no humanas, no biológicas, como podrían llegar a ser algunos robots humanoides y hasta programas con inteligencia artificial, como el famosísimo chatGPT de reciente aparición y con tantos poderes. Como esto recién comienza, no sabemos cómo ni por dónde discurrirá. El caso es que la ética ha ampliado notablemente sus fronteras originales y nos plantea nuevos retos, si bien las clasificaciones exactas y las respuestas aun no son lo suyo.
Biología-medicina y ética se hallan entrelazadas de maneras cada vez más complejas. Algunas suponen formidables barreras tecnológicas que poco a poco empezamos a vencer. Veamos el caso de los poshumanos. Muchos de nosotros ya no somos simples humanos: llevamos en nuestro cuerpo implantes tecnológicos, sea internos –prótesis- o externos – órtesis- Cualquiera que use lentes de armazón, de contacto, o intraoculares ya no es un humano original, ni tampoco quien usa prótesis dentales, fijas, removibles o implantadas. Lo mismo aplica para los implantes cocleares en oído, o para quien camina con prótesis de piernas. La biología y la medicina son capaces ya de dotarnos con genes que no teníamos y ya vemos muy cerca los xenotrasplantes, es decir, provenientes de otras especies, como corazones o riñones de cerdo.
Pero hay otro abordaje que ya está impactando y no sabemos cuáles serán sus consecuencias. De allí el título de este artículo: neuroética. Hace mucho que soñamos con modificar nuestra inteligencia, ampliándola, a fin de resolver problemas más complejos a mayor velocidad y poder alcanzar así la categoría de genios, que sabemos de cierto que está muy escasamente poblada, pues no llega al 1% de la humanidad. Son personas que nacieron y desarrollaron capacidades extraordinarias; en pruebas estandarizadas alcanzan 140 puntos o más, en tanto que los normales rondamos los 100 puntos. Deben ser cerebros diferentes a los nuestros, al menos más complejos, quizá con más neuronas, quizá con más interconexiones, quizá con otros circuitos que les permiten pensar mejor que el resto de la población. Pero y ¿si pudiéramos mejorar nuestra capacidad instalada?
Quizá podríamos implantarnos máquinas o entrelazarnos con ellas. Esta es una posibilidad un tanto más lejana y con evidentes riesgos médico-quirúrgicos y de desarrollo personal y social. Pero hay otra opción ya muy accesible: el mejoramiento cognitivo farmacológico. Es decir, tomar o aplicarnos medicamentos que favorezcan el funcionamiento cerebral, que suele manifestarse deficitario con pérdida de la memoria, dificulta para concentrarse y otros malestares habitualmente menores. El asunto va más allá de personas con fallas cognitivas relativamente menores o asociadas con la edad y se extiende ampliamente en el grupo de estudiantes, sobre todo universitarios que quieren mejorar su desempeño académico sacándole un tanto a vuelta al hábito de estudiar y revisar los temas de interés.
A partir de este último grupo surgen varios dilemas y problemas. primero debemos preguntarnos si el deseo de tomar estos medicamentos, llamados genéricamente nootrópicos, nace de ellos, o es resultado de la presión de sus maestros, o compañeros, o del grupo social más amplio, incluida la familia. Todos estos actores podrían estar presionando para obtener mejores resultados en las calificaciones. A veces la competencia con los pares, a veces el deseo de destacar, pueden llevar a una persona joven y sana a consumir estos productos. De ellos hay una amplia variedad, se promueven como suplementos alimenticios, o extractos herbales naturales. Se pueden adquirir sin receta médica en farmacias, tiendas naturistas, supermercados y hasta por internet. Por lo general son bien tolerados y los efectos indeseables no se perciben o son leves. Todo esto facilita su consumo, aunado a fuertes campañas comerciales de promoción.
La realidad es que no se conoce su efectividad, ni sus parámetros de seguridad. Muchos estudios se hacen en animales de laboratorio, como ratas y ratones, donde sí han demostrado resultados, sobre todo en memoria. Sin embargo el dilema ético subsiste: debemos permitir, o aconsejar su uso en jóvenes sanos. Los resultados, si los hubiera se manifiestan después de meses de uso continuo y no se ha estudiado cuáles podrían ser sus consecuencias, ni tampoco las de su deprivación. No sabemos si pueden alterar los patrones de sueño, o el comportamiento individual o social. Se han usado con éxito reconocido en los casos de Déficit de atención con hiperactividad: niños que no pueden concentrarse y continuamente se están moviendo sin objetivo real. Estos niños y adolescentes declaran que los problemas conductuales en que suelen incurrir están asociados con falta de su medicación, lo que nos lleva a pensar si estamos generando sujetos dependientes de estas sustancias, un tipo de adicción, o si este es un pretexto para justificar conductas inapropiadas. En todo caso eran pacientes con un problema de salud.
¿Pero aquellos que solo buscan mejorar su estatus académico, o reconocimiento social? ¿Debemos permitir o alentar su consumo de nootrópicos.? ¿Y si intentaran mejores técnicas de estudio, mejor alimentación y ejercicio, higiene del sueño y descanso, meditación o yoga? Pasamos por alto recursos naturales que han demostrado su valía, por la promesa de píldoras mágicas que nos debían volver más inteligentes. Estaríamos dejando fuera la cultura del esfuerzo y de ejercitar nuestro cerebro. Recuerdo un anuncio en una revista médica promoviendo suscripciones: “jog your mind too!”. La salida fácil vs el esfuerzo y la mejora por méritos propios. Algo similar a lo que sucede con tantos productos milagro que ofrecen quitar el hambre, bajar de peso y moldear la figura sin grandes esfuerzos. Sabemos que eso no existe.
El uso y abuso de estos nootrópicos parece más frecuente en escuelas y profesiones de alta exigencia, lo que puede fácilmente llevar a sacrificar horas de sueño y esparcimiento para aprovechar al máximo las supuestas propiedades milagrosas. Ha surgido un grupo de adictos y expertos en estas sustancias: los psiconautas, que llegan incluso a emplear microdosis de LSD, psilocibina y mezcalina, que supuestamente mejoran la percepción y la creativdad, parámetros muy apreciados en el arte. Hasta dónde llegarían los límites de la autenticidad de la persona, como los que se vuelven muy graciosos y despiertos bajo el influjo del alcohol. ¿Eres tú realmente, o eres el producto transitorio de una alteración mental? ¿A quién debemos tu ingenio? ¿A tu cerebro normal, o a la influencia farmacológica?
¿Por qué no permitimos que los atletas consuman drogas que aumentan su rendimiento? Es cierto que ya conocemos los efectos nocivos a largo plazo, pero a veces nos enteramos de grandes atletas que incurrieron en prácticas ilegales, no necesariamente estas drogas, como Lance Armstrong, o beisbolistas que ahuecan sus bates, o futbolistas que desinflan el balón, o nadadores que usan trajes con escamas que simulan las de un tiburón. En estos últimos casos no hay impacto en la salud, pero igual se consideran desleales. ¿Debemos reconocer igual el mérito de quien llega primero impulsado por apoyo farmacológico no necesario? Caso diferente de quien necesita inhalación de un fármaco para combatir broncoespasmo – enfermedad- que limita su aporte de oxígeno.
Y todavía tendríamos el problema de la inequidad. Solo obtendrían beneficios “artificiales” quienes pudieran pagarlos. Si ya así, sin esas limitaciones, les retiramos becas a deportistas de alto rendimiento. En el ámbito académico brillarían más los que pudieran pagar sus fármacos, obtendrían más distinciones y mejores sueldos, suponiendo que los nootrópicos cumplan las maravillas que se dicen de ellos. La bioétca –neuroética- tiene mucho que preguntar y concientizar. ¿Queremos genios apoyados en pastillas? ¿O auténticas personas triunfadoras que supieron aprovechar sus recursos naturales para mejorar sus logros. El súper humano es un producto natural, fruto de su ingenio y su esfuerzo, o es un ser artificial? Cuando se trate de corregir deficiencias, ¡adelante!, para eso es la medicina: prevenir y corregir, pero no deformar. No tenemos el poder de mejorar a una persona sana.