Dedicado a los chiquillos xalapeños de ayer, hoy y mañana.
Al noroeste de Xalapa surca el campo lo que queda del río Sedeño, nace en la Sierra Madre Oriental, en el bosque de niebla, y su cuenca transcurre desde el municipio de Acajete hasta el de Naolinco, pasando por Lucas Martín, hacienda hermana de Xalapa, fundada en 1569 por el conquistador Juan Nuñez Sedeño.
Este inolvidable río va a desaguar en el río Actopan y desembocar en el Golfo de México. A la mitad del siglo pasado era un caudal profuso que surcaba el campo, serpenteando entre lomas y cerrillos, cerca de Xalapa causaba una cascada de unos dos metros de altura precedida y seguida de pequeñas caídas de agua que producían espuma albea como algodón y murmullo musical como pandero de cascabeles. El Sedeño era una alfombra “brillante y suave como la seda”, expresión que le da su nombre.
Conservamos intensos recuerdos de nuestros paseos a Sedeño, cuando éramos niños. Mis dos hermanos, dos compañeros del barrio del Dique, frecuentemente varios chiquillos se agregaban y llegábamos a formar una pandilla de ocho a diez, “aventureros” que caminábamos desde aquella “estación nueva” del ferrocarril hasta el entorno idílico del río. Salíamos de nuestra casa, en Belisario Domínguez, en ruidosos camiones urbanos de segunda, aquellos armatostes rojos con blanco que abordábamos en Allende, con asientos laterales, un tubo en el techo para sujetarse y sortear zangoloteos. Íbamos colgados de aquel tubo meciéndonos a placer ante displicencia de pasajeros y chofer.
En la estación trenista revisábamos equipaje y “arsenal”, paliacate anudado con un par de tortas, una mandarina, una “pequeña Lulú” sabor naranja y de postre una paleta “Mimí”, en la bolsa la resortera con las tiras de hule apretadas, cincuenta canicas, las “municiones”, y el silbato para pitar por alguna emergencia. La caminata se iniciaba a las ocho de la mañana, duraba más de una hora, comíamos guayabas, jinicuiles y guajes, semillas deliciosas que nos hacían liberar aromas tan ofensivos como el gas pimienta, “disparábamos” a todo lo que se movía entre el follaje, jamás le dimos a algo.
Al percibir el murmullo del agua y chasquear de la cascada corríamos aflojando botones, sacando zapatos y ¡el primer salto! a la poza bajo la cascada, agua cristalina como el sol de la mañana y silencio aderezado por el trino de pajarillos que compartían con nosotros su paraíso campirano. Días inolvidables, todo era “chivear “ hasta el cansancio, como decía mi madre.
A veces, de regreso, cuando no “pardeaba” la tarde, llegamos a Banderilla, ícono de provincia lejana, cuyo nombre debe a que en época colonial, a su alrededor el tupido follaje era refugio de bandoleros que asaltaban sin cesar a los viajeros rumbo a Mexico, entonces los pobladores instalaban una banderillas encendidas, en la altura de los arboles, y al atardecer servían de advertencia, de no internarse en el camino, por eso se llama Banderilla ese poblado, primo amado de Xalapa.
Al ponerse el sol regresábamos a la estación ferrocarrilera, exhaustos, chamagosos, con estómago repleto de fruta y el corazón henchido de alegría, regalos amorosos de aquel campo, hoy inexistente. El viaje de retorno a casa en el camión “Excelsior”, de Banderilla a Xalapa y luego en el camión ruidoso “urbano de segunda”, rumbo a casita era tranquilo, dormitando, sin ánimo de colgarnos en el tubo.
Huella imborrable grabada en nuestros corazones de la infancia perdida en el antaño. Hoy ver al Sedeño exiguo y contaminado, una lágrima brota de la nostalgia por ese bien arrebatado por el tiempo.
Hoy renace la esperanza de que el querido río se llene de agua nueva, recupere su verdor lujurioso y florezca otra vez. Se sabe que nuestra Universidad Veracruzana trabaja en la Red para desarrollo sostenible coordinado por la UNAM, en el que entusiastas jóvenes universitarios trabajan por rescatar y sanear ese paraje tan bello, lleno de recuerdos para innumerables generaciones, el río Sedeño.
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