La actual pandemia nos ha sacudido profundamente: dolor, muerte, pérdidas económicas, aislamiento social, teorías de conspiración, precipitación de otras formas de comunicación… en fin, una gran conmoción. Pero tratemos de encontrar algo positivo, o al menos no tan negativo.
Ya habíamos pasado por otras epidemias y pandemias recientes. Han habido gripe aviar, influenza, Ébola, pero no como esta pandemia. Cuando inició pensamos que sería otra epidemia localizada en alguna parte del mundo. Cuando se anunció su diseminación mundial se encendieron algunas alarmas y supimos que llegaría a nuestro país. La segunda alarma se encendió cuando empezamos a ver numerosas muertes, que en un principio no habíamos considerado. Apareció la necesidad de hospitales dedicados, salas de terapia intensiva y ventiladores, todo ello en gran número y premura por adquirirlos, o contar con ellos.
La muerte apareció como pocas veces, todas ellas registradas como grandes calamidades en la historia de la humanidad. Nunca habíamos atestiguado la insuficiencia de servicios funerarios, panteones, carrozas, crematorios. Resultaba impensable presenciar filas de carrozas esperando para cumplir su servicio. Pero no solo los muertos tenían que esperar, en algunos países en la calle, para que el ambiente en casa fuera tolerable. También los enfermos tuvieron que esperar y peregrinar en ambulancias esperando encontrar una cama disponible, tan solo para morir días después en condiciones lamentables.
Todo parece negativo, sin embargo, debemos aprovechar esta catástrofe para anticipar otras posibles pandemias con alta morbimortalidad. Lo que parecía una gripe o fuerte resfriado se transformó ante nuestra incrédula mirada en una terrible amenaza de muerte. Ahora sabemos que puede volver a pasar, que una enfermedad aparentemente inocente puede tornarse terriblemente peligrosa, sobre todo en el caso de enfermedades infecciosas, capaces de transmitirse por contacto directo y hasta por aire.
Nuestra actitud debería cambiar drásticamente. Recordemos que se organizaron fiestas, algunas planeadas para contagiarse y ya salir del problema, como pensaban los jóvenes. Vimos como personas de todos los niveles económicos y educativos se negaban a usar cubre-bocas. Quizá los jóvenes y sanos salían pronto de la enfermedad, pero contagiaron a mucha personas con menos fortuna, quienes fallecieron. Sabemos de médicos que no creyeron en el riesgo y terminaron fatalmente, viejos y no tan viejos.
Ahora sabemos que las enfermedades transmisibles pueden ser altamente catastróficas. Y ya no estamos en la época de las pestes negra o bubónica, ni de la mal llamada influenza española. A pesar de todos los recursos disponibles recibimos duros golpes. Sin embargo, hemos podido constatar la respuesta el grupo científico de la salud, con el desarrollo de vacunas novedosas.
Al mismo tiempo aprendimos que el ámbito de la investigación científica y de sus aplicaciones tecnológicas es bastante más complicado de lo que el gran público suponía. Existía, y sigue existiendo, la idea de que la ciencia es todopoderosa y que si los científicos se aplican, los resultados serán satisfactorios y a corto plazo. Ya vimos que no es así. Como nunca antes le hemos podido seguir la pista, prácticamente día a día, a las propuestas surgidas de la investigación. Y hemos visto cómo fracasan y yerran. No hay tal ciencia todopoderosa. Estos fracasos son lo natural, pero no lo sabíamos, porque esas noticias solo circulaban en el restringido ámbito científico de aquellos dedicados al problema.
Las comunicaciones científicas siempre se habían publicado en revistas ampliamente especializadas, que solo los interesados leían. Pero hemos aprendido que los recursos actuales de comunicación y las redes sociales difunden cualquier cosa. Y no siempre las presentan en su justa dimensión, pues ahora resulta que cualquiera puede difundir sus ideas, sin importar su comprobación, ni veracidad. Las revistas científicas atienden numerosas reglas y controles, no así las redes sociales.
En los medios de comunicación social no hay controles, ni se requieren credenciales para publicar. Cualquiera puede ganar notoriedad y este es un acicate muy poderoso para muchas personas. Lo importante no es la verdad, sino la primicia, ganar notoriedad y “conseguir seguidores”. Los periódicos no especializados también están muy motivados por la venta de ejemplares y publicidad. Y aunque las publicaciones científicas no están del todo exentas de tentaciones, los controles y revisiones aseguran un nivel muy satisfactorio en cuanto a la verdad de sus datos.
Habitualmente los artículos científicos siempre son cautelosos y con frecuencia incluyen frases como “Hasta donde sabemos…” y “Se requieren más estudios…”, cosa que no suele aparecer en redes sociales ni en periódicos que viven de sus ventas. Con honrosas excepciones, los que escriben en periódicos, revistas para todo público y, sobre todo, en redes sociales no suelen tener el respaldo suficiente para sustentar sus dichos. Tristemente, cualquiera puede interpretar a su manera, y sin entender plenamente los informes científicos. El periodismo científico se ha tornado un área muy especializada, a menudo desarrollada por verdaderos científicos de cada área.
Por esto es importante tomar con mucha precaución lo que se asienta en estas publicaciones. El trabajo científico puede llevarle a un investigador toda su vida productiva, digamos 30 años, sin descubrir nada nuevo ni relevante. De hecho, es bien sabido, a partir de los trabajos de Thomas Kuhn (“La estructura de las revoluciones científicas”), que la mayor parte del tiempo los investigadores dedican su tiempo a ajustar detalles dentro de una teoría en boga, a la cual se han adscrito voluntariamente. Esto nos deja ver que el progreso científico es lento, doloroso y costoso.
Las revoluciones científicas son excepciones en las que un pequeño grupo de científicos, por lo general jóvenes, abandonan la teoría dominante y proponen un nuevo enfoque. Esto suele suceder después de décadas de dedicación a una visión particular (“paradigma”, en términos de Kuhn). Pero esto no lo maneja el gran público, que fácilmente se desilusiona e inconforma con los científicos, que cuando publican un trabajo nunca están a salvo de ser puestos en duda por otros autores. No hay garantías, si bien los científicos hacen su mejor esfuerzo y son revisados y sancionados por pares (peer review).
Vemos también como muchísimas personas se saltan toda una preparación de décadas y anuncian públicamente soluciones milagrosas, muchas veces basadas en recetas ancestrales o simplistas: gárgaras con agua salada, diversos nutrientes, medicamentos veterinarios, desde pomada para caballos, hasta ivermectina, o bien el uso de productos con cloro. Alguna vez oí el comentario: “…pues a mí me ha funcionado: no me he infectado”, confundiendo la causalidad: no haberse infectado no necesariamente es el resultado de consumir uno de esos “medicamentos” milagrosos. Como aquel que decía que le constaba que las mandrágoras existían, pues había probado su carne.
Obtener conclusiones es un proceso complejo y con frecuencia toma décadas dominar medianamente ese arte. Debemos aprender que las aseveraciones pretendidamente científicas requieren preparación rigurosa. Recuerdo ahora una doctora extranjera sudamericana que dudaba de la existencia del coronavirus y cuando le dijeron que su opinión como experta… y ella de inmediato interrumpió y dijo que no era experta en nada. Debemos aprender que para opinar, sobre todo en áreas de la salud, hay que ser experto, más allá de falsas modestias, sobre todo si pretendemos impactar en la población general.
Las redes sociales tienen alto valor, pero también tienen un lado negativo muy prominente: cualquiera puede afirmar cualquier cosa y viralizar su publicación. Cualquiera con la astucia y carisma suficiente puede lograr millones de “seguidores”, aunque ni el incitador ni los fanáticos sepan a dónde van. Más importante que tener seguidores es tener algo que ofrecer a los influenciados. Aprendamos a pensar y exigir más de los comunicadores de las redes sociales.
Desconfiemos también de los conspiracionistas y catastrofistas, muchos de los cuales han anunciado asombrosas propuestas sin tener el menor sustento para ello. Ya se hablaba de un mega proyecto chino para adueñarse del mundo aprovechando la distracción por la pandemia. También esta crisis nos enseña cómo líderes de gran alcance toman muy malas decisiones, algunos mal asesorados y otros por ineptitud. Hemos visto cómo la sociedad civil debe hacer escuchar sus reclamos, idealmente bien asesorada y organizada. Ya se ha dicho que la salud es demasiado importante como para dejarla exclusivamente en manos de los médicos, pero es obvio que tampoco son los políticos los mejor capacitados.
Todos debemos aprender de lo sucedido, de los aciertos y de los extravíos, a fin de mantener las mejores condiciones para enfrentar estas y otras crisis que están por ahí agazapadas, latentes y prestar a brincar al escenario. Lo mejor que podemos hacer es estar informados.