La tarde del día uno de febrero de este incipiente 2023, me senté en mi sillón tlacotalpeño de cuarenta y cinco años de antigüedad, atesorado en el porche del pequeño jardín de casa. Abrí mi Diario personal, vetusto libraco guardado en algún lugar ignorado por mis seres amados, porque simplemente es parte toral de mí mismo, es mi Alter ego.
Busqué al azar la página de un primer día de marzo y encontré lo que escribí ese día de 1986, simplemente retrocedí treinta y siete años en mi vida y tuve ante mí, dibujados con mi letra, los momentos vividos aquel día de hace tantos años, el tiempo pasa con la rapidez que arrancamos las hojas del calendario ¿Usted lo ha hecho, lo ha sentido?, si no es así, no sabe de lo que se ha perdido.
Lo que yo haya hecho aquel lejano día no es algo de interés para usted, lo sé, pero considero que la reflexión que haré, puede moverle algún sentimiento, quizá olvidado, porque el tiempo borra todo, todo, hasta lo considerado en algún momento como inolvidable.
Por el placer de recordar recrearé, tal cual, el texto escrito en mi Diario aquella tarde xalapeña de un distante invierno, revivido en esas viejas páginas.
“Uno de febrero del 86. Es martes, la tarde fría, muy fría, con niebla densa y Xalapa más bella que nunca, porque al verla a través de los ojos del tiempo pasado, la ciudad nos muestra su verdadera cara provincial, su belleza bucólica de antaño, que día a día pierde.
Contemplo una fotografía de mis padres, hermanos y yo, de aquel año 85, tomada incidentalmente, ocurrencia de una tarde, pero hoy al verla donde están tres que hoy se han ido para siempre, aquel momento y esa imagen han cobrado un valor afectivo, que rebasa cualquier momento que vivo en el presente, pero que el tiempo los convertirá también en tesoros cuando el hoy, sea el ayer.
Regreso hoy de la capital del país, después de una estancia de varias semanas de trabajo de actualización profesional, durante las que también pude disfrutar a papá y mamá, vivos, aunque mi padre ya no manifiesta la energía, atesorada por muchos años de brindar bondad, heredar honestidad y entregar amor sin condición. La Navidad del 85 y el inicio del año 86, han sido motivo de reunión de “Nosotros seis”, como siempre designamos coloquialmente a mis padres y los cuatro hermanos, que éramos, aunque ahora el grupo ha aumentado y lo seguirá haciendo por la presencia de nuevos nietos.
A Don Ricardo, mi padre, lo operarán del corazón en breve, aún no sabemos cuándo. El daño cardiovascular es grave y deberán hacerle una “intervención de tres vasos”, laboriosa y riesgosa. Nos preocupa. Aunque él ha dicho que todo saldrá bien y agregó, “el próximo año nuevo ni recordaremos esta preocupación de hoy, por favor disfrutemos este fin de año, porque ¡y le voy a llegar al año nuevo próximo, tengan la seguridad!
Yo transcurro hoy la quinta década de mi existencia, entre 40 y 50. Mi casa ubicada a una cuadra del parque “Los Berros”, ícono del Xalapa de siempre. Es un parque bello, sin par, me recibe con cariño, lo vi al llegar esta tarde, cubierto por un velo de algodón de donde se desprendía una brisa helada de micro gotas con calor del regazo que recibe al hijo pródigo que se va, para volver. Eran las siete de la tarde, el ámbito obscuro daba la impresión de estar entrada la noche y un aire de misterio envolvía las calles solitarias con el grave tañer de las campanas de San José, llamando a la última misa del día
Caminando recorrí 13 de Septiembre, Diego Leño, Zamora, hasta desplazarme lentamente por Enríquez. La niebla fría me calentaba el sentimiento y mi ciudad me parecía tan bella como cuando partí originalmente, hace treinta, más de 30 años. Esta tarde recordé mis andanzas por esa calle, cuando salía de mi Colegio Preparatorio y la mitad de Enríquez era nuestra, “El Emir” en un lado y enfrente la inolvidable cristalería “El Monte Alegre”, eran sitios de ubicación de aquellos grupos de chamacos, en un lado “los apretados” y enfrente “Los pelados”, ahí estaba yo.
Algunas, ¿o varias? de las apretaditas preferían el galanteo de algún peladito, porque éramos correosos, aventados y avilones. Mi mente buscó recuerdos en lo más profundo de mi memoria retrógrada, llegando hasta los archivos muertos del hipotálamo ese misterioso pequeño órgano, donde guardamos las vivencias más primitivas.
Como en pantalla de blanco y negro, me vi siendo adolescente descender por Lucio, esa calle, ahora tan distinta en 1985 a la de 1956. Me ubiqué en un día cualquiera al obscurecer, con uniforme “caqui” y la corbata negra ya no anudada al cuello, sino enrollada en la mano derecha, para dar consistencia al puño, por si se ofreciera “dejar ir un guamazo”, esto solo era un alarde de adolescencia. Aquel uniforme de la Prepa, que jamás olvidaremos quienes abrevamos el saber de sus aulas, fue el distintivo que con orgullo vestimos los preparatorianos del años cincuenta.
El Parque Juárez, ¡qué bonito lo vi!, araucarias con follaje fantasmal gracias a la bruma vespertina horadada apenas por la luz amarillenta de los faroles del viejo parque, mientras un airecillo frío acariciaba el rostro, sin mover una hoja de los arbustos del arriate, lo sentí como un hálito de vida y discreta bienvenida. Xalapa me recibió con cariño acumulado, para aquel chamaco que en su redondel correteó hace más de años, al galán de carnavales de los cincuentas y al hombre maduro que volvió al final de los setentas, para disfrutarla por siempre. La ciudad no olvida y recibe con calidez a sus hijos que regresan”.
Lo que acaba usted de leer, lo escribí el uno de febrero del 86. Mi padre falleció nueve meses después, luego de una complicada evolución post operatoria, “no le llegó al nuevo año”. Mi madre sí llegó, pero sin ser la misma abuela-bisabuela, llena de vida y buen humor del año anterior, su soledad era infinita por la ausencia eterna de Don Ricardo, su compañero durante casi cincuenta años.
La triste resignación de la viudez de mamá la he revivido en notas de casi todos los días subsecuentes de su vida. La sensación de nostalgia por el bien perdido es reconciliada por los recuerdos vívidos que contiene el texto, es indescriptible la sensación de volver a sentir lo que el corazón dictó al puño en aquellos lejanos momentos.
Escribir nuestro Diario es una deleitable inspiración. Plasmar en el papel día a día nuestra propia historia de vida es un ahorro de vivencias, cuyos intereses nos los dará el banco de la existencia para disfrutarlos cuando estemos cerca del retiro eterno.
Cada momento insustancial de hoy, con el paso de los años se convertirá en un recuerdo inolvidable, atesorado en lo profundo de nuestra alma y corazón.
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