Dedicado a xalapeños de los años cincuenta y un poco después.
Cuando tenía doce años de edad conocí la ciudad de México, recordarlo me invade nostálgica emoción. Aquel primer viaje fue toda una aventura, era el jueves 16 de noviembre de 1950, y nosotros éramos seis; papá Ricardo, mamá Pily, mi hermana Lety, mis hermanos Ricardo, Marco y yo, vivíamos en esta ciudad bella y fresca de Xalapa en la calle Belisario Domínguez número ocho, cerca del Dique, un barrio provinciano de una villa quieta, que era Xalapa.
Aquella tarde a las diecinueve horas, momento acariciado desde muchos meses antes, mi padre nos apresuró por última vez y todos salimos de prisa siguiéndolo mientras mi madre caminaba atrás observando con paciencia, cada quien cargaba su pequeña maleta, ella las había preparado con cuidado especial, nada faltaba.
Subimos la cuesta de JJ. Herrera, hasta la esquina de Enríquez y Clavijero, donde estuvo muchos años la cantina “Las Palomas”, desde antes de que se abriese la avenida Avila Camacho, frente a las antiguas escalinatas del parque Juárez que daban a Úrsulo Galván, “Las palomas”, taberna donde algún ancestro de todos los xalapeños estuvo ahí dentro o pasó por fuera, un ícono del “Centro de Xalapa” durante muchas décadas.
Aquel anochecer xalapeño, neblinoso y húmedo esperamos el “urbano”, camión procedente de la “La Piedad”. El armatoste llegó, ancho de color rojo con blanco, ruidoso y lento. Los cuatro chamacos subimos en tropel aventando los “velices” en los asientos laterales de madera, extendidos a lo largo del camión y cuya estructura en ángulo recto obligaban al pasajero a ir sentado “en escuadra”.
En diez minutos llegamos a la “Estación de Ferrocarril” ubicada, entonces, al final de la clásica calle xalapeña Úrsulo Galván. Arribamos al carro dormitorio, “el pullman”, en su sitio asignado aguardando a ser abordado por los pasajeros. A las ocho de la noche sería “enganchado” al convoy y saldría hacia a Ciudad de México.
Entrar a aquel vagón fue una impresión acompañante de toda mi vida, entre una luz tenue vislumbré a ambos lados cortinajes de color café, detrás de los que se encontraban mullidas camas con sábanas blancas y unas grandes almohadas, como jamás las había visto, a través de la ventanilla puede ver múltiples vías férreas paralelas y sobre muchas de ellas a vagones y máquinas de vapor que los movían.
El patio ferroviario, pincelado de nácar por vapor y la niebla nocturna, se veía bordado por decenas de lucecillas parpadeantes de las lámparas de los “garroteros”, los hombres que guiaban el movimiento de los vagones con sus señales en clave emitiendo un mensaje silencioso para lograr un discurso ferroviario coordinado y asertivo.
La estación ferroviaria destilaba vida, actividad intensa y presencia humana. Nos acomodamos de dos en dos en sendas camas que se les llamaban “gabinetes”. El tren empezó a moverse con lentitud y mi emoción a crecer con prontitud.
Mi inolvidable hermano Ricardo y Lety se durmieron en un minuto, para Marco y para mí la noche fue maravillosa el “chucu chú” del tren nos arrullaba, pero pasamos la noche casi en vela. Ante mis ojos vi pasar largos tramos de niebla densa que me hacían sentir que el tren no se movía e impávido se encontraba suspendido dentro de un copo de algodón, visión inolvidable que mi imaginación infantil convirtió en mágica.
Vi numerosos grupos de luces mortecinas, de cientos de casitas inmersas en la sierra; Acajete, La Joya, Las Vigas y un sin número de pueblecitos dormidos entre la niebla. Imágenes de pobreza en nuestra campiña veracruzana de la mitad del siglo veinte.
El cansancio venció, desperté cuando el convoy entraba en la descomunal, así la vi, terminal de Buena Vista, en la mera capital de la república.
A las 7 de la mañana del viernes la ciudad apenas despertaba, la temperatura ambiental fría y nuestras tímidas palabras se convertían en susurros de vapor. Mi padre nos guió al carro de aseo, de un lado tenía espejos y lavabos y del otro inodoros y mingitorios, agua caliente de los grifos, secadita con toallas de papel y estábamos listos.
Caminábamos guardando el equilibrio con dificultad, el convoy transitaba con velocidad. Nos asistía gentilmente un señor de raza negra con quepí azul luciendo una placa con el grabado “Porter Pullman”, me sentía un chiquillo potentado.
Salimos de la “estación Buena Vista” y nos recibió “La gran ciudad”, a dos cuadras entramos al hotel “Mazoy”, modesto edificio de dos plantas.
Acompañamos a mi padre a sus quehaceres, saliendo del hotel antes de las 9 horas. En la avenida Balderas mi padre arregló sus asuntos ferroviarios en cosa de dos horas.
A las 11 de la mañana caminamos de Buena Vista hacia el centro de la ciudad, por Puente de Alvarado, Hidalgo, avenida Juárez, hasta la Alameda.
Las grandes avenidas permitían atravesar con parsimonia las aceras, sin prisa, los semáforos eran de solo tres faros y en cada esquina había un policía de tránsito, “un tamarindo” con uniforme beige obscuro. El asfalto surcado por elegantes Fairlane, Nash, Oldsmobile y algunos Cadillac. De ninguna manera un tránsito como el de hoy.
Sentados en la Alameda ante el majestuoso Hotel del Prado, demolido por el terremoto del 85, no nos dábamos abasto entre dar un veinte a un organillero, disfrutar de algún mimo callejero, admirar el regio palacio de las Bellas Artes o la altísima Latinoamericana. Caminamos San Juan de Letrán, en la que se abrían las puertas de aquellos almacenes en que por solo 60 pesos nos comprábamos un buen pantalón de “casimir”. No había un solo puesto de ambulantes.
Desayunamos en “El vaso de leche”, café tradicional en que además de barato se disfrutaba de comida casera y se saludaba, sin asombro, a dos o tres paisanos que también preferían esos lugares. El terremoto del 85 lo borró para siempre.
En trolebús, jubilosos recorrimos las cinco cuadras por la avenida Independencia y llegamos al Zócalo. Explanada limpia, con un asta en cuyo alto extremo pendía nuestra bandera mexicana, el aire de la mañana otoñal la ondeaba con señorial talante. Visitamos la Catedral de México, imponente, el órgano monumental centenario y gigantesco. Subimos al campanario y escuchamos el tañer tan sonoro como musical del metal muchas veces centenario, mientras el sacristán explicaba con fantasiosa erudición, la historia de cada una de las grandes campanas.
Después caminamos hasta Belisario Domínguez a una encantadora casa antigua que ubicaba al “Mesón Santo Domingo”, que aún existe, adornada con papel calado, de colores, retratos autografiados en blanco y negro, de Pedro Vargas, el gran Agustín, Toña la Negra, Fernando Fernández, Juan Arvizu, José Alfredo, “el Grande”, en fin imágenes ahora del pasado, que a los jóvenes actuales le son simples nombres que quizá solo escuchan al azar.
El sábado vagamos por el hermoso centro de la capital, comimos tacos de esquina, compramos ropa barata en San Juan de Letrán, jugamos con mamá en la Alameda y regresamos exhaustos al atardecer, al hotelito “Mazoy”, en Buenavista, que quedó grabado en mi memoria.
Por la noche, mi padre me llevó a mis 12 años al teatro Margo, precursor del famoso teatro Blanquita. Recuerdo nebulosamente aquel espectáculo, ahí conocí a “Palillo” legendario cómico político, Manolín y Shilinsky, dos cándidos actores cómicos y estupendos cantantes, conocí a Don Pedro Vargas, “el Tenor continental, y vi bailar a Tongolele, no lo olvido, ¡espectacular! Escultural mujer con rostro de pantera.
Al terminar la función, a la una de la mañana, mi viejo y yo caminamos por avenida Hidalgo frente a la Alameda, vimos el Panteón de Dolores, donde está el Mausoleo de Hombres Ilustres, lo hicimos con calma sin miedo, en una ciudad tranquila y bella, en una noche gélida, con un cielo bordado por millares de estrellas, arropadas por las nubes de algodón dispensadas por el cielo de invierno.
El domingo no podía faltar la visita a “La Villita de Guadalupe” y entre algarabía, cornetines y alfombra de confeti Pily, mi madre, llegó emocionada, oró hasta las lágrimas durante un buen rato, mientras mis hermanos y yo correteamos en aquel bello parquecito que fue el “Portal de los peregrinos”, donde descansaban después de sus peregrinaciones, hoy no existe. A las 7 de la tarde, otra vez, al “Pullman” a dormir con placidez, ahora sí, toda la noche.
Ya acerca de Xalapa disfruté por la ventana de mi asiento el verde paisaje húmedo, lujuriosos de mi Veracruz querido, sus pueblos, su niebla y súbitamente apareció a lo lejos el caserío de mi terruño, siempre añorado… mi ciudad, como un nacimiento colgado de la montaña, ¡qué lindo volver a casa…!
Descendimos del tren, caminamos cinco cuadras por Allende, bajamos por Miguel Palacios y llegamos a nuestro barrio, a la casa en Belisario Domínguez número 8.
Calles empedradas, ventanales abiertos, caras amigas, la eterna niebla y el pertinaz chipichipi, nos dieron la bienvenida. Era otro día y cuando pasamos por la esquina de Belisario Domínguez y J.J. Herrera, escuchamos la sonora voz de Benny Moré, que venía desde la terraza del parque Juárez, interpretando Yiri-yiri-bon, canción que al escucharla hoy, me ubica en mi México y mi tranquila Xalapa de los años cincuenta, cuando mamá, papá y mi hermano Ricardo vivían en plenitud.
Aquella experiencia tan sencilla y cotidiana, hoy es para mí un recuerdo extraordinario que disfruto cada vez que lo evoco.
Los tres hermano que aun vivimos, recordamos con nostálgico cariño aquel tiempo… cuando éramos seis, éramos otros y nuestro México también.
hsilva_mendoza@hotmail.com