Por Pedro Manuel Chavarría Xicoténcatl
Todos hemos oído esta expresión alguna vez. Se refiere a una cosa tal que no se puede dudar de su estructura y por ello se le considera “sólida”. Pueden fallar otros asideros, pero al menos tendríamos a la materia como una base mínima de firmeza sobre la cual desplantar nuevas estructuras de manera confiable. Sin embargo, hemos llegado a otras conclusiones que nos hacen dudar de la solidez.
Mientras trabajamos con cuerpos macroscópicos resultó evidente la firmeza de la materia. Nadie puede dudar de la solidez de un muro, so pena de sufrir las consecuencias del impacto contra este. Un simple ladrillo nos muestra claramente lo que es la materia. Se siente consistente, dura, impenetrable a menos que usemos herramientas. Cierto que hay materiales más blandos, como alguna maderas, o como las carnes, que sucumben ante nuestros dientes, pero seguimos constatando su resistencia.
Hace siglos ya que los filósofos presocráticos se preguntaron de qué están hechas las cosas, es decir, a fin de cuentas, qué es la materia. Razonaron que si fraccionaban los cuerpos llegarían a un componente final que ya no podría dividirse más: el átomo, partícula última, indivisible, simple por lo mismo. Ahora podemos pensar: si toda la materia estuviera constituida por estos átomos, fueren lo que fueren, y la materia es sólida, los átomos deberían ser sólidos a su vez. Al desmenuzar las cosas nos quedaríamos con unas pequeñas partículas sólidas. Serían los cimientos confiables.
Pero resultó que el átomo ha sido muy elusivo. Los químicos requerían una partícula tal para explicar las interacciones entre diferentes materiales, algunos que se fusionan con otros, o bien los que se dividen. Tendría que haber átomos de oro, por ejemplo, y en otros casos los átomos se unirían entre sí para formar moléculas, como el agua, pero al fin habría átomos capaces de combinarse y originar materiales complejos, a diferencia de los elementos que encontramos en la Tabla Periódica. Cuando purifico el oro solo tengo átomos de ese elemento. ¿Y qué puedo hacer con estos elementos? Ya solo unirlo con algo más, pero no descomponerlos sin perder el oro.
Este era un panorama tranquilizador. Habíamos llegado al principio de la madeja. Las cosas estaban hechas de pequeñas partículas indivisibles. Estas no siempre se manifestarían como sólidas, dependiendo de las características del medio. A temperatura ambiente, por ejemplo, algunas partículas se organizan en redes cristalinas con distancias fijas y rígidas entre los átomos, lo que conocemos como un sólido. En otros casos, sea que elevemos la temperatura o los propios materiales se organicen espontáneamente de otro modo, se forman láminas que se deslizan una sobre otra, de modo que las distancias entre los átomos, organizados en capas, pueden variar. A esto llamamos líquidos. En otros casos los átomos, o pequeños agregados de pares de ellos, no guardan distancia fija alguna entre sí y se comportan como un gas.
Si manipulamos el medio, en especial temperatura, volumen y presión, podemos lograr cambios en el estado de la materia. Si comprimimos un gas podemos volverlo líquido. Todos los días lo usamos en las cocinas: gas LP, es decir, gas licuado a presión. Si calentamos suficientemente un sólido, podemos licuarlo y hasta gasificarlo. De una u otra forma, el estado gaseoso de la materia no nos llevaría a pensar que esta no es sólida. Aún los átomos de gases, que con frecuencia forman moléculas diatómicas, tendrían que ser sólidos, es decir, impenetrables; si los enfriamos lo suficiente se manifiestan como sólidos.
Tan sólida considerábamos a la materia que la definición clásica rezaba que materia sería todo lo que ocupara un lugar en el espacio, tuviera peso y que dos partículas no podrían ocupar un mismo lugar simultáneamente: una tendría que desplazar a la otra para ocupar su sitio. Podíamos entender cómo los átomos interactuaban entre sí y se unían formando moléculas con propiedades diferentes a los componentes originales, como en el caso del agua, donde ambos participantes son gases, pero al unirse forman un líquido. Pero aquí surge un problema: ¿cómo se entrelazan los átomos para formar moléculas?
El asunto se aclaró y se complicó al mismo tiempo hace poco más de cien años. Bohr, el gigante de la física describió los electrones. La interacción entre los electrones de la capa más externa de cada átomo permite la formación de lo que hoy conocemos como enlace químico. El problema es que justo en ese momento la idea del átomo fue demolida. Si el átomo contiene partículas en su interior, ya no es atómico. Se conserva el nombre por diversas razones, históricas y de simplicidad, pero los átomos que manejamos en la química no son atómicos. Tal parece que los electrones, en cambio, sí lo son.
El conflicto de la solidez de la materia se nos presenta ahora con el primer modelo atómico surgido tras las aportaciones de Bohr. El átomo consta de núcleo y electrones, estos últimos se disponen en capas superpuestas alrededor del núcleo. Este último a su vez contiene protones y neutrones. Nadie entiende bien qué es en el fondo la carga eléctrica, pero a los electrones les asignamos propiedad negativa y a los protones positiva. Como cargas eléctricas de signos opuestos se atraen, los electrones deberían precipitarse al núcleo, atraídos por los protones, pero no pasa así: se mantienen girando, como los planetas en un sistema solar. Este modelo ha sido superado y en su lugar surgió otro mucho más complejo.
Antes de pasar a otro modelo debemos reflexionar al menos en torno a dos escollos. El primero se refiere al hecho de que las órbitas electrónicas están separadas del núcleo y de las otras capas de electrones, como en el sistema solar se separan planetas entre sí y de la estrella. Y como los electrones son mucho más pequeños que protones y neutrones, la mayor parte del átomo, en este modelo, está vacío. Lo que siento como resistencia del ladrillo al ser tocado por mi mano es la interacción entre las cargas de los electrones de la última capa de los átomos más superficiales del tabique, con los electrones de los átomos superficiales de mi mano. ¿Cuál solidez?
Lo que nos ha parecido solidez es tan solo el resultado de la repulsión de los electrones más periféricos de dos cuerpos que se acercan y que no se pueden penetrar. Pero detrás de los electrones que actúan como barrera que resiste la penetración, no hay nada. Entre capas de electrones hay separación, que por ahora no quiero etiquetar. Entre electrones y núcleo habría otra separación, tampoco etiquetada. Al parecer esta se mantiene por la tendencia inquebrantable a girar de los electrones, lo que generaría una especie de fuerza centrífuga que se opondría a la centrípeta generada por la ley de atracción de cargas eléctricas de signo contrario: protones positivos y electrones negativos. ¿Cuál solidez, si el átomo lo que más tiene son espacios de separación entre sus componentes?
No he querido decir que el átomo contiene espacios vacíos, ya que el concepto de vacío, o al menos al que podemos apelar por ahora, se refiere a la ausencia de partículas, no dentro de una partícula. ¿Cómo llamar al espacio que separa al núcleo de los electrones y a estos entre sí? Es complicado decir que el átomo está casi vacío. Pero como este modelo de mini sistema solar está ya superado, dejaremos para más adelante otras implicaciones. La solidez ha evocado contacto entre capas superpuestas de átomos. Pero los átomos en realidad no se tocan, se repelen o se asocian según las reglas de la formación de enlaces químicos, lo que requiere ciertas condiciones muy concretas que no se dan entre una mano y un ladrillo, por ejemplo. La mano ni se hunde en el ladrillo, ni se liga químicamente con él. Se repelen mutuamente y eso lo interpretamos como solidez, dureza, impenetrabilidad y ocupación de espacio.
Antes de pasar a otro modelo más complicado veamos una dificultad adicional en el modelo del mini sistema solar. El núcleo está formado por protones, y en muchos casos también por neutrones. Dejaremos de lado a estos últimos y nos centraremos en las partículas cargadas positivamente. El átomo más sencillo –el Hidrógeno- consta de un protón y un electrón solamente. Aquí no hay problema. Pero si pasamos al siguiente átomo, un tanto más complejo, nos encontramos con el Helio (He). Este, y todos los demás que siguen, unos 114, presentan un problema. En el caso del He, para mantenernos en lo simple, debemos ubicar a dos protones en el núcleo, muy estrechamente unidos en forma estable, pues si se rompe el núcleo, el elemento que fuera, deja de serlo, como les sucede a los materiales radiactivos, que sufren decaimiento, de modo que el Uranio termina decayendo en Plutonio cuando pierde parte de su núcleo.
Pero solo los materiales radiactivos muestran esta inestabilidad y decaimiento, así que en la gran mayoría de los elementos el núcleo se mantiene estable, conservando juntos desde dos hasta más decenas de protones. Esto representa un notable conflicto, pues las leyes de las cargas eléctricas nos dicen que si son del mismo signo se repelen y no hay fuerza capaz de unirlas. Aunque en realidad sí la hay, pero solo a expensas de presión y temperatura elevadísimas, que naturalmente solo se alcanza en las estrellas. De este modo, la ley eléctrica impediría la formación de átomos más complejos que el Hidrógeno. El Universo solo sería una inmensa nube de Hidrógeno y no habría ni estrellas ni planetas, ni seres vivos, ni inteligencias avanzadas.
Con el tiempo se encontró una explicación para comprender cómo cargas del mismo signo –protones- lejos de rechazarse se mantienen unidas de forma estable y así pueden formarse núcleos del Helio y muchos más. Cuando una fuerza extraordinaria aproxima dos protones, más allá de lo que se opone la fuerza de repulsión eléctrica entre cargas del mismo signo, a una distancia infinitesimal que somos incapaces de imaginar, entra en acción otra fuerza que ahora mantendrá unidos a los protones. Para separarlos se requerirá otra fuerza enorme que rompa el vínculo de unión entre protones.
Para explicarnos cómo se ha formado el Universo y cómo se mantiene funcionando debemos entender que todo se originó con la formación del Hidrógeno. Cuando la temperatura tras el big bang bajó lo suficiente –enfriamiento del universo temprano- los protones pudieron capturar y retener electrones y se formaron los primeros átomos. Al parecer también se formó algo de Helio y Litio, pero muy poco. Inmensas nubes de gas comenzaron a compactarse gracias a una fuerza que experimentamos todos los días: la gravedad. Esta fuerza, difícil de comprender, compactó y compactó Hidrógeno, pues solo eso había. Llegó a ser tan formidable la fuerza de gravedad generada por esas inmensas nubes de Hidrógeno, que los protones son forzados hasta prácticamente el contacto directo y se produce una reacción de fusión nuclear. Dos protones se ligan en un núcleo, capturan dos electrones y termina formándose un átomo de Helio.
Ya que entendemos cómo se forman núcleos pesados, podemos ver con claridad cómo estrellas más grandes generan tanta fuerza de gravedad que ahora fusionan núcleos de Helio. Y así, estrellas cada vez mayores, con más gravedad, fusionan núcleos más pesados hasta formar hierro (Fe). El Fe que contienen nuestros glóbulos rojos alguna vez se formó en una gran estrella que explotó –súper nova- y diseminó el Fe que finalmente se fusionó con otros materiales y generó nuestro planeta. De ahí que sí somos hijos de las estrellas y en nuestra sangre circula polvo de aquellos astros destruidos hace muchos millones de años.
Además de la fuerza de gravedad tenemos la fuerza electro-magnética que explica la atracción entre protones y electrones, y en última instancia la formación de enlaces químicos y la aparición de una increíble diversidad de compuestos químicos, tanto naturales como artificiales, gracias a lo cual, entre otros factores, han surgido los seres vivos, y por ende, nosotros. La unión de los átomos permite la formación de moléculas, es decir, lo simple forma lo complejo. Pero igual ha sucedido con los elementos químicos, esos con nombres extraños que aparecen en la Tabla Periódica. Algunos entendidos dicen que el Universo no consta más que de Hidrógeno en diferentes concentraciones. El hierro y el oro y todo lo demás no es más que una aglomeración estable de núcleos de hidrógeno con sus correspondientes electrones y neutrones.
Para unir núcleos, sean de hidrógeno, helio, o carbón, o lo que sea, se necesita una fuerza inmensa que solo se percibe y actúa a distancias ultracortas: la Fuerza Nuclear Fuerte. Al parecer esta se genera dentro de los protones y neutrones para mantener unidos a sus componentes, los quarks, sin embargo alcanzan a afectar y atraer otros protones para formar los núcleos pesados. Aún nos queda la Fuerza Nuclear débil, de la que solo diremos que es responsable de la desintegración nuclear radiactiva. A final de cuentas, resulta que el Universo está formado por tres o cuatro tipos de partículas básicas –atómicas-: los quarks y los electrones y por cuatro fuerzas: gravedad, electromagnetismo, Fuerza Nuclear Fuerte y Fuerza Nuclear Débil. Sencillo: pocas piezas, pocas fuerzas y grandiosos resultados. Simple y terriblemente complicado a la vez.
Pero ¿dónde quedó la firmeza de la materia? Parece más una malla elástica que un muro sólido, parece más dependiente de fuerzas de repulsión y atracción que no se concretan del todo, ya que no parece haber mucha fusión ni contacto directo, como cuando pegamos un ladrillo sobre otro. Aunque… Sí hay contacto directo y pegamento ultra-fuerte: solo en los núcleos, pero estos nunca interactúan entre sí, pues están rodeados por un penacho flotante de electrones que actúan como si fueran un muro, pero ya vemos que no hay tal. La materia tendría un núcleo firme, al que no tenemos realmente acceso y parecería ser más una esponja resistente a manera de cubierta, así que la materia es esponjosa. Quizá deberíamos pensar al conjunto de electrones como una nube en la que se dispersan estos, al grado de perder su identidad y convertirse realmente en una nube donde no podemos ni individualizar, ni localizar, ni describir la trayectoria precisa de cada uno. Ya ni siquiera una esponja, sino una nube.
Los modelos más recientes de la materia, y por consiguiente del átomo, hablan justamente de una especie de bruma o nube, según la teoría de la p-brana, formada realmente por energía, sea esto lo que sea, aunque no se entienda bien. Se ha equiparado al vacío, pero no al vacío en donde hay nada, porque aquí sí que hay algo. Algo extrañísimo: una profusión de partículas que aparecen y desaparecen casi de inmediato mediante fluctuaciones en las que la energía se manifiesta como onda, a veces como partícula, en realidad en un estado indefinido original. Lo más impresionante es que este estado indefinido puede tornarse –colapsar- en un estado determinado como partícula bajo una imprescindible condición: que haya un observador. O sea, nosotros. Dicen los que medio entienden esto, que el espíritu es anterior a la materia. Nosotros creamos la realidad al colapsar la función de onda en forma de partículas.
¿Qué es el vacío cuántico que podemos visualizar como esa nube o bruma indeterminada hasta que es observada? No se sabe bien. Lo que sí parece quedar claro es que es un falso vacío, repleto de entidades no definidas que esperan que nosotros les demos existencia plena en forma de partículas y sistemas muy complejos, donde la estructura más compleja resultante es justamente la que da lugar a todo esto: el cerebro humano y su estado de conciencia. El Universo –con mayúscula- ha creado el potencial para generarnos a nosotros, y quién sabe cuántos entes pensantes más, para que hagan colapsar la función de onda y generen la realidad misma. Ahí está la materia prima, el vacío cuántico, y aquí estamos los seres dotados de al menos nuestro estado de conciencia, capaces de moldear la materia primigenia, ¿o debemos llamarla energía?
¿De dónde salió lo primigenio? ¿Qué es en realidad? No sabemos contestar. Mucho de lo que sabemos ha sido extraído de observaciones, y sobre todo, de inferencias matemáticas. Cuando no podemos ver, ni manipular, nos quedan las matemáticas, que en el grado de desarrollo que tenemos, prescriben lo que es la realidad. Todavía no hay experimentos y nos atenemos al poder de los números, que de manera muy abstracta, algo nos dejan ver. Si somos congruentes con sus reglas, tendría que ser cierto, aunque no podamos entenderlo. El Universo nos ha creado para que podamos contemplarlo y entenderlo. Me recuerda una plática con un querido maestro de filosofía que me dijo: “Dios es una inteligencia que se piensa a sí misma”.
Y nos esforzamos por fabricar bombas y cañones para invadir y destruir…