Fueron cincuenta y ocho años de ejercer la medicina, desde 1963, cuando la semiología clínica y el conocimiento eran los recursos que llevaban al diagnóstico y decisión terapéutica, para salir airosos ante nosotros mismos y el enfermo.
Se ejercía sin ecografías, tomografías, resonancia magnética, tomografía con emisión de positrones, sin internet y su veloz comunicación, sin celulares, WhatsApp, Face time, Zoom, sin saber que existiría la microscopía con inmunofluorescencia, que da imágenes diagnósticas tan bellas como cielos negros adornados por miríadas de estrellas multicolores, que son los anticuerpos que detecta. De nada de eso disponíamos para fincar diagnósticos, pero nuestros maestros nos enseñaron a diseñarlo solo con conocimiento y vocación, y lo hicimos durante muchos años.
Los recursos tecnológicos modernos aparecieron a partir de 1980 y hoy resulta que no podemos vivir sin ellos, de los cuales en muchas personas se han convertido en verdaderas adicciones que ante su privación, por la razón que sea, les causan cuadros de abstinencia bien definidos.
Por la alta tecnología, muchos médicos, sobretodo los jóvenes, han dejado de acudir a la semiología deductiva, fascinante y retadora disciplina que los médicos de tres generaciones atrás aprendimos de maestros inmortales en los pabellones del Hospital General de México, en el Instituto de Cardiología, en el Instituto de Nutrición, y otros célebres centros médicos de sapiencia y enseñanza.
El Hospital General de México, de arquitectura porfiriana afrancesada, rodeado de veredas bordeadas de cuidadas flores y arbustos verdes, que integraban una imagen que jamás olvidaremos quienes entre esas veredas corríamos de un pabellón a otro, todas las mañanas de 8 a 2 de la tarde en los lejanos años 1960 a 1962, en que felizmente cursamos tercero a quinto años de medicina
Las áreas de hospitalización eran pabellones que albergaban, cada uno, aproximadamente treinta pacientes en dos hileras de camas, una frente a otra, sin división alguna que guardara su intimidad y solo dos sitios de servicio sanitario para todos los pacientes, pero esas salas siempre resplandecían de limpias, tanto en sus pisos y paredes, como en las camas y utensilios de atención.
En esos célebres pabellones se concentraban seres humanos víctimas de la pobreza y desamparo asistencial y eran tratados con gentileza, que alcanzaba manifestaciones de cariño y ternura de parte del personal médico, enfermería e intendencia. En estas salas, los estudiantes de medicina rigurosamente uniformados, impecables, de blanco, en grupos de cinco acompañábamos a cada uno de los cinco o seis médicos especialistas en la visita diaria y ahí es donde empezamos a aprender a ejercer la semiología, esa ciencia deductiva ejercida con espíritu de vocación, que permite integrar deducciones lógicas que nos guían por el sendero del diagnóstico.
Hoy recuerdo con añoranza a maestros de ayer, del Hospital General, que nunca morirán, Jorge Flores Espinoza, creador del servicio de medicina interna, que nos enseñó que la semiología es el arte de interpretar los síntomas, mediante un algoritmo mental para descubrir el trastorno que los causa; el cardiólogo Guillermo Bosque Pichardo con su estetoscopio escuchaba los pecados de los corazones y les daba absolución; Octavio Rivero y Serrano, neumólogo laureado, rector de la UNAM de 1981 a 1984.
Don Fernando Latapí, leprólogo reconocido en el mundo, diagnosticaba solo con mirar las lesiones de la piel; don Ignacio Chávez en conferencias magistrales que brindaba con frecuencia; Ruy Pérez Tamayo maestro desde la eternidad; cómo olvidar a Humberto Mateos, neurólogo que con martillo de reflejos y diapasón diagnosticaba ante nosotros, los alumnos, la enfermedad y ubicaba con maestría el sitio dañado del cerebro.
En especial nivel de mi nostalgia esta don Juan José Paullada, endocrinólogo, que nos deslumbraba disertando sobre los trastornos de hipófisis, tiroides, suprarrenales y de los disturbios del agua y la sal en el organismo humano.
Un recuerdo excepcional, después de sesenta años, me alegra el espíritu y humedece mis ojos con nostalgia. Caminaba por los senderos circundados por flores, del Hospital General, entre los pabellones 5 y 6 y de frente encontré a un caballero de cabello blanco e hirsuto, que hablaba gritando entre risas estentóreas, lo acompañaba don Aquilino Villanueva, que tendría unos 68 años, padre de la urología mexicana, y el caballero hilarante era Don Fernando Quiroz, (el burro), quizá de unos 75 años, célebre maestro y autor del libro “Anatomía humana” (1944) que en la actualidad lleva 43 ediciones, profesor de miles de médicos del mundo en la UNAM, entre ellos yo.
Me detuve ante ellos y saludé con timidez, “buenos días, maestros”, Don Aquilino contestó gentilmente, “el burro” se acercó con desparpajo, así era él, dijo “quihubo chamaco”, me extendió la mano acompañada de amplia sonrisa y siguió su alegre camino, me quedé plantado al suelo viéndolos hasta que llegaron a la calle Dr. Balmis y se perdieron entre la muchedumbre de aquel D.F. inolvidable, a las 12 del día.
Recuerdos que son imágenes grabadas en lo profundo del alma, al evocarlos reviven multitud de momentos impregnados de emoción, cuando aquellos maestros integrantes de nuestra historia los sentí cercanos en las vetustas aulas semicirculares, donde hileras horizontales de sillas de madera integradas en la estructura, se encontraban escalonadas hacia arriba, dando la impresión de un anfiteatro.
En esas aulas, que olían a madera, el maestro disertaba y el silencio permitía escuchar la respiración rítmica de veinte aspirantes a médicos, embelesados por la plática, sin mas apoyo que un pizarrón, la elocuencia, inflexiones de voz y ademanes del maestro, sin los recursos visuales que hoy regala la modernidad.
Así aprendimos a ser médicos, después la experiencia nos traería la sapiencia.
Por desgracia, aquel bello conjunto de pabellones y aulas que guardaron tantos recuerdos y secretos, rodeado de jardines que exhalaban aliento de fraternidad, fue destruido por el sismo de 1985, pero la evocación del antiguo Hospital General de México ha permanecido y seguirá en nuestro espíritu, por siempre.
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