Por Sofía Olvera

02 de octubre del 2025.- El 2 de octubre de 1968 no se olvida, y no solo porque se trate de una de las masacres más sangrientas y silenciadas en la historia contemporánea de México, sino porque su recuerdo sigue atravesando la memoria colectiva, la política y la cultura del país. Aquella fatídica tarde, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, una multitud de estudiantes, maestros, trabajadores, amas de casa, vecinos y simpatizantes se congregó para escuchar a los líderes del Consejo Nacional de Huelga. Era un mitin más dentro del movimiento estudiantil que llevaba meses exigiendo libertades democráticas y el fin de la represión, pero que pronto se transformó en tragedia  ̶ Cabe mencionar que esta marcha se ejecutaba de manera pacífica, pues esa era la bandera de las manifestaciones estudiantiles ̶. Fue en medio de la lectura de pliegos petitorios que el Ejército, la Policía y un grupo de militares infiltrados conocidos como el Batallón Olimpia rodearon la plaza y abrieron fuego contra los asistentes. La cantidad de muertos nunca ha sido esclarecida con precisión, pero los testimonios y las investigaciones coinciden en que fueron centenas. Esa noche quedó grabada como uno de los capítulos más oscuros del siglo XX mexicano.

El contexto de aquel año fue clave. 1968 no era un año cualquiera: en varios países, desde Francia hasta Checoslovaquia, los jóvenes protagonizaban protestas masivas contra el autoritarismo y por mayores libertades. México, bajo la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz, estaba a punto de inaugurar los Juegos Olímpicos, los primeros en Latinoamérica. Para el gobierno, todo debía lucir impecable ante los ojos del mundo. Cualquier signo de inconformidad interna representaba una amenaza a esa imagen de modernidad. Por eso, cuando las protestas estudiantiles comenzaron a crecer en julio, tras un enfrentamiento entre jóvenes del IPN y de la UNAM reprimido con brutalidad por la policía, el gobierno respondió con fuerza militar: ocupación de planteles, cateos, arrestos indiscriminados y vigilancia constante. Pero el movimiento no se debilitó, al contrario, se extendió y ganó apoyos entre médicos, obreros, sindicatos e intelectuales.

El día de la matanza, el ambiente ya estaba cargado de tensión. Desde temprano, contingentes militares rodearon la plaza. Los oradores comenzaron el mitin frente a una multitud que incluía no solo a estudiantes, sino también a familias enteras, niños y ancianos que vivían en la unidad habitacional de Tlatelolco. De pronto, mientras se pronunciaban los discursos, estallaron los primeros disparos. Testigos aseguran que no solo provenían del Ejército apostado en tierra, sino también desde edificios cercanos y azoteas. Muchos recuerdan la confusión: algunos pensaron que eran cohetes, otros creyeron que se trataba de un simulacro. La verdad se impuso en segundos: la gente comenzó a caer herida, los gritos se mezclaron con el estruendo de las armas y la plaza se convirtió en un campo de muerte.

La periodista italiana Oriana Fallaci, que cubría el movimiento para un medio europeo, resultó herida por una bala en la pierna. Más tarde contaría que vio cuerpos amontonados en la explanada, familias desesperadas buscando salida y soldados arrastrando a jóvenes hacia camiones militares. Elena Poniatowska, en su libro La noche de Tlatelolco, reunió decenas de testimonios de quienes sobrevivieron. Una mujer relató cómo al intentar cubrir a su hijo de los disparos, ambos fueron empujados por la multitud que huía, y que solo cuando cayó la noche se dio cuenta de que el niño había desaparecido. Otro estudiante describió el sonido de los helicópteros y el eco de las balas rebotando en las paredes de los edificios, mientras veía caer a sus compañeros a su lado.

Las cifras se volvieron parte de la tragedia. El gobierno habló de 20 o 30 muertos; corresponsales extranjeros calcularon centenares; sobrevivientes y académicos posteriores hablaron de entre 200 y 400 víctimas. Nadie sabe con certeza cuántos cuerpos fueron recogidos por el Ejército esa noche ni cuántos desaparecieron en los traslados al Campo Militar Número Uno. Decenas de familias jamás volvieron a ver a sus hijos o hermanos, y aún hoy algunos nombres permanecen en la lista de desaparecidos.

Alrededor de la masacre surgió una versión especialmente perturbadora: la de la supuesta película grabada por orden del gobierno y procesada en los Estudios Churubusco. Según varios testimonios, camarógrafos profesionales habrían instalado cámaras en puntos estratégicos para filmar el mitin y la represión, con el objetivo de dejar constancia del operativo. La película habría sido llevada a los laboratorios del Churubusco, editada y luego destruida o archivada en secreto. El escritor Luis González de Alba habló en diversas ocasiones de ese material, cuya existencia nunca fue confirmada oficialmente, pero que se convirtió en símbolo de la verdad oculta. Para muchos, la “película perdida” es la prueba que pudo mostrar al mundo lo ocurrido, borrada por la censura y la conveniencia del régimen.

El gobierno, por su parte, desplegó una campaña de desinformación. Los periódicos nacionales publicaron titulares ambiguos que culpaban a los estudiantes de los disparos y hablaban de un enfrentamiento provocado por “agitadores”. La televisión, controlada por el Estado, mostró imágenes manipuladas o fragmentadas. Los sobrevivientes que fueron detenidos narraron después que en el Campo Militar fueron golpeados, interrogados y fichados como enemigos internos. El movimiento estudiantil quedó diezmado: líderes encarcelados, asambleas dispersadas, universidades bajo vigilancia militar.

Sin embargo, la masacre no logró suprimir el recuerdo ni las preguntas. Con el paso de los años, Tlatelolco se transformó en emblema de la represión y la impunidad. Cada 2 de octubre, marchas y actos conmemorativos en Ciudad de México y otras ciudades recuerdan a los caídos. La Plaza de las Tres Culturas se convirtió en un sitio de memoria, donde se alza un memorial que contrasta con las piedras prehispánicas y los edificios modernos, un recordatorio de que la historia de México se compone tanto de grandeza como de heridas profundas.

El impacto del 68 no se limita a ese año. Para muchos investigadores, el trauma de Tlatelolco abrió una grieta en la legitimidad del régimen priista y sembró las bases para el despertar democrático que vendría décadas después. Al mismo tiempo, dejó una pedagogía de la memoria: las nuevas generaciones crecieron escuchando que “el 2 de octubre no se olvida”, frase que más que consigna es advertencia. No se olvida porque muestra lo que un Estado autoritario es capaz de hacer con tal de sostener el poder; no se olvida porque muchos de sus muertos ni siquiera tienen nombre; no se olvida porque la justicia nunca llegó.

A lo largo de los años se han desclasificado documentos que confirman la participación del Ejército, de la Dirección Federal de Seguridad y de grupos parapoliciales como el Batallón Olimpia. Sin embargo, los archivos militares más sensibles siguen bajo reserva. La sombra de la impunidad persiste, igual que la exigencia de que se abran todos los expedientes y se reconozca oficialmente la magnitud de la tragedia.

El 2 de octubre vive también en la cultura: en libros, películas, murales, canciones y testimonios que han mantenido encendida la memoria. Cada vez que un joven marcha con una pancarta que recuerda Tlatelolco, se enlaza con una cadena de memoria que recorre medio siglo. La masacre de 1968 no es solo un episodio del pasado: es una advertencia sobre el presente y el futuro de México. Su huella está en cada exigencia de verdad, en cada demanda de justicia, en cada grito de quienes recuerdan que la democracia se construye no solo con votos, sino con memoria y dignidad.

Porque mientras la verdad completa no se revele, mientras los archivos ocultos permanezcan cerrados, mientras las voces de los desaparecidos no sean escuchadas, la herida de Tlatelolco seguirá abierta. Y por eso, más de cincuenta años después, se sigue repitiendo que “el 2 de octubre NO SE OLVIDA, NI SE PERDONA”.

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