01 de noviembre del 2025. Xalapa, Ver.- El eco de un llanto atraviesa las madrugadas del imaginario mexicano. “¡Ay, mis hijos!”, clama una voz femenina que parece provenir del pasado, de los ríos, de las sombras. La Llorona no es solo un mito popular: es una manifestación de la memoria colectiva, un símbolo que ha mutado a lo largo de los siglos y que condensa en su figura la complejidad de la historia cultural de Mesoamérica.
Mucho antes de que el nombre “La Llorona” se pronunciara en español, las civilizaciones mesoamericanas ya conocían a una mujer divina que lloraba por sus hijos. En los códices y los relatos nahuas recogidos por fray Bernardino de Sahagún se menciona a Cihuacóatl, diosa madre, patrona de las parturientas y símbolo de la tierra fértil. Su llanto era un presagio de desgracia: se decía que caminaba de noche entre la niebla lamentando la pérdida de sus hijos, los mexicas, quienes perecerían con la llegada de los conquistadores. Sahagún la describe con estas palabras:
“Muchas veces se oía una mujer llorando, que decía: ‘¡Oh, mis hijos, ya nos vamos a perder!’”.
Desde una perspectiva lingüística, el verbo cuica en náhuatl, que significa “cantar” o “llorar con canto”, aparece en los textos rituales asociados a esta diosa. Su llanto no era sólo un sonido de dolor, sino un acto performativo que conectaba el mundo de los vivos con el de los muertos. El lamento de Cihuacóatl, pues, era una advertencia y una plegaria: una metáfora de la destrucción que la colonización traería a su pueblo.
También se ha relacionado esta figura con otras deidades femeninas como Tonantzin (nuestra madre) o Coatlicue (la de la falda de serpientes), entidades que encarnaban tanto la creación como la muerte. En la cosmovisión mesoamericana, la maternidad y la destrucción eran fuerzas complementarias: dar vida implicaba, inevitablemente, abrir la puerta a la muerte. De esa tensión nacen las primeras raíces simbólicas de la Llorona.
Con la Conquista, las antiguas deidades fueron reinterpretadas a la luz de la moral cristiana. Los cronistas y evangelizadores europeos, incapaces de concebir el carácter ambivalente de las diosas mesoamericanas, tradujeron su figura en términos de pecado y redención. Así, la madre doliente se convirtió en una pecadora: una mujer que mató a sus hijos y cuyo espíritu vaga penando por su crimen.
Una de las versiones más difundidas en los siglos XVII y XVIII habla de una indígena que tuvo hijos con un caballero español. Cuando él la abandona por una mujer de su clase, ella, en un acto de desesperación, ahoga a sus hijos en un río. Luego, al darse cuenta de su horror, se quita la vida. Desde entonces, su alma queda condenada a vagar buscando a los niños que ella misma destruyó.
Este relato sintetiza el trauma colonial: la ruptura del orden originario, la violencia del mestizaje y el desarraigo de la identidad indígena. En palabras del antropólogo Alfredo López Austin, “La Llorona es la madre del pueblo mestizo que llora por su propia pérdida: la pérdida de su lengua, su tierra y su memoria”.
El mito de la Llorona no es uniforme. Su plasticidad le ha permitido adaptarse a cada región, lengua y contexto social. En el centro del país, su figura conserva el tono trágico de la mujer traicionada; en Oaxaca y Chiapas, se fusiona con espíritus del agua y guardianas de los ríos; en el norte, su llanto se confunde con el viento del desierto.
Entre los pueblos mayas se habla de X’tabay, una mujer hermosa que seduce a los hombres para castigarlos por su lujuria, y cuyo llanto resuena entre los árboles. En Veracruz, algunos relatan que aparece vestida de blanco junto a los arroyos y que su voz cambia de tono: si se escucha cerca, en realidad está lejos, y si parece lejana, está a tu lado. Este fenómeno acústico, analizado desde la etnolingüística, tiene raíces en el concepto náhuatl tlālocayotl, asociado al eco y al poder de las aguas como mediadoras entre mundos.
En Guatemala y Centroamérica, donde el mito también arraigó, la Llorona se presenta como un espíritu que advierte a las madres descuidadas o a los niños desobedientes. Su figura, en este sentido, cumple una función social: recordar los límites, imponer respeto a la naturaleza y mantener la memoria del sufrimiento materno.
En el siglo XIX, la figura de La Llorona trascendió la oralidad popular para entrar en el terreno de la literatura. Uno de los primeros autores en darle forma poética fue Manuel Carpio, médico, poeta y humanista veracruzano, quien en “Soneto a La Llorona” (1849) consolidó la versión romántica y trágica del mito.
Carpio, influido por el espíritu neoclásico y las corrientes románticas europeas, retoma la esencia del relato colonial —la madre que asesina a sus hijos y vaga penando—, pero la dota de un tono introspectivo y estético. Su soneto inicia con estos versos:
“Cuentan que una mujer, de maldición llena,
mató a sus hijos y en el río los arrojó…”
El poema no solo recrea la leyenda, sino que la canoniza en el imaginario literario del México decimonónico. En su composición se percibe la influencia de las tragedias bíblicas y del romanticismo europeo, donde la mujer se convierte en símbolo del remordimiento eterno.
Desde una lectura antropológica, el soneto de Carpio marca un punto de inflexión: la leyenda indígena, antes viva en el lenguaje de la oralidad, se transforma en discurso culto. La Llorona se vuelve texto, se escribe con mayúscula, y con ello adquiere una nueva dimensión simbólica: ya no solo es mito, sino metáfora de la culpa nacional, del conflicto entre fe y deseo, entre razón y superstición.
La carga lingüística del poema —el uso del “llanto”, “río”, “tiniebla”, “culpa”— conserva los elementos acuáticos y nocturnos que caracterizan las narrativas prehispánicas. Carpio, quizá sin proponérselo, reinterpreta el eco de Cihuacóatl a través del castellano culto, y convierte su voz ancestral en una expresión de la sensibilidad moderna. Así, el soneto opera como una traducción poética del trauma colectivo, un puente entre la diosa antigua y la figura romántica de la mujer condenada.
El término “llorar” proviene del latín plorare, pero en los contextos indígenas se funde con expresiones más antiguas ligadas al canto ritual. En náhuatl, el lamento era una forma de cuicatl, un canto poético que servía para comunicar el dolor al universo. La Llorona, en ese sentido, no sólo llora: canta. Su voz es una traducción simbólica del sincretismo lingüístico y espiritual de México.
Al analizar los relatos orales en distintas regiones, se observa cómo la musicalidad del llanto varía según la lengua. En mixe, por ejemplo, el sonido onomatopéyico del lloro se representa como ñaañaa, un gemido que imita el agua que corre. En zapoteco, el término para “llorar por alguien muerto” no es el mismo que para “llorar por tristeza”, lo que indica un vínculo ritual entre el llanto y la muerte. La Llorona, por tanto, no es una voz universal: es una polifonía de dolores.
La Llorona sobrevive porque su significado trasciende el tiempo. Es la madre que llora a sus hijos perdidos, pero también la nación que llora su pasado despojado. En su lamento confluyen la diosa prehispánica, la mujer colonizada y la voz de la tierra misma. Cada generación la reinterpreta a su manera, y en cada versión persiste el mismo estremecimiento: el recordatorio de que el dolor y la memoria son inseparables.
Escuchar a la Llorona, desde una mirada antropológica, es escuchar a México: su historia de mestizaje, de resistencia y de pérdida. Es oír el eco de una lengua antigua que aún busca ser comprendida, una lengua que no se extingue, sino que se disfraza de viento y agua para seguir hablando a través del tiempo.
Porque quizá, en el fondo, La Llorona no busca a sus hijos muertos, sino a nosotros: los hijos que olvidaron su origen.
