01 de noviembre del 2025. Xalapa, Ver.- En cada altar del Día de Muertos, una flor anaranjada extiende su luz como un pequeño sol terrenal. Es el cempasúchil, cuya presencia perfuma los cementerios y guía las almas de los difuntos en su regreso al mundo de los vivos. Sin embargo, detrás de su belleza y su uso ritual se oculta una historia milenaria: una leyenda de amor, guerra y renacimiento que condensa la cosmovisión indígena sobre la muerte y la continuidad de la vida.
A lo largo de los años, la flor de cempasúchil ha sido interpretada no solo como un símbolo decorativo, sino como un signo lingüístico y espiritual que articula el diálogo entre los vivos y los muertos. Esta flor no se limita al terreno botánico, sino al lenguaje del alma prehispánica, que comprendía a la muerte no como un final, sino como un tránsito luminoso a la pertenencia del todo.
La palabra cempasúchil proviene del náhuatl cempōhualli xōchitl, que literalmente significa “flor de veinte pétalos” (cempōhualli = veinte; xōchitl = flor). Sin embargo, el número veinte en el pensamiento náhuatl no debe entenderse solo como una cifra: representa abundancia, totalidad y ciclo completo, ya que el sistema numérico mesoamericano se basaba en veinte unidades.
Por lo tanto, cempasúchil podría interpretarse más fielmente como “flor de muchas flores” o “flor completa”, aludiendo a su profusa forma circular y a su papel como mediadora entre el sol y la tierra.
En la fonética del náhuatl clásico, la palabra se pronunciaba algo así como semposúchil o sempasúchil, con una cadencia que imita el susurro del viento entre los campos. En esa musicalidad, la lengua expresa lo que la botánica describe: una flor que, incluso marchita, conserva su fragancia solar.
El cempasúchil era, desde tiempos prehispánicos, una planta sagrada asociada al sol y al ciclo de la muerte. Los mexicas la vinculaban con Tonatiuh, el dios solar, y con las flores guerreras que crecían en el Tonatiuhichan —el paraíso donde llegaban las almas de los guerreros caídos en batalla o de las mujeres que morían al dar a luz, consideradas equivalentes por su sacrificio vital—.
Durante las ceremonias dedicadas a los muertos, los antiguos nahuas colocaban pétalos de esta flor para iluminar el camino de las almas, pues se creía que su color resplandeciente contenía la energía del sol, necesaria para orientarlas en su regreso al Mictlán, el inframundo. El uso del cempasúchil en las ofrendas actuales, entonces, no es una invención colonial ni una simple costumbre: es una continuidad de ese antiguo culto solar y funerario, reconfigurado bajo la mirada cristiana.
En algunos códices, la flor aparece en manos de los dioses o en los atavíos de los difuntos, indicando que el tránsito entre la vida y la muerte debía realizarse con luz. Así, el cempasúchil era un faro vegetal, una flor que guardaba la fuerza del sol incluso en las sombras del más allá.
Una de las versiones más difundidas de la leyenda cuenta que, en tiempos antiguos, vivieron dos jóvenes nahuas: Xóchitl, cuyo nombre significa “flor”, y Huitzilin, “colibrí”. Ambos crecieron juntos y juraron amarse por toda la eternidad. Cada día subían a la cima de una montaña para ofrecer flores al dios del sol, Tonatiuh, como símbolo de su unión.
Pero un día, Huitzilin fue llamado a la guerra y murió en batalla. Xóchitl, devastada, rogó a Tonatiuh que le permitiera reunirse con él. Conmovido por su amor, el dios transformó a la joven en una flor de color dorado, bañada por los rayos del sol. Tiempo después, Huitzilin reencarnó en un colibrí, y al acercarse a la flor, esta abrió sus pétalos en señal de reconocimiento. Desde entonces, se dice que el cempasúchil florece cuando el colibrí lo visita, y que su unión renace cada año en el mes de los muertos.
Esta leyenda sintetiza los ejes fundamentales del pensamiento náhuatl: el amor, la muerte, la transformación y el retorno. Desde la lingüística simbólica, puede verse cómo los nombres propios —Xóchitl y Huitzilin— contienen ya el destino de sus personajes: la flor y el colibrí son elementos complementarios, unidos por la polinización, el movimiento, la energía solar. Es una metáfora biológica y espiritual a la vez.
Con la llegada de los españoles, la flor de cempasúchil fue incorporada a las celebraciones católicas del Día de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, que coincidían con el antiguo Miccailhuitontli, la “fiesta de los muertos pequeños”. El color dorado de la flor se asoció entonces con el oro espiritual del cielo y con la luz de Cristo resucitado.
Sin embargo, el pueblo indígena mantuvo su cosmovisión subyacente: el cempasúchil seguía siendo la flor del sol y el camino de los muertos. Las alfombras de pétalos que hoy se extienden en los altares reproducen la idea de un sendero hacia el Mictlán, pero reinterpretado en clave cristiana.
En ese proceso de sincretismo, la flor se volvió lenguaje de resistencia: un signo en apariencia cristiano, pero con raíces paganas, que permitió conservar los antiguos vínculos entre naturaleza y espiritualidad.
Desde el punto de vista semántico, el color del cempasúchil —amarillo anaranjado, casi incandescente— es esencial. En el pensamiento mesoamericano, el amarillo representaba el oriente, la renovación y el nacimiento del sol. Por ello, los pétalos del cempasúchil son un recordatorio de que la muerte no es apagamiento, sino renovación del ciclo solar.
La estructura misma de la flor, con su forma circular y sus múltiples pétalos, remite al movimiento eterno del tiempo, expresado en la palabra náhuatl ōllin (movimiento), que los mexicas usaban para nombrar la energía que sostiene el universo. El cempasúchil es, así, una metáfora vegetal del cosmos: un pequeño sol que nace y muere, pero siempre vuelve a florecer.
En el campo lingüístico, resulta revelador cómo la palabra “cempasúchil” ha resistido la castellanización. Mientras otros vocablos náhuatl se transformaron o perdieron, este término se ha mantenido casi intacto durante más de cinco siglos. Su persistencia muestra el peso simbólico que conserva en la identidad mexicana: pronunciar “cempasúchil” es pronunciar el eco del náhuatl que aún vive en la lengua moderna.
El cempasúchil no solo adorna los altares: los ilumina. En su color y su aroma se condensa una filosofía de vida que se niega a desaparecer. La leyenda de Xóchitl y Huitzilin no es una simple historia romántica, sino una alegoría del renacer cíclico, de la fuerza del amor que desafía a la muerte y de la memoria que, como la flor, vuelve a brotar cada año.
Desde la mirada antropológica, el cempasúchil representa el equilibrio entre dos mundos: el natural y el espiritual. Desde la lingüística, su nombre conserva un fragmento del pensamiento mesoamericano: la idea de que el lenguaje puede hacer que algo viva para siempre.
Cada pétalo encendido sobre los altares no solo guía a los muertos: también nos recuerda a los vivos que la luz no muere, solo cambia de forma. Y así, entre flores, viento y canto, el pueblo mexicano sigue dialogando con sus muertos, hablándoles en el idioma del sol.
