Por Rafael Andrés Schleske Coutiño
María vive en una comunidad rural del sur de Veracruz. Tiene 62 años, nunca fue a la escuela, pero ha aprendido a leer los rostros de la gente y las estaciones del campo. El día de las elecciones, se levantó a las cuatro de la mañana para preparar café y caminar hasta la casilla más cercana, a más de dos horas a pie. No había transporte público ese día. El sol ya apretaba cuando llegó. La fila era larga y el calor se sentía como si el voto también costara sudor.
María votó. Pero su vecina Juana no pudo. La diabetes no le permitió hacer el mismo trayecto. Su hijo tampoco fue: trabaja en el campo y no le dieron permiso para faltar. “¿Para qué? Si de todas formas no cambia nada”, le dijo.
Este no es un cuento. Es algo que pasa en muchos lugares del país donde ejercer un derecho básico como el voto se convierte en una travesía. Cuando hablamos de justicia social en el ámbito electoral, hablamos justamente de esto: de que los derechos no deben depender del código postal, de la distancia a la cabecera municipal, ni del cansancio acumulado.
La ley dice que todas y todos podemos votar. Pero en la práctica, no todos tienen las mismas condiciones para hacerlo. Y eso importa. Porque donde hay desigualdad para participar, también hay desigualdad en lo que se decide.
La justicia social no es solo repartir papeles en un día de elecciones. Es trabajar todos los días para que los derechos no se queden en el papel. Para que nadie tenga que elegir entre comer o votar, entre trabajar o participar. Para que el proceso democrático sea realmente eso: un espacio donde todas las voces cuentan por igual.
No basta con que haya elecciones. Necesitamos que haya condiciones justas para ejercer los derechos. Porque cuando votar cansa más que sembrar, y cuando participar parece un privilegio en lugar de un derecho, algo en la democracia necesita corregirse.
Nos seguimos leyendo.
X @RAFASCHLESKE