Por Anette Huerta
La novela es semiautobiográfica, con toques ficticios. A simple vista, puede parecer un cliché para algunos, ya que trata sobre jóvenes, amistades y tiene cierto aire de novela adolescente. Pero si se mira más de cerca, hay algo mucho más profundo: el llamado “trastorno psicológico” de Sylvia Plath, que, al final, la llevó al suicidio. Sigue la historia de Esther Greenwood, una joven que gana una beca para ir a Nueva York a trabajar en la edición de una revista de moda. Al principio, todo podría ser emocionante: comparte la experiencia con otras once chicas, asiste a eventos exclusivos y se sumerge en el glamour de la ciudad. Sin embargo, pronto empieza a sentirse fuera de lugar.
Por un lado, la diferencia económica entre ella y sus compañeras la hace sentir aislada; por otro, la superficialidad del mundo de la moda y las expectativas sobre las mujeres en esa sociedad no encajan con su visión de la vida. A esto se suma su complicada relación con Buddy Willard, su novio, quien está en tratamiento por tuberculosis en otra ciudad. Aunque su relación está en pausa, la situación se torna aún más dolorosa cuando descubre que él le ha sido infiel.
En su intento por encajar y encontrar su propio camino, Esther conoce a distintos hombres, pero cada experiencia parece llevarla a un nuevo nivel de desilusión. Su única amistad más cercana es con Doreen, una chica rebelde y segura de sí misma. En una fiesta, todas las chicas se intoxican con camarones y terminan enfermas, excepto Doreen, quien había salido con su amante. A partir de este episodio, comienza el colapso de Esther, y el replantearse su vida por completo.
Una parte que en lo personal me gusto mucho, tal vez se deba a que resonó en mí (demasiado personal este espacio).
– ¿Qué tienes en mente cuando termines?
Siempre había creído que tenía en mente conseguir una beca sustanciosa para seguir estudiando un doctorado o una beca para ir a estudiar por toda Europa, y luego pensaba que daría clases en la universidad y escribiría libros de poemas o que escribiría libros de poemas y sería editora. Normalmente esos eran los planes que tenía en la punta de la lengua.
– La verdad es que no lo sé -me oí decir. Sentí un profundo impacto al oírme decir aquello, porque en cuanto lo dije supe que era cierto.
Son esos momentos donde nos sentimos despersonalizados, es cuando tiembla nuestro tejido normativo, nuestro nuevos aprendizajes chocan con las estructuras ya establecidas, y al ser seres preconfigurados dentro de dinámicas con normas que nos indican como usar los objetos y recorrer el mundo, y añadiendo a la fórmula miles de personas en el mismo tránsito con diferente repertorio conductual es imposible que no broten conflictos.
Retomando la narrativa; durante el verano, viaja con su mamá a su pueblo natal para pasar las vacaciones. Pero lejos de ser un regreso reconfortante, la tranquilidad nunca llega. En su lugar, los pensamientos autolesivos se intensifican, haciéndose cada vez más frecuentes. Su madre, preocupada, decide llevarla con un psiquiatra. Así comienza un recorrido interminable de consultas médicas, hasta que finalmente es internada en un hospital psiquiátrico. Sin embargo, en lugar de mejorar, siente que el ambiente la enferma aún más. Intenta escapar, demostrar que está bien, pero el personal la invalida constantemente, diciéndole: no cariño, ¿de qué hablas?, como si sus palabras no tuvieran peso. En su último hospital, el tratamiento alcanza un punto crítico: las sesiones de electrochoques.
No les voy a spoilear el final porque quiero que tengan su propia opinión acerca del libro.
Sin embargo, hay una situación en particular que encontré, que sigue reproduciéndose en murmullos y necesito expresarla: es sobre cómo se patologiza la depresión y el suicidio. Hay específicamente una página donde Esther describe su situación de manera muy concreta: esto me pasa, no hago esto otro. Y es aquí donde identifico que Esther no está enferma, y eso es lo que más me enoja.
Los hospitales psiquiátricos son instituciones que sin duda existen, y me pone muy triste pensar en las personas que están ahí. No se las lleva para que sanen o mejoren, sino porque representan un problema para el entramado social. La sociedad exige que todo siga funcionando sin interrupciones, y cuando alguien es etiquetado como “loco”, automáticamente se le aparta, se le encierra en la categoría de “enfermos mentales”.
Es un espacio que, incluso, puede generar una “nueva enfermedad” específica de la institución misma. Al final, el paciente solo deja de ser un individuo y se convierte en su diagnóstico. Cada paciente, en su locura, refleja algo que se sitúa en otra parte y no en ellos mismos. Pues el malestar del individuo en el mundo es solo eso, un malestar en el mundo. Un malestar que brota en sus relaciones con lo existente. Nunca dentro de él.
¿Acaso es tan difícil entender que al expulsar la verdad sumergida en uno, esta es real?¿Por qué sería ser un “loco” al decir lo que realmente pasa? Tal vez ni siquiera entre humanos nos entendemos…