02 de noviembre del 2025. Xalapa, Ver.- En el corazón del centro histórico de Xalapa, entre calles empedradas y casas coloniales de altos balcones, hay un estrecho pasaje conocido como el Callejón de la Calavera. Quien pasa por él de noche —según cuentan los xalapeños más antiguos— puede sentir una presencia fría, escuchar murmullos que vienen de las paredes o incluso ver una calavera que flota, luminosa, suspendida sobre la piedra húmeda.

No se trata de una invención reciente, sino de una de las leyendas más antiguas del periodo colonial en Veracruz, nacida del contacto entre la religiosidad española, el imaginario indígena y el miedo urbano que acompaña a toda ciudad que crece sobre su propio pasado.

Existen varias versiones de la leyenda, pero todas comparten un eje: la calavera como manifestación del pecado y el castigo.

Una de las más difundidas narra que en tiempos del virreinato vivía en ese callejón un joven estudiante del Seminario, enamorado de una mujer casada. Cegado por los celos, asesinó al esposo de ella y escondió su cuerpo en una acequia cercana. Desde entonces, cada noche escuchaba golpes en la puerta y lamentos que no lo dejaban dormir. Una madrugada, salió al callejón y vio una calavera que lo seguía, emitiendo una luz pálida y espectral.

Intentó huir, pero la calavera lo alcanzó, y desde entonces —dicen los vecinos— aparece en ese mismo sitio para recordar su crimen.

Otra versión sostiene que la calavera pertenecía a un fraile franciscano que murió injustamente acusado de herejía, o bien a una mujer indígena ejecutada por amar a un español. En todos los relatos, la figura de la calavera funciona como un emblema moral y espiritual, pero también como un eco de los sincretismos religiosos del periodo colonial.

Desde la antropología del espacio, los callejones son lugares de tránsito y frontera: pasajes estrechos donde se cruzan el orden y el caos, la luz y la sombra. En las ciudades coloniales, estos espacios eran considerados peligrosos, no sólo por su oscuridad, sino porque se creía que allí los muertos caminaban más cerca de los vivos.

El Callejón de la Calavera responde a esta lógica: es una zona liminal, un umbral simbólico donde los límites entre el mundo tangible y el espiritual se difuminan. Su misma topografía —estrecha, húmeda, laberíntica— refuerza la sensación de encierro y misterio.

En Xalapa, donde la neblina era un elemento cotidiano, este tipo de espacios adquiere un carácter casi sagrado. La neblina actúa como velo y metáfora: oculta lo profano y revela lo sagrado. Así, el callejón se convierte en un pequeño microcosmos del mito mesoamericano del Mictlán, el lugar de los muertos, atravesado por quien se atreve a mirar lo invisible.

El término calavera tiene una doble raíz semántica: en el español popular designa tanto el cráneo humano como al espíritu burlón de los difuntos, especialmente en la tradición novohispana. En el contexto mexicano, la calavera no es sólo un recordatorio de la muerte, sino una forma de diálogo con ella.

 

En la cultura nahua prehispánica, la muerte no era un final, sino un tránsito. Los tzompantli —altares de cráneos— simbolizaban la continuidad del ciclo vital. Con la evangelización, este simbolismo fue reinterpretado a través del cristianismo, que asoció la calavera con la penitencia y la fugacidad del mundo.

El Callejón de la Calavera conserva esa doble herencia: la calavera como símbolo de castigo y como emblema de memoria.

En la oralidad xalapeña, además, el nombre del callejón funciona como advertencia. Decir “nos vemos en la Calavera” era, hasta mediados del siglo XX, una expresión cargada de ironía y misterio: una cita en el límite entre lo mundano y lo espectral.

Durante la Colonia, Xalapa era un punto de tránsito entre el puerto de Veracruz y la capital virreinal. A su paso circulaban comerciantes, soldados, clérigos y viajeros. Con ellos, también las supersticiones, los miedos y las historias.

Las crónicas del siglo XVIII mencionan que en los alrededores del actual callejón había una capilla y un pequeño osario, lo que podría explicar el origen material de la leyenda. En muchos pueblos novohispanos, los restos humanos se enterraban cerca de las viviendas, y los cráneos que afloraban con las lluvias se convertían en fuente de relatos sobrenaturales.

El antropólogo veracruzano Arturo Gómez Cruz sugiere que las leyendas urbanas de Xalapa —como la del Callejón de la Calavera o la Cueva del Macuiltépetl— funcionan como mapas de lo invisible, relatos que inscriben lo sagrado en el paisaje cotidiano. La calavera, en este sentido, no sólo representa el alma en pena, sino la memoria enterrada de la ciudad, los fragmentos de su historia que se niegan a morir.

En todas sus versiones, la aparición de la calavera está vinculada con un acto de culpa, traición o crimen. Desde la antropología simbólica, la figura actúa como proyección del remordimiento humano, una manifestación visible de la conciencia.

En el relato del estudiante homicida, la calavera no lo persigue desde fuera, sino que emerge desde su interior: es la materialización de su falta. Este motivo tiene raíces profundas en la tradición cristiana del memento mori (“recuerda que morirás”) y en las concepciones indígenas de la tonalli, el alma-energía que puede fragmentarse tras un acto desequilibrante.

Por tanto, el Callejón de la Calavera no sólo es escenario de miedo, sino un espacio moral, un recordatorio de que toda acción tiene eco en el mundo espiritual.

Hoy, el Callejón de la Calavera forma parte del circuito patrimonial y turístico del centro histórico de Xalapa. Aunque el relato ha adoptado un tono más anecdótico, sigue cumpliendo una función simbólica: conservar el vínculo entre la ciudad moderna y su pasado mítico.

Durante las celebraciones de Día de Muertos, el callejón suele decorarse con velas, flores de cempasúchil y calaveras de papel, recuperando su sentido original como lugar de comunión entre los vivos y los muertos.

 

En este gesto contemporáneo sobrevive la antigua intuición mesoamericana: la muerte no separa, sino que comunica. El mito, al persistir, convierte al callejón en un texto vivo, un palimpsesto donde se leen siglos de historia, religión y poesía popular.

El Callejón de la Calavera es, en última instancia, un símbolo de la relación xalapeña con la muerte y la memoria. Bajo su aparente sencillez se esconde un complejo entramado de significados: la moral colonial, la espiritualidad indígena, la culpa cristiana y la imaginación moderna.

Desde la antropología, el mito revela cómo las comunidades urbanas negocian su identidad mediante relatos que dan sentido al miedo y a la pérdida. Desde la lingüística, muestra cómo un topónimo puede condensar siglos de historia y emoción.

Y así, cada vez que alguien cruza ese callejón en la penumbra y siente que una brisa fría le roza el cuello, no es sólo el viento lo que lo acompaña, sino el murmullo de una ciudad que aún dialoga con sus muertos —una ciudad donde la palabra “calavera” sigue brillando en la oscuridad, como una chispa de memoria y misterio.

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