02 de junio de 2025. ¿Te ha pasado que escribes una carta —real o mental— a alguien, pero al final no la mandas? Tal vez la escribiste en papel, en el bloc de notas del celular, o simplemente en tu cabeza, una y otra vez, sin intención real de enviarla. Pero la carta existe. Y, de alguna manera misteriosa, llega a donde tenía que llegar.
Es curioso cómo, en esos momentos íntimos, pareciera que no escribimos realmente para la otra persona, sino para algo más profundo. No es una persona concreta, sino una forma de organizar lo que decimos, lo que pensamos, lo que deseamos que sea escuchado, pero que sentimos que puede entendernos por completo.
Freud decía que nuestros síntomas son como mensajes cifrados sobre lo que más nos duele o deseamos, pero no están dirigidos a nadie en particular. No son para el terapeuta ni para nosotros mismos, al menos no de forma consciente. Son cartas sin destinatario aparente. Lacan agregó que incluso las cartas que no se envían terminan llegando, porque su verdadero receptor no es una persona concreta, sino ese “Otro” simbólico que sostiene lo que se dice, lo que se espera, lo que creemos que debe ser entendido.
Después de todo, al quedarnos con la carta en cierto sentido estamos enviándola. No estamos renunciando a nuestra idea ni descartándola por tonta o por no tener ningún valor (como hacemos cuando destruimos una carta); por el contrario, le estamos dando un voto extra de confianza. En efecto, estamos diciendo que nuestra idea es demasiado preciosa como para confiarla a la mirada del destinatario real, que podría no reconocer su valor. Entonces se la “enviamos” a su equivalente en la fantasía, con quien podemos contar absolutamente para que la lea, comprenda y aprecie.
Y eso no es poca cosa. Porque a veces, proteger lo que sentimos también es una forma de dignificarlo. Guardar la carta no es un acto de cobardía, sino un acto de fidelidad. No la escondemos porque no importe, sino porque importa demasiado.
¿Nunca sentiste que, al escribir algo así, ya lo habías soltado? Que al hablarle a esa figura invisible, de algún modo te escuchabas a ti también. Como si escribirle al gran Otro fuera otra forma de reconocernos, de comprendernos. Como si en ese diálogo interno también nos estuviéramos acompañando.
Y quizás por eso, muchas veces cuando hablamos con alguien, en realidad no hablamos con esa persona. Hablamos para el Otro que nos atraviesa. Porque a veces no se trata de convencer al otro, sino de decirle al mundo, o a nosotros mismos, que lo que sentimos es válido. Que nuestra carta tiene valor, incluso si nunca se abre.