Por Carlos Gabriel Chávez Reyes
23 de diciembre del 2025. Xalapa, Ver.- La historia de la humanidad es la historia de sus desplazamientos, pero en esta sociedad en la que habitamos, la migración ha dejado de ser un simple movimiento de un punto A a un punto B para convertirse en una estructura social compleja.
Es crucial ver esta realidad no desde la perspectiva de la seguridad nacional o de la criminalización, sino como un proceso transnacional que reconfigura la economía, la identidad y, lo más importante, el requerimiento de un reconocimiento completo de derechos.
La diáspora centroamericana, que tiene su origen principalmente en el Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras), constituye uno de los retos humanitarios y sociopolíticos más graves de todo el hemisferio; es decir, es una migración obligada debido a la exclusión estructural.
Estas comunidades intentan escapar de una violencia sistémica y de una inestabilidad institucional que ahuyenta a sus ciudadanos. Estos inmigrantes, al cruzar hacia el “norte global”, van más allá de las fronteras físicas y se enfrentan a la noción tradicional del Estado-Nación. Cuando Llegan a Estados Unidos o quedan atrapados en México, se transforman en sujetos políticos que, de manera paradójica, no tienen una ciudadanía formal.
Que sus derechos sean reconocidos por la sociedad no debería depender de un documento de identidad. La socióloga Saskia Sassen sostiene que el sistema político hace invisibles a estos trabajadores, aunque la economía mundial los requiere. Validar su existencia como sujetos históricos, que tienen la capacidad de enriquecer el tejido social y no únicamente como “mano de obra barata” o “peligro para la seguridad”, es lo que significa reconocer sus derechos. Por ello la verdadera crisis es una crisis del reconocimiento.
No es un gesto de caridad el reconocer sus derechos, sino que es una exigencia de justicia social. Significa pasar de una ciudadanía formal, que se basa en documentos, a una ciudadanía sustantiva, que es la capacidad efectiva de ejercer derechos y vivir dignamente, sin importar si uno está al norte o al sur del Río Bravo.
El transnacionalismo, que es la habilidad de sostener conexiones económicas, sociales y políticas a través de las fronteras, es el concepto principal aquí. Los migrantes mexicanos han construido un “México de afuera” que es fundamental para la estabilidad macroeconómica del “México de adentro” (a través de remesas), así como para los sectores de construcción, servicios y agricultura de Estados Unidos.
El valor de reconocer socialmente a este grupo se basa en validar su contribución cultural y su agencia política. No son únicamente trabajadores; son líderes comunitarios y creadores o reproductores socioculturales. El reconocimiento total de sus derechos requiere una regularización que se ajuste a la realidad: son ciudadanos de facto de una región binacional. No garantizarles el acceso a la salud o los derechos laborales no es únicamente una falta ética, sino también una ceguera ante la realidad de un mercado laboral y una sociedad que ya están ineludiblemente entrelazados.
La migración transnacional crea un “tercer espacio” donde las fronteras se desdibujan. Tanto la diáspora centroamericana como la comunidad mexicana en Estados Unidos son prueba viviente de que la globalización no es solo flujo de capitales, sino flujo de vidas humanas.
